Itxialdi itxaropentsua

Erraza da, sano, bizi ari garen itxialdiari alde txarra antzematea, kalteak alde guztietatikoak direlako, ezbairik gabe.

Baina, etxeaz bestaldean jazotzen ari den hondamendia (heriotzak, beldurrak, ezintasunak…) alde batera utzita, nik egoera honetan irabazten ari garena lehenetsi nahiko nuke. Ez dadila izan baikortasun faltagatik…

Etxean honen denbora luzea emateak, norberaren buruarekin topatzea ahalbidetu digu, baita sarritan ondoan baina ez gertu genuen senitartearekin.

Natura eta bizitza udaberrian

Korrika, belu, iradu, berandu eta karraka genbiltzan beti azken hamarkadetan, existitzen ez zen helmugara heldu ezinean. Zeruak, lurrak eta urak gure mende ipinita, gure nahietara bortxatuta, lor ezin zitekeen entelekia horretara iristeko.
Aitzitik, itxialdiak, bat-bateko iraultza ekarri digu… Hausnarketarako beta —aukera— berreskuratu dugulako, egiten ari ginen guztiaren hankaz gorako itzulipurdia izan delako. Eta ekarritakoa ez da iraultza aurrerakoia, izan ginenera itzultzekoa baizik. Bestela esanda, atzearekin besarkatutako aurrerakoitasuna. Ez da makala…

Eta, nahigabean eta nahitaezean, falimiarekiko harreman estua deskubritu berri dugu. Umeei ipuinak kontatzeko ohitura lasaia berpiztu, lilura-berbak bihotz-taupaden erritmoa daramatela… Eta sukaldean elkarrekiko lana, gerora gustura jango dugun jaki konplexu eta miresgarria atontzen. Legamia bota diogu etxe barruko gure harremanei.

Leihoak irekita, aurrean bizilagunak ditugula aurkitu dugu: ez soilik etxekideak, auzokideak, herrikideak… pertsonak baizik: bizilagunak, lagunak… Ahaztua genuen zerbait.

Hor, bentanen bestaldeko eremuan, aldi berean urrutian eta aldean, txoriak, inoiz baino ozenago jarduten, txorrotxioka, ero, giza-oztopo gutxi dutelako euren bizia aurrera ateratzeko. Tartean, urak garbi-gardenak, eta zeruak hegazkin-lorratzik gabekoak. Noiztik?


Gaurko elurte iragarpena ere ez da albiste izan. Ez behintzat itxialdi aurretiko anplifikazioarekin, arruntaren barruko berezia ezohiko bihurtzeko obsesio modernoarekin.

Martxoan elur aritzea ez delako apartekoa. Bizian, tamalez, heriotza arrotza ez den bezala. Agian gu ginen itxialdi hau izan arteko munduarekiko arrotz bakarrak. Arrotzak, harrotzarrak.

Zaindu zaitezke eta bizi eta goza galdua genuen bizipoza. Baita itxialdi itxaropentsu honetan ere.

Cómo fabricar culebras y otras creencias

La contestación era oro molido. Nunca habíamos hablado de ello en casa, por lo que aquella respuesta me dejó estupefacto.

Era diciembre de 2018 y, en una visita rutinaria a casa de mis padres, les pregunté por una extraña creencia que el sacerdote José Miguel Barandiaran había recogido en sú día de un informante de Laudio —J. C. de Orue— en 1935.

Decía en aquellos apuntes manuscritos y aún sin publicar que «se cree [en Laudio] que las cerdas del caballo, depositadas en un lugar pantanoso o simplemente húmedo, al cabo de tres meses, se convierten en culebras».

Las serpientes surgen, según creencias populares, del contacto del agua con los pelos de yeguas o caballos.

Sabía además que aquello no era algo puntual o local sino que se trataba de una creencia generalizada, ya que teníamos otras referencias recogidas en otros pueblos por el también sacerdote R. Mª Azkue: «Un cabello puesto en una jofaina se convierte en culebra», «Las crines de yegua se convierten en culebras en el agua», «Las culebras de los arroyos son producción de los pelos del caballo» entre otras (Euskalerriaren Yakintza-I, 1959).

Al preguntarle —y sin poner mucha esperanza en la contestación—, pronto respondió mi padre, airoso, fehaciente como pocas veces, sintiéndose dueño y señor del relato: «Sí, hombre… Yo también he visto de chaval. Ya me acuerdo de una vez que, cuando éramos chavales, hizo Pedro al lado de casa. Sí, unas culebras, con pelos de yegua en un bote… Allí se veía como se les iba haciendo la cabeza, dentro del agua. ¡Bah! Pero al de un tiempo nos aburrimos y lo tiramos todo».

Se refería a Pedro, el hermano con el que estaba todos los días, su gran confidente y que acababa de fallecer un par de meses atrás.


Mi padre junto a su hermano Pedro (1928-2018) charlando sobre mil y un vivencias, como aquella de que, siendo un chaval, fabricaba culebras en un bote lleno de agua.

Dejó el relato y, pensativo, volvió a ensimismarse mientras movía una y otra vez, inquieto, las leñas del fuego bajo.

Pronto mi madre, que también había recibido con asombro aquella creencia que ella desconocía, sin pretenderlo, volvió a encauzar la conversación. «Buf, las culebras… ¡qué asco de animales! Enseguida se metían en la cuadra para poner los huevos al calor de la basura. Y lo malo es que bebían la leche».

Y es que, para quien lo desconozca, a pesar de no tener nada que ver con la realidad, dentro del conjunto de las creencias populares, se piensa que las culebras y serpientes pierden el sentido por la leche, una tentación que les resulta irresistible.

Mi madre (Olarte-Laudio, 1941) y mi padre (Markuartu-Laudio, 1934) frente al fuego de casa, el gran confesor de cuentos de serpientes y otras creencias. Son los de esa generación, los últimos guardianes del tesoro de la cultura popular acumulada durante siglos

Así contó como a «alquien conocido de no sé qué caserío» —porque así de imprecisas son y han de ser esas referencias que validan todo sin ser verdad— le había sucedido que la vaca no daba leche, ni un día ni al siguiente ni al otro, hasta que se dieron cuenta que había una culebra en la cuadra. Porque las culebras se yerguen y maman la leche de las ubres sin que los animales se den cuenta. Legendaria es la astucia de estos animales, como nos inculcaron desde la misma Biblia.

Existe la creencia generalizada de que las serpientes maman la leche de los animales. Fuera ya de Euskal Herria, se cree que también la tomaban de las madres humanas, mientras dormían

Aquella debilidad también se aprovechaba para sacarlas de la cuadra. Ahora al unísono y solapándose, los dos —padre y madre— me aseguraban que se ponían varios platos, enfilados, con un poco de leche en cada uno para así ir indicando a la culebra el recorrido que debía tomar para salir hacia la calle, para alejarla del caserío. Varios platos o no, porque a veces también valía con uno solo. Y funcionaba, vaya que si funcionaba… aunque nadie lo ha visto jamás.

Asimismo, en nuestra misma casa vivía Angelita —Ángela Goiri Egia (1925-2019)— natural de los caseríos de Izardui (Laudio) y que, por diversas razones de vecindario, para mí siempre había sido una especie de tía.

Recuerdo cómo, siendo muy chavales, nos contaba con todo lujo de detalles un caso que ha ella le habían contado recientemente. Una vez más, le había sucedido a «un chaval conocido de no sé qué caserío» que le mandaron ir a coger agua a la fuente. Con tan mala suerte que, fatigado, se durmió mientras llenaba el botijo. Recostado en el suelo, una culebra se le introdujo por la boca y se alojó en su interior. Nadie adivinaba a saber qué le sucedía a aquel muchacho que, de un día para otro, iba perdiendo salud. Hasta que a alguien más experto, se le ocurrió pensar que podría tratarse de una serpiente. Llevaron al muchacho a la fuente y lo colocaron en la misma postura, recostado y con la boca entreabierta, imitando en lo posible el estar dormido. Fuera, un plato bien colmado de leche que pronto surtió efecto: salió la culebra y por allí se perdió entre unos matorrales. Por eso nos advertía Angelita que, como moraleja, había que tener cuidado de no dormirse en el monte. Y menos con la boca abierta.

Entusiasmado con lo que me habían contado mis padres, le pregunté de nuevo por aquel relato de 40-50 años atrás. No lo recordaba ya. Falleció unos meses después.

Angelita Goiri (1925-2019) junto a su esposo Lázaro, a la que le volví a preguntar por sus lejanos relatos de serpientes

Quizá el olvido fue una respuesta natural pues, siendo como era buena cristiana e intuyendo su final, no olvidaría la maldición bíblica lanzada sobre el reptil: «Enemistad pondré entre ti y la mujer, entre tu prole y su prole». Y es que desde entonces la serpiente pasó a ocupar para siempre un lugar maldito en su relación con los humanos. De ahí que nadie quiera saber nada de ellas salvo en cuentos y creencias.
Desgraciadamente, en breve habrán dejado para siempre las culebras de beber platos de leche. Más aún si eran culebras de aquellas que se metían en el caserío, aquellas que se fabricaban con pelos de yegua metidos en un bote de agua…


Notas: Aunque sea una creencia propia de Vasconia, no es exclusiva de ella, ya que es algo compartido en el tercio oeste de la península así como en varios países de Sudamérica.

De las serpientes que bebían de los pechos de las mujeres, se dice que insertaban la cola en la boca del bebé para engañarlo y para que así no despertase a la madre. Otra muestra de su legendaria astucia…

Por otra parte, al introducir los pelos en agua se retuercen y pueden dar la sensación de movimiento. O quizá se relacione esta creencia con algunos animalillos que habitan en el agua no corriente de algunas fuentes.
Quizá de ahí la costumbre, también del ámbito vasco, de purificar con una expresión jaculatoria (amén, Jesús…) aquellas aguas que se cogían tras la oración que anunciaba la llegada de la noche. O introducir un tizón encendido en el recipiente, haciendo con él la señal de la cruz.

No a todos les va mal

Desde mi casa tengo la opción de ver bosque, un buen río y muchas aves. Me gusta observarlas y sobre todo escucharlas en los amaneceres.

Estos días están exultantes, alegres, dichosas como pocas veces se las puede ver. Se acercan más que nunca a las viviendas, nos tantean, revolotean, buscan alimento tranquilas porque, al no andar por la calle ni humanos ni perros humanizados, se han sacudido el estrés que habitualmente les generamos.

Como si de una bendición divina se tratase, coincide nuestra clausura humana con la cría de las primeras nidadas de algunas especies, el cortejo para el «txikitxiki» de otras y la fabricación de espectaculares nidos de las demás. Y, por la situación actual, pueden enfrentarse al cien por cien a ello, sin interferencias de la omnipresente presión humana. Es decir, nuestra ofensiva de muerte está facilitando la generación de vida por otra parte. Debe de ser lo del ying y el yang que tanto repiten los flipados y hippyes.

Un zorzal y la vida amparadas por la primavera

Nuestro aislamiento va a suponer —y ya está suponiendo— un balón de oxígeno para la naturaleza ya que, definitivamente, somos incompatibles con ella.

Estamos viviendo hechos históricos de los que se tratará, publicará y reflexionará mucho en el futuro. Cercano y lejano. Espero que también se hable de aquel nuevo equilibrio y reencuentro con nuestra naturaleza, sobre aquel aprender a escuchar al alma de nuevo, alma que en no sé qué maldito día vendimos gratis al diablo.

Mirlo. Foto: www.herrerillo.com (Ricardo Rodríguez)

Por mi parte, no me queda más que agradecer a esos pajarillos de delante de casa los espectáculos que inconscientes me ofrecen a diario. En especial a ese mirlo —aquí los llamamos «tordos»— truhán y tunante como pocos, que para engatusar a las chicas hace cabriolas y anda en diagonal frente a ellas. Con éxito porque una, «la más torda», ha sucumbido a sus artes. No sabe esa cómo somos los chicos cuando nos ponemos…

Más cadáveres que ataúdes

En estos difíciles días está circulando por las redes el recuerdo de la mortífera gripe que sacudió al país en 1918, hace poco más de un siglo. Tan grande fue la mortandad —la mayor conocida hasta entonces, con 260.000 fallecimientos en España— que, hasta en rincones tan apartados como los valles de Orozko hubo que recurrir el antiguo pero denostado sistema de transporte de los cadáveres sin caja: no había ni tiempo ni recursos suficientes para elaborar tantos ataúdes. Vamos con unos apuntes sobre ello.

Hasta la modernización que en todos los ámbitos insertó la Ilustración (siglo XVIII), lo habitual era transportar los difuntos a la vista, amortajados y atados con cuerdas sobre unas angarillas o andas sobre las que se tambaleaban o empapaban en días de lluvia. Tenebroso.

ATAÚDES. Por ello, aquella innovadora sociedad del Siglo de las Luces no podía convivir con la vieja costumbre, carente del mínimo decoro y dignidad que exigían los nuevos aires. Así es que, paulatinamente, comenzaron a transportarse los cadáveres dentro de unas cajas de madera llamadas ataúd, en la que se enterrarían los seres queridos sin tener que pasar por el funesto mal trago de ver el cadáver. Porque ojos que no ven…

Al cambio de costumbres populares, para que se empezase a portear y enterrar al muerto encajado, ayudarían la nueva corriente y obligaciones de enterrar los cadáveres en el exterior de las iglesias y no dentro como se había realizado entre los siglos XIII-XIV y el XVIII. A ello ayudarían la epidemia de garrotillo —disentería— y de tabardillo que, en 1760 y en 1765 respectivamente, castigaron a Orozko con numerosas pérdidas humanas.

CEMENTERIOS. Sea como fuere, la moderna sociedad dieciochesca no podía ya permitir aquellos pestilentes olores que inundaban el interior de los templos y que podrían ser un foco de propagación de enfermedades. Está costumbre quedó expresamente prohibida por Carlos III (1788) pero tuvo uno y mil conflictos con las insumisas feligresías rurales, muchas veces espoleadas en su rebeldía por los astutos sacerdotes que no querían perderse las golosas ofrendas que sobre las fuesas —fosas, tumbas— hacían los fieles.

Iglesia parroquial de San Bartolomé de Olarte, en Ibarra (Orozko), con las peñas de Itzina como fondo y los muros del tardío cementerio en primer plano. Foto de Indalecio Ojanguren, 1952.

Como muestra, la parroquia que nos ocupa, la de San Bartolomé de Olarte en el barrio Ibarra (Orozko, Bizkaia) no construyó el cementerio exterior hasta 1871, tras más de un siglo de reiterados incumplimientos de la orden. Probablemente todos los cadáveres que hasta el nuevo recinto llegaban, lo harían ya dentro de un fastuoso ataúd. Hasta que el devenir de los acontecimientos hizo retomar las costumbres usadas desde siglos atrás…

Portada del manual bilingüe con consejos para hacer frente a la devastadora «grippe» de 1918, publicado por la Diputación Foral de Bizkaia, en cuyo archivo conserva el documento mostrado.

Era mayo de 1918 cuando se detectó en España el primer caso de la que se llamaría la grippe española, a pesar de haberse originado en Estados Unidos. Y su letal poder recorrió y asoló toda la geografía, en la epidemia más grave sufrida por la humanidad en el siglo XX. De su mano también se encaprichó de los rincones de Orozko «Balbe», como aquí denominan a la personificación de la muerte.

SIN ATAÚDES. Tan fulgurante y cuantioso fue el número de fallecimientos que en lugares como este que acabamos de citar de Orozko se vieron sorprendidos, sin tiempo ni material para fabricar los ataúdes necesarios, por lo que recurrió a retomar el sistema antiguo que ya tan solo los más ancianos recordaban. Así lo confirman diversos orozkoarras en las variadas encuestas etnográficas realizadas durante todo el siglo XX y la memoria actual de muchos habitantes que escucharon con asombro lo que en su día les contaron los mayores.

La primera referencia escrita de esas informaciones se la debemos al lugareño de Ibarra (Orozko, Bizkaia) Pedro Mª de Sautua al que el sacerdote de su parroquia —Juan José de Bastegieta— le preguntó en junio de 1923 sobre los ritos y costumbres funerarias de los barrios de Urigoiti, Ibarra… del municipio vizcaino. Todo a petición de otro joven sacerdote, el gran José Miguel Barandiaran, que en el mismo año publicaría los datos recabados en el Anuario de Eusko Folklore.

Relataba que «en otro tiempo [en referencia a 1918 y quizá a recuerdos anteriores] en que los cadáveres eran conducidos en andas, ataban a éstas el cuerpo del difunto, pasando una cuerda por los pies, cintura y manos. En el pórtico lo soltaban y dejábanle los brazos tendidos a ambos lados del cuerpo. (Hoy se los cruzan sobre el pecho). Ahora el cadáver es colocado en una caja larga».

Portando un cadáver a la iglesia a la antigua usanza: sin ataúd, sobre unas andas y supuestamente atado «con una cuerda por los pies, cintura y manos». Iglesia de Alaitza, Álava.

También R. Mª Azkue recogió en su obra Euskalerriaren Yakintza esa costumbre que no era extraña en los valles apartados: «Antiguamente, por lo menos algunos bizkaínos, nabarros y guipuzcoanos, no solían llevar los cadáveres al cementerio en ataúdes, sino en grandes lienzos (en sudarios). En Ezkioga (G) este lienzo tenía por nombre katon; en Larraun (AN), el lienzo de las manos; en Arratia (B), sábana de las andas [en euskera lo da como anda-izara]. Lo mismo se hacía un tiempo [atrás] en Zuberoa».

Añade asimismo el anciano de Orozko que el cortejo hasta la iglesia en donde se oficiaría el funeral corría a cargo de «cuatro hombres (casados o solteros, según el estado del difunto) los encargados de conducir el cadáver: en hombros, si es de persona mayor; y si es de niño, en las manos. Para mayor comodidad, la base de la caja o del féretro se halla provista de cuatro palos o agarraderos, dos en cada lado. La orientación del cadáver, al conducirlo, ha de ser fija: los pies delante y la cabeza detrás».

ANDAS. Aquel sistema de transporte se llamaba andas. Y es mucha la gente que aún lo recuerda o ha usado. El anda es en sí un sistema de parihuelas o angarillas para facilitar el trasporte de cualquier peso por entornos de geografía complicada. Siempre suele usarse en plural —andas— y en nuestros pueblos hace referencia exclusiva al uso de ese artilugio para transportar los féretros o cadáveres entre la casa y la iglesia o cementerio.

El transporte de finados en andas era muy usado en lugares poco accesibles. Porteo del cadáver del Che Guevara tras su ejecución en Bolivia el 9 de octubre de 1967.

ANDABIDEAK. El transporte de un cadáver hasta la iglesia se hacía siempre por unos caminos, llamados «caminos de andas» o andabide o hilbide» que tenían una servidumbre específica para ello. Aunque no son necesariamente lo mismo, normalmente suelen coincidir con los caminos a la iglesia, en numerosas ocasiones reflejados por topónimos como elespide, que no es sino «eliza bide«, ‘camino a la iglesia’.

Al edificar un caserío nuevo, el transporte del primer fallecido de la casa era el que determinaba el discurrir del andabide, un camino que a partir de entonces sería intocable e inalterable y que usarían para ese menester por todas las generaciones posteriores. Era la línea mágica que unía el hogar de la familia, etxea, con la iglesia, la casa de Dios.

Esta sería la vía que una y otra vez recorrerían las ánimas de aquellos difuntos, porque con su fallecimiento no se desligaban de la casa, y se les tenía presentes.

BIDEKURTZEAK. Los que portaban el cadáver eran los anderos —andari(ak) en euskera—, que iban haciendo paradas por el trayecto para, además de descansar, obrar una serie de rezos rituales con los que ayudar al tránsito del alma del fallecido. Estos descansos y rezos solían llevarse a cabo en las encrucijadas de los caminos, bidekurtzeak, lugares perfectamente definidos y consensuados por la tradición. En esos cruces era costumbre poner una cruz para memoria de todos los difuntos y para rezar un responso. Pero también para purificar el entorno y orientar a las almas errantes, ya que en lugares así, desorientadas, era donde más se aparecían a los vivos.

CORTEJO FÚNEBRE. Podemos incluso viajar con la imaginación y recrear aquellos múltiples cortejos fúnebres de aquella población que de diezmaba con la gripe. «Poco antes de la hora —decía el entrevistado Sautua— señalada para la conducción, van llegando a la casa mortuoria muchos de los parientes, amigos y vecinos del difunto. Después llega un sacerdote de la parroquia con un monaguillo que conduce una cruz y contesta a aquél al rezarse los responsos. En seguida parte el monaguillo con la cruz; inmediatamente siguen varios hombres (casados o solteros, según el estado del difunto) con sendas hachas encendidas; detrás el sacerdote con sobrepelliz y estola, y a continuación el cadáver, conducido como se ha dicho antes. Detrás del cadáver siguen las mujeres, empezando por las parientas más próximas al difunto; después los hombres, también según el orden de parentesco, de amistad, etc. Antes los hombres vestían capa y sombrero; hoy llevan traje de fiesta ordinario».

Ay, ¡qué ingrata ha sido siempre la muerte! Porque todos los actos en la vida en cierta manera los buscamos, menos el fallecimiento que nos busca él a nosotros, a traición, como bien citan los mayores del lugar. Por eso las defunciones son tan injustas pero a su vez tan justas. Ya nos lo dijo don Quijote (2ª parte, 1615) a través de la pluma de Cervantes, pues envuelto en sudario o encajado en ataúd, al final estamos desnudos ante el acto más relevante de la vida, la misma muerte:

«…y al dejar este mundo y meternos tierra adentro, por tan estrecha senda va el príncipe como el jornalero. Y no ocupa más pies de tierra el cuerpo del Papa que el del sacristán, aunque sea más alto el uno que el otro, que al entrar en el hoyo, todos nos ajustamos y encogemos o nos hacen ajustar o encoger, mal que nos pese...»

Descansen en paz…

El rito de la robla en las ferias ganaderas

Estoy disgustado porque se ha suspendido el Dolumin Barikua de Laudio, la emblemática feria ganadera del Viernes de Dolores. El virus. Y, dentro de la reclusión a la que para más inri nos somete el bichito, me ha venido el recuerdo de una conversación que sobre esa feria tuve no hace mucho con mi padre y en la que me hablaba de un término que yo nunca había escuchado: la robla, un acto de obligado cumplimiento en los tratos ganaderos del Viernes de Dolores y otras ferias. Le dio tanta importancia en sus explicaciones que creo que es interesante compartirlo.

Retrospectiva de la feria ganadera del Viernes de Dolores, Dolumin Barrikua, en Laudio

LOS RITUALES. En la concepción mercantilista actual, una compraventa se limita a ajustar el precio y a transferir la cantidad de dinero acordada.

Pero en la sociedad rural antigua, siempre más conservadora frente a las modernidades, el dinero era algo instrumental, limitado a lo económico pero sin un valor ritual especial. Por ello un hecho tan relevante como la compra o venta de un ganado, había que rodearlo de una serie de símbolos, vestirlo con una liturgia digna de la gran ocasión. Y vamos a describir someramente cada una de las tres inexcusables partes que conformaban esos actos: el trato, el estrechar la mano y la robla.

EL TRATO Y LA PALABRA. Los ganaderos iban vestidos con la tradicional blusa negra que les protegía contra la suciedad del ganado pero, sobre todo, les distinguía como ganaderos o tratantes entre el resto de la multitud. Dicho sea de paso, del trato con el ganado mayor, siempre se solían encargar encargar los hombres.

Todo comenzaba con el avistamiento de la cabeza que interesaba. Y comenzaba el contacto para ajustar la cantidad del trato. Los regateos, como en la actualidad, solían ser prolongados. Porque el vendedor siempre creía que podía sacar algo más y el comprador que estaba acordando un precio superior al que podría lograr.

Una vez llegados a un acuerdo, se daba la palabra. Entre los ganaderos, la palabra dada adquiría un valor simbólico-contractual mayor que cualquier documento firmado. Porque, una vez dada, sería un gran deshonor el echarse para atrás. No solo para el que había fallado, sino para toda su estirpe familiar, por los siglos de los siglos… En cualquier caso, también era habitual tener algunos testigos de confianza para que diesen fe.

Feria ganadera: sanblases de Abadiño

DAR LA MANO. Mientras se regateaba, algunos ganaderos jugaban con la mano, haciendo el ademán de estrechársela al otro, pero retirándola rápidamente si no había acuerdo.

Una vez todos conformes con lo ofrecido y demandado, llegaba el apretón de manos que sellaba el contrato, ahora firme y zarandeándolo de arriba a abajo. Asimismo, solía citarse en ese momento la frase «¡trato hecho!«. También solía ser el instante en el que el vendedor deseaba lo mejor al animal que cambiaba de manos, normalmente recurriendo a la invocación del patrón de los animales, San Antonio Abad: «Que san Antonio le guarde el animal» o «San Antoniok gorde dagiala«.

LA ROBLA. Aunque ya estuviese el dinero entregado, en lo simbólico —tanto o más importante que lo monetario— el trato no quedaba clausurado hasta que la parte vendedora cumpliese con el ritual de «la robla«. Consistía en pagar al comprador unas rondas en un bar cercano, un hamarretako —pequeño almuerzo— o una comida o merienda, en función de la generosidad o, mayormente, de la importancia de la venta. Era inexcusable y, ayudados por la tripa llena y los hechizos del alcohol, quedaba resuelta cualquier diferencia o suspicacia que se hubiese dado en la operación. Firmaba la paz y concordia para siempre.

El mismo origen lingüístico del término nos habla de su función. Robla o robra es una palabra que en castellano y según su academia significa ‘agasajo del comprador o del vendedor a quienes intervienen en una venta’. Surge del verbo del latín roborāre que es ‘fortificar’ o ‘dar firmeza’. De ahí surge, por ejemplo, «corroborar».

ROBLONES. Pero, volviendo a Laudio, si observamos el extraordinario pórtico de la iglesia, de hierro, observaremos que sus piezas están unidas —imitando a la torre Eiffel que lo inspiró— por una especie de remaches que se denominan roblones y que tienen el mismo origen lingüístico que nuestra robla mercantil. Un roblón es un ‘clavo de hierro o de otro metal dulce, con cabeza en un extremo, que, después de pasado por los taladros de las piezas que ha de asegurar, se remacha hasta formar otra cabeza en el extremo opuesto’.


Figura representando a A. Gustave Eiffel en el tercer y último piso de la torre que lleva su nombre. Tras la cabeza se observa la estructura metálica con sus característicos roblones, técnica de construcción que posteriormente se usaría en el pórtico de Laudio.

Es decir, algo que une y afianza dos partes para siempre. Justo lo que representaba aquel convite que daba por cerrado el trato entre baserritarras.

ALBOROKE. En las poblaciones cercanas y que no perdieron el euskera, se conoce como alborokea o su contracción albokea. Es un término éste con el que se incitaba a menudo al comprador indeciso con una frase repetida que decía «Egizu ba tratua, egin daigun alborokea» (‘haz el trato y hagamos el alboroque’).

Retrospectiva de la feria de Laudio, lugar de tratos, apretones de manos y roblas, con el pórtico construido por piezas met´álicas unidas por roblones

Se trata en realidad de un préstamo léxico de la palabra castellana alboroque ‘agasajo que hacen el comprador, el vendedor, o ambos, a quienes intervienen en una venta’ y que procede del árabe alborok ‘gratificación’y éste a su vez del hebreo berek, ‘bendición’.

Así es que benditos sean todos aquellos tratos que se cerraron con un buen alboroke o robla y maldito el virus que nos ha dejado este año sin nuestra feria de Dolumin Barikua.

Marzas de Fresnedo: la piedra angular

En estos momentos se estará repitiendo un año más en Fresnedo —localidad rural del municipio de Soba, Cantabria— el ritual de las «marzas». La fiesta consiste en una cuadrilla de muchachos que desde la mañana hasta el anochecer, recorre los pueblos y aldeas del entorno cantando unas coplas y pidiendo ese donativo que luego usarán para hacer una merienda.

Es, en resumen, otro más de nuestros carnavales rurales. Pero en nuestro caso, sin ningún turista, en su más esencial expresión, con más pureza que adorno, más espontaneidad que diseño previo… Porque no lo necesitan.

Irrupción de los marceros, a la carrera, en el entorno de Casatablas

Allí estuve el año pasado, acompañándoles para interiorizar la fiesta y fotografiarla. Y desde aquel entonces, todo se zarandeó en mi interior porque creo que allí encontré la piedra angular necesaria para enlazar la interpretación de varias fiestas de invierno. De hecho, para eso fui hasta allí, guiándome por lo que había escuchado, a un ritual que, al margen de los que lo organizan o toman parte, poca información conseguiremos en internet o en el mismo ayuntamiento. De ahí su pureza, su estado virginal: mi cámara fue la única que les acompañó durante todo el recorrido de la tarde: magia en estado puro.

MARZAS. Las marzas, como recogemos de la wikipedia, son las «el nombre que reciben los cantos con los que se recibe al mes de marzo, conmemorando así la llegada de la primavera. Se cantan el último día de febrero o el primero de marzo en numerosas localidades ubicadas en la zona norte de España, como en Burgos León, Palencia y, especialmente, en Cantabria«. También, por proximidad, se dan en Bizkaia, en municipios como Karrantza o Lanestosa (pincha para ver vídeo) y, creo que en la actualidad desaparecidos, en Turtzios y Artzentales. Y nuestros estudios etnográficos los han pasado de puntillas porque quizá no encajaban con la idea preconcebida que teníamos de la cultura de nuestro país, cuando en realidad son una joya de valor patrimonial incalculable.

En la imagen superior, una marza, ataviados con palos decorados y madreñas. Foto: Wikipedia. Es indudable la semejanza con los coros de Santa ´Águeda en Bizkaia, como el que se muestra en la fotografía inferior. Revista Estampa, 1931.
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A pesar de lo aparentemente antiguo de esta celebración, su nombre no se documenta hasta 1910 (Diccionario Enciclopédico Hispano Americano) y ya en su definición nos da pistas de no ser tan estricto en las fechas como en la actualidad sino que se trata de un ritual de invierno, otra muestra más del carnaval rural. Dice así: «Copla que en la Nochebuena, en el Año Nuevo y en la misa de los Santos Reyes van cantando por las casas de las aldeas, por lo común en la corralada, unos cuantos mozos solteros«. También añade como segunda acepción que se conoce con el nombre de marza también al «obsequio de manteca, morcilla, etc. que se da en la casa a los marzantes para cantar o para rezar«.

De su amplitud de las fechas nos habla el Cancionero popular de la provincia de Santander (Córdoba y Oña, 1955) y que recoge también Antonio Montesino en su obra —imprescindible— Las marzas (1991): «los tiempos de celebración de esta modalidad de canto petitorio […] eran los meses de diciembre (Navidad y Nochebuena), enero (Año Nuevo y Reyes), febrero (última noche) y marzo (primer día o viernes del mes)«. Pero cita que se repiten rituales idénticos —algunos denominados asimismo como marzas— «en carnaval«, etc. Y eso, particularmente, me encanta que sea así por las puertas que nos abre.

Cantando las marzas en Fresnedo

EL NEXO. Lo que yo viví en Fresnedo el año pasado, en su estructura, planteamiento, participación y esencia no se diferencia mucho de los coros de Santa Águeda, tan típicos del occidente vasco, como luego veremos. Con una sola diferencia: las pieles de oveja a la espalda y los grandes cencerros —campanos— que hacen sonar en su espalda. Y es ahí en donde las marzas de Fresnedo se muestran como elemento patrimonial extraordinario, único, ya que nos muestras a las claras el nexo entre los carnavales de invierno y los coros de Santa Águeda.

Grupo de marceros en Fresnedo, con mozas locales en el balcón

RITUALES MASCULINOS. Tanto las marzas como los coros de Santa Águeda se han compuesto de jóvenes muchachos, siempre varones, recién pasados de la infancia a la juventud y es eso precisamente lo que se celebra, porque no deja de ser un ritual de paso, propio de la masculinidad, el acceso a la sexualidad, a la posibilidad de procrear, de generar nueva vida. Al igual que los carnavales rurales, siempre limitados a los muchachos que, a menudo, usan la metamorfosis que le facilitan la máscara y el disfraz, para representar lo femenino, la fertilidad y prosperidad.

Esos coros o rondas juveniles, representan esa época en la que los muchachos abandonan los juegos, comienzan a vestir pantalón largo, ocupan espacios para adultos dentro de las iglesias, comienzan a participar en labores sociales como auzolanes o veredas, en trabajos de casa propios de adultos. O, en su proyección social, toman a su cargo la organización de las principales fiestas y bailes del pueblo. En euskera se conoce ese tránsito como «mutiletan sartu» y como «la mocería» en castellano.

De ahí que, por coincidencia en la edad, ese rito de paso a la juventud como son los coros de Santa Águeda sea mezclado en muchas poblaciones con los quintos, aquellos muchachos que debían acudir al servicio militar, obligatorio en las provincias vascas a partir de la Constitución de 1876 —y su desarrollo especifico por Ley de 1878—, a los que se despedía con una fiesta realizada con lo recogido, ya que se alejaban en muchas ocasiones para varios años, a pasar serias penurias. Precisamente eran llamados a filas en la edad que ya se consideraban no niños sino principio de adultos. Todos hemos escuchado aquello de que de la mili se regresaba hecho un hombre.

El grupo de marceros recorre la práctica totalidad de las aldeas del entorno, para «cantar o rezar» y recoger los obsequios de los lugareños.

PRIMERA COMUNIÓN. Tampoco es ajena la Iglesia a este ritual del paso de la infancia a la edad adulta y que lo encubre y enmascara a través de una celebración creada ad hoc, como lo es la Primera Comunión. Recordemos asimismo que a esa fiesta cristiana accedían los muchachos jóvenes, de 12-14 años, y a los que se remarcaba al finalizar la ceremonia que «Orain, gizon egin zara«, ‘ahora te has hecho hombre’, algo clarificador para lo que intentamos mostrar den este artículo.

Es más, cuando en 1909 el papa Pío X ordenó rebajar la edad del ritual sacramental a los siete años aproximadamente, el pueblo no lo asumió bien porque aquello ya no representaba un paso de jóvenes a la edad adulta. De ahí que en muchas localidades vascas documentemos en esas décadas una duplicidad de dicha celebración: la «komunio txikia» y la «komunio handia» (‘comunión pequeña y comunión grande’), es decir, lo impuesto desde Roma frente a lo interiorizado en la población.

Tampoco es casualidad que la Iglesia celebre el sacramento de la Primera Comunión en primavera, el período pascual, renacimiento de la naturaleza per se, como lo es la juventud o la pubertad.

Las marzas de Fresnedo han guardado su pureza por el aislamiento y su desconocimiento general: al contrario que en la mayoría de carnavales rurales, aquí no hay ni un solo turista o visitante.

SANTA ÁGUEDA VASCA. No sabemos cuál es el motivo por el que aquellas fiestas de invierno en las que se los muchachos recientemente llegados a la edad adulta —el período de «mocería» finalizaba al casarse o al tener edad para ello— se celebraron en el occidente vasco en torno a la figura de Santa Águeda. Quizá por honrar a aquella primera mártir femenina del cristianismo, por el hecho de ser mujer y de haberle cortado los pechos, símbolo por excelencia de la fecundidad y la generación de vida. También acaso por su fecha a principio de febrero, propia para integrar y reconducir en ella los carnavales rurales que tanto incomodaban a la Iglesia.

Por otra parte, las «mocerías» tan propias de Álava y Navarra (Atlas etnográfico de Vasconia, Ritos de nacimiento al matrimonio, 1998) tienen como fiestas propias de los muchachos varones las de Carnavales y la de Santa Águeda, cuyas fiestas organizan por tenerla como su patrona. Algo muy propio por tanto.

Marceros. Unos con pieles, otros con camisa blanca y pañuelo rojo. El torreneru, con el cuévano para recoger los regalos.

LOS COROS. Los coros de las marzas de Fresnedo, que tanto me emocionaron hace un año por su extrema pureza, coinciden en muchos aspectos con las descripciones de los coros de Santa Águeda que disponemos. En tantos detalles que es inevitable el plantear que se trata de una misma celebración, con dos manifestaciones folclóricas posteriores que las diferencian en lo estético. Me valgo para esta ocasión del artículo periodístico «Los coros de Santa Águeda» de Víctor R. Añíbarro en la revista Estampa, nº 161, de 1931.

Habla este artículo de que en todos los coros hay un «gizonzarra, un hombre maduro» que es el que ordena y gobierna el grupo, el que se encarga de transmitir la tradición a los más jóvenes. Esta figura ya desdibujada en Fresnedo, también es habitual en las cuadrillas de mozos de la Vasconia meridional, conocida como «mozo mayor«.

También relata Añibarro cómo «los cantores detiénense ante los caseríos y uno de ellos hace la pregunta de ritual «Abestu edo errezau?» (¿cantamos o rezamos?). Porque en el caserío puede haber algún enfermo o sus habitantes están aún sumidos en el dolor de una desgracia reciente. Se atiende siempre a la respuesta«. Me quedé petrificado cuando, tras haber conducido hasta una vivienda lejana en las montañas de Fresnedo, se mandó no cantar porque alguien de la casa estaba enfermo en la cama.

También se tiene en común que cada participante se acompañe de un gran palo, adornado —no recuerdo haberlo visto el año pasado en Fresnedo— con cintas de colores que, por cierto, recuerdan a esas danzas tradicionales de un mástil y largas cintas que representan a los árboles o a los mismos árboles rituales llamados mayos, mayas o maiatzak.

Coinciden también en que se cante en corro, una canción repetitiva con alusiones en la letra de las marzas a la mujer, algo que recuerda al «si en la vivienda hay una joven, una neskatilla (sic), no hace falta tampoco en la canción la correspondiente alusión galante» del artículo vasco.

Y sobre todo, coinciden con la descripción de Añibarro en que «En todos los sitios son acogidos con cariño y, en la aldea sobre todo, tienen el valor de una emoción muy querida que subsiste en el alma aldeana con toda su fuerza primitiva«.

Las marzas tienen un gran valor como aglutinante social ya que muchas veces supone el encuentro entre buenos amigos

LAS MARZAS. Pero centrémonos en las marzas de Fresnedo de Soba, en todo su lujo de detalle. Para ello prefiero citar directamente las palabras de Ángel Rodríguez en su librillo Los dulzaineros de Fresnedo de Soba (2015) ya que lo resume perfectamente y con más certeza que lo que yo podría ofrecer: «El grupo de marceros lo forman exclusivamente los mozos, excluyendo al género femenino. Se reúnen en algún lugar sin ser vistos, donde se disfrazan y caracterizan convenientemente. Lo componen varios personajes, que se diferencian por sus vestimentas, encargados además de funciones diferentes. Los marceros, conocidos en Soba como «ramasqueros» por el ramo que porta uno de sus personajes, van ataviados con pieles de oveja colocadas en su espalda a modo de capa. A la cintura se ajustan las colleras, portando un buen número de campanos y campanillas que han sido retirados de sus animales para la ocasión. Llevan también un palo con el que andan y saltan al modo pasiego. A los encargados de cantar las marzas se les denomina «cantadores» visten de blanco luciendo una banda colorada. Otro componente que compone la mascarada es el «torreneru» que, cuévano a la espalda, es el encargado de recoger el aguinaldo (chorizos, huevos, castañas, quesos…). Por último está el «ramasquero» que porta el ramo, generalmente de acebo, decorado para la ocasión. Este es el personaje más peculiar. Cubre su rostro con una careta de piel de oveja y lleva un atuendo formado por elementos carnavalescos y prendas femeninas, en ocasiones llevando una pandereta. Todos los personajes cubren su cabeza con un capirote adornado con cintas de colores.

Una vez terminada la caracterización, los ramasqueros se dirigen a las casas de los vecinos. Resuenan los campanos, agitados por los mozos que los portan, hasta que llegan a la vivienda donde los cantadores hacen la pregunta de rigor: «¿Cantamos o rezamos?». Si en la casa se guarda luto, se rehúsa al cantar y se reza si así se solicita. Si se pide del canto, pronto los mozos cantadores comienzan a entonar las marzas. Rara es la vez que se cantan al completo, pues enseguida los ramasqueros comienzan a agitar sus campanos entre gritos y relinchos. Y es que, como dice la canción «…dénoslo señora, si nos lo han de dar, sin cortos los días y hay mucho que andar». El torreneru se encarga de recoger el aguinaldo y se dirigen a una nueva casa. Este proceso se repite en todas y cada una de las casas del pueblo, así como en los pueblos vecinos. Con los obsequios obtenidos, se reúnen todos los participantes para celebrar la parranda«.

Sobran las palabras ante tal cúmulo de símbolos tan virginales y desconocidos fuera de Fresnedo. Pero es fácil enlazarlo no sólo con nuestros coros de Santa Águeda sino con carnavales mucho más alejados, como los de Ituren y Zubieta, u otros similares o rituales en torno al árbol, conocidos entre nosotros como basaratuste ‘carnaval del bosque’ o kanporamartxo y etxeramartxo— cuyo segundo componente del término, martxo, al menos en apariencia, no dista nada del nombre «marza«.

LAS LÁGRIMAS DE GELÍN. Por nada del mundo habría de imaginarme yo que, cuando buscaba algún enlace para participar como observador en las marzas de Fresnedo, la familia más memorable del mismo iba a ser la de los Pérez, saga de dulzaineros locales. Y es que allá por el año 2000 estuve en casa de Terio, al que fotografié junto a su esposa. Terio era un afamado dulzainero y motor de las marzas, ya fallecido, e hijo del legendario Ángel Pérez— gracias a uno de sus nietos, Mikel, del que por aquel entonces era yo profesor y ahora amigo. Hijo de Terio y nieto de Ángel es otro Ángel —padre de Mikel— que, por diferenciarlo del abuelo, se conoce en este entorno como «Gelín» (de Angelín, claro está), al que también conozco.

Fotografía del archivo familiar, con el legendario dulzainero y motor de las marzas Ángel Pérez. Junto a él, sus nietos Gelín (Angelín) y Jesús.
Fotografía que en el año 2000 hice a Terín, hijo de Ángel, padre de Gelín y abuelo de Alberto, Mikel y Adrián.
La tradición reverdece cada principio de marzo en la familia Pérez. Sin participar, Ángel, Gelín, junto a su hijo Mikel, sobrino Adrián e hijo Alberto.
Instantánea tras el encuentro en el restaurante Casatablas, centro neurálgico del valle.

Con él coincidí en el bar Casatablas, el punto de encuentro referente del valle —y por cierto con muy buena y económica comida— mientras esperábamos a que apareciesen los marceros en su recorrido. Un problema en una pierna le impedía participar este año, supongo que por primera vez en su vida. Pronto irrumpieron los atronadores campanos y en una carrera por la carretera aparecieron de la nada los sudorosos marceros. Allí, dentro del grupo, estaban sus hijos Alberto y Mikel. Y Adrián, el hijo de su hermana Delfina. En ese momento, cuando vimos aparecer en la lejanía al grupo, mientras charlábamos con sendos vasos de vino en la mano, vi cómo se le humedecían a Gelín los ojos por la emoción. No dije nada y respeté su silencio. Porque en ese mágico momento necesitaba todo el universo para él: le estaban hablando sus genes, sus raíces ancestrales. Allí estaba, con la mirada perdida, ausente, inmerso en la silenciosa soledad que había edificado para aislarse del tronar de los campanos. Y sus vivencias personales propias, las de sus antepasados y las de su descendencia se encontraron allí, junto a la húmeda tierra de aquel encajado valle en donde nos encontrábamos. Entonces comprendí lo que eran las marzas de Fresnedo para aquella gente que, dicho sea de paso, tan bien me acogió: historia, pureza y, sobre todo, emoción. Benditas aquellas lágrimas de Gelín, que regaron el renacer primaveral de la historia…

Enterrar la placenta

Yo fui de los que nacieron en casa, en uno de aquellos partos en los que todo empezaba por salir corriendo a buscar una comadrona que auxiliase en el parto. Y así me dieron a la luz: con nocturnidad y muchos nervios por localizar a aquella mujer experta en esas lides.

Fue ella quien, tras un alumbramiento sin problemas, indicó que se trocease la placenta —junto a su cordón umbilical— y que echase al fuego para eliminarla, porque la percibía como un órgano funesto, desagradable.

Bebé con cordón umbilical y placenta (foto: Internet)

Así fue como llegó la modernidad a nuestra estirpe y se rompió con una interesante costumbre anterior. Digo esto porque, un año antes, había venido al mundo mi hermana y, entonces sí, como impulsado por un instinto ancestral, no dudó mi joven padre en coger una azada y dirigirse al jaro de Kukullu, al otro lado del pintoresco regato que vemos desde casa. Cavó un hoyo lo suficientemente profundo y enterró allí la placenta, bien protegida para que no la comiese algún animal. Repetía lo que siempre se había hecho, sin dar excesiva importancia a lo que ese acto suponía como código cultural, como norma social implícita mantenida a través de los tiempos. Y es que, a pesar de lo que puede parecer a simple vista, se trata de un antiquísimo ritual extendido por todo el mundo.

En algunas culturas, las madres ingieren la placenta. Al hilo de esa idea, se comercializan pastillas con extractos, al margen de la comunidad científica.

En euskara denominamos selaun a la placenta, con un origen en seni + lagun ‘amigo del niño’ que ya nos da algunas pistas de que aquella concepción que tenían nuestros antepasados no era la de un despojo, como lo interpretó la comadrona de mi llegada al mundo, sino como algo casi sagrado, íntimo e inexorablemente unido de por vida al destino del ser que había cobijado en el útero.

En efecto, desde tiempos remotos la placenta ha sido considerada para numerosas sociedades como una prolongación y continuidad de la vida del recién nacido. Por ello había que cuidarla, generalmente «enterrándola y protegiéndola de seres adversos como eran los animales que podían comérsela y ello iría en detrimento de la madre y especialmente de la criatura recién nacida» (Consolación González y Pía Timón, 2018).

Esa misma idea recogió el sacerdote etnógrafo y euskaltzain José Mª Satrustegi quien aseguraba que, en la cultura vasca, «la placenta y demás restos del parto se tenían que ocultar cuidadosamente al darles tierra, ya que existía la creencia de que si afloraban a la superficie acarreaban maleficios a la interesada y se ponía rabioso el perro que los comiera».

Otros autores como Gutierre Tibón que estudiaron profundamente este mismo rito a escala mundial pero con especial hincapié en las culturas indígenas mejicanas no dudaba en afirmar que «establecer una hermandad con las energías vitales del reino vegetal a través de la placenta u ombligo, parece haber sido un concepto mágico común a toda la humanidad primitiva» (1986).

Partiendo de aquel concepto primigenio, aquel ritual ha llegado hasta nosotros expresado en diversas manifestaciones, más o menos locales, consecuencia sin duda del paso de los siglos. Así, por ejemplo, en Artziniega (Álava) se envolvía previamente con una tela blanca, dándole a la placenta el mismo trato que si fuese un bebé. Luego se enterraba, dependiendo de las costumbres locales o incluso familiares, en algún huerto algo alejado de la población (Berantevilla), en alguno cercano a la casa, al pie de un roble (Argentona, Barcelona) o hasta en la playa (Cabo de Gata, Almería).

En otros pueblos alaveses como Pipaón o Ribera Alta, era sepultada dentro del montón de basura para que allí, además de estar protegida de los animales, se descompusiese y se usase luego como abono, es decir, para aportar al campo esa vitalidad que le era inherente. Ya fuera del ámbito vasco, se documenta asimismo una variante de dicha costumbre, según la cual, la cuna con el bebé debía estar exactamente en la vertical sobre el montón de estiércol de la cuadra, porque si no la desgracia para la criatura estaba asegurada.

Pero, entre tantas y tantas formas del ritual, quizá sea especialmente curiosa la recogida en Elgoibar (Gipuzkoa) y que, sospecho, antiguamente estaría mucho más extendida en lo geográfico. Consistía en enterrar la placenta en la línea de los goterales del alero. Ello nos transporta a la antiquísima costumbre vasca de sepultar ahí los bebes fallecidos, bajo el auspicio y protección de la teja que definía el hogar, el templo doméstico de las generaciones pasadas y futuras que conformaban la etxea vasca, en una concepción simbólica mucho más amplia que la de un simple edificio.

Se inhumaba en ese mágico espacio, para cubrir a continuación el hoyo con una losa primero y una cruz de madera encima después, recibiendo así la placenta similares honores a los que corresponderían al entierro de un ser querido. Y sobre ella caían las gotas en los días de lluvia, lluvia que se consideraba bendita, pues procedía «del mismo Cielo«.

Todo parece indicar que este aspecto del agua es relevante, pues se cuidaba en toda la geografía peninsular y grandes extensiones de América que la placenta se enterrase en un lugar húmedo, no seco, porque si no tanto la madre como el bebé sufrirían de sed de por vida y su salud se vería resentida.

Mira tú por dónde que ahora quizá entiendo por qué me gusta beber vino de la bota, sin miramiento ni pudor. Probablemente se lo pueda achacar a aquella comadrona que mandó quemar mi placenta en lugar de enterrarla, como Dios manda, en un lugar húmedo. Como se hizo con la de mi hermana, junto a la curva del riachuelo que delimita el bello jaro de Kukullu, ese delicioso rincón que tanta felicidad me insufló en la candidez de la infancia.