Carros con castañas y gloria

Una vez más, la coincidencia de fechas es la disculpa ideal para hurgar en la historia y rescatar para la memoria del siglo XXI aquellos hechos olvidados de nuestro pasado.

En efecto, un día como hoy, 14 de noviembre, pero de 1880 se publicó en el diario Noticiero Bilbaíno la curiosa noticia que relata un suceso acaecido la víspera –13 de noviembre de 1880– y que llamó en sobremanera la atención «en el Arenal de Bilbao vimos ayer de 25 a 30 carros de castaña destinada al embarque para la isla de Cuba y procedente, si no estamos equivocados, de los castañares de Balentza que median entre el valle de Oquendo y los de Llodio y Luyando. No recordamos haber visto hace muchos años embarque de este fruto y por eso ha llamado mucho nuestra atención y la del público en general…»

Hace referencia al barranco de Markuartu, conocido como Balenchana en castellano y Balentxa en euskera, actualmente derivado a Balintxa. Pero, al citar Okondo o Luiaondo incluso, podemos pensar que por extensión se refiere a todo el monte Pagolar, rebosante de castaños en otra época y con abundantes kortinas (cortinas: cercados para proteger del ganado la cosecha de castañas apilada en el monte). A mí, tirando del cordón umbilical y del recuerdo de mis antepasados, estas historias me conectan con la kortina situada en el paraje conocido como Mendi, del citado monte Pagolar por parte paterna y con la de Ubieta (Olarte) por la materna.

Y es que también mis abuelos –paternos y maternos–, como la mayoría de los baserritarras del lugar, vendían las castañas de las kortinas para Bilbao, procurándose así unos jugosos ingresos dinerarios que pronto invertirían al adquirir productos de primera necesidad. Su entrega se negociaba los domingos en la plaza de Laudio, a donde acudían vendejeras bilbaínas que luego llevarían los sacos en el tren. Otros laudioarras como José Izagirre, cosechaban y compraban en grandes cantidades para bajarlas ellos mismos en carros al potentado Bilbao y así evitar intermediarios. Lo mismo que Evaristo Murga Gorbea (1865) de Luiaondo, cuyos nietos rememoran que enviaba a la villa “varios vagones llenos de castañas” para su venta.

Castañas reposando junto a una kortina

En cualquier caso, no era necesario contar con kortinas en el monte para ello ya que, en cantidades tan inconmensurables, era en ocasiones inviable. De ahí que también se apilasen las castañas en los caseríos, almacenadas bajo cubierta cuando había espacio, o amontonadas y tapadas en cualquier era frente a la casa. Recuerdo asimismo cómo el pastor Fernando Ibarrola (Larrazabal, Laudio) me refirió en cierta ocasión que su abuelo –asimismo llamado Fernando Ibarrola y nacido en 1870– contaba que iban a la cama y por todas las dependencias del caserío caminando sobre miles de castañas que habían almacenado dentro de casa, pues eran unos de los grandes comerciantes del lugar.

Pero esas cantidades que nos parecen hoy inmensas y de las que aún tenemos referencias orales no eran sino la punta del iceberg de un pasado más esplendido en cosechas de castaña. Nos referimos a cuando el preciado fruto vasco se exportaba en grandes barcos que partían desde Atxuri (Bilbao) hacia Flandes y Países Bajos. ¿Para qué? Pues, al margen del evidente destino comestible, se demandaba por su cáscara, usada en el tinte de bayetas tipo gamuza.

Así es que se cosechaba «…exportándose ya en aquella época una gran parte al extranjero, aplicando su pellejo para teñir los paños» (Iturriza, 1787).

También nos lo recuerda con más concreción y en referencia a Laudio el escritor catalán Mañé i Flaquer en su obra El Oasis (1878):

«A fines del último siglo se cosechaban en el Señorío anualmente unas cien mil fanegas de castaña, y aun en el primer tercio del siglo presente casi todos los pueblos de Vizcaya tenían en sus cercanías bosques de castaños de aprovechamiento común y la echada de la castaña era ocasión de fiesta y regocijo para los aldeanos, pues llevaba a sus hogares un importante elemento de su existencia. La cosecha de castaña servía no solamente para el consumo de la casa, sino que también proporcionaba un auxilio pecuniario no despreciable, pues se enviaba en gran cantidad á países extranjeros, donde se utilizaba en el doble concepto de alimento muy nutritivo y sano y de materia tintórea en la fabricación de paños y bayetas, así como hoy se aprovecha para hacer con ella una pasta con la cual se fabrican los muñecos que aquí pagamos muy caros»

Sobre Laudio añade que «En Vizcaya hay castañares muy buenos, tanto por su lozanía, como por la abundancia y buena calidad del fruto, […] Los que hay en Belenchano, entre Llodio y Oquendo, que atravesaremos luego, son muy extensos y lozanos y aunque se hallan en territorio de Álava están situados en la zona de Vizcaya» en referencia una vez más a nuestra zona de recolección.

A falta de un buen trabajo de investigación en los registros de mercancías portuarias de Bilbao, sabemos sin embargo que la exportación de la castaña a Flandes tuvo su mayor esplendor antes de fines del siglo XVII, ya que los franceses, a la vista del potencial negocio que ello suponía, plantaron bosques extensísimos de un nuevo castaño –el castaño de Indias– que fue llevado desde Constantinopla a Francia en 1615. Al ser más voluminoso su fruto, poseía más cáscara que las castañas vascas por lo que eran más interesantes. Además, la duración y el coste del porte en barco se reducían en gran manera. Así es como, sin desaparecer, sí comienzan a declinar aquellas exportaciones del preciado fruto vasco.

Hasta ese punto de inflexión que marca el paulatino descenso fue tal magnitud la exportación que, a fines del XVII, «la villa de Bermeo se había opuesto a la extracción de la castaña para reinos extraños. Pero el Señorío la había defendido alegando que era la cosecha muy superior al consumo interior y de su exportación resultaba al país el doble beneficio de lo que lucraba con su venta y de que los buques que la llevaban al extranjero se comprometían a traer de retorno trigo y otros alimentos de que carecía el país, con lo que aquí se moderaba mucho el precio de los cereales»

También en 1703 se acordó imponer un real a cada fanega exportada «…con destino al pago de réditos de censos contraídos para la fortificación y defensa de la costa el mismo Señorío: constituía un arbitrio de mucha entidad» tal y como recuerda el diario que da pie a esta reflexión.

Pero ya para 1787 nos recuerda Iturriza lo decadente del negocio usando un “apenas” que parece añorar tiempos pasados mejores: «en la actualidad apenas se cogerán en Vizcaya setenta mil fanegas anuales, de las cuales se exporta una gran parte al extranjero: en el año en que escribo este libro (1787) vale la fanega de castaña once reales».

Asimismo es digno de atención el documento que en su día nos facilitó el investigador Alberto Santana en el que se relata un plantón y bronca de unos comerciantes de castañas orozkoarras acaecido en un lluvioso 23 de noviembre de 1780. Todo sucedió porque al entregar en la lonja del embarcadero de Atxuri las 1.200 fanegas de castaña –unas 50 toneladas– el comprador quiso forzar a la baja el precio de compra acordado en 15 reales por fanega a 11, acabando la operación mercantil en un gran tumulto.

El kirikino-hesi o kortina de Irukusigieta, en Orozko, es el mayor de los conservados en Euskal Herria. Excepcional en sus medidas y aparejo, denotan un uso protoindustrial del bosque de castaños

Pero lo curioso del documento es la información añadida que aporta ya que la transacción económica se había negociado por Joachim Roussellet, mercader de Nancy –ciudad de Francia próxima a Luxemburgo– que contaba con su despacho en Bilbao y su agente local el laudioarra Manuel de Goikoetxea, quien había subcontratado con aquellos jóvenes orozkoarras la apreciada mercancía de sus castañares.

Al margen del puerto de Bilbao, también se embarcaban exorbitantes volúmenes de castaña procedentes de Enkarterri en Zubileta, punto del río Cadagua hasta donde ascienden las mareas de la ría para hacerlo navegable. Porque también esta comarca era una muy gran productora.

No en vano, es en el Fuero de las Encartaciones (1503) en donde encontramos la primera referencia a las kortinas o kirikino-hesis, aquellos cercos de almacenamiento de castañas con sus erizos, indicando además qué condiciones técnicas habían de reunir:

«…la senbradura que es hecha en monte de concejo e castannos e cortina e vivero se han de defender con seto suffiçiente […] segun costunbre antigua, ha de estar mas çerrado e mas defendido/ e ha de aber ocho palmos de ençeas en largo e vn palmo so tierra e ha de aber tres hiladas de verdugas texidas con las ençeas e/ ençima sus escajos; e si desta manera no estan çerradas, no han/ pena los ganados que entraren e fezieren danno».

Es decir, cierres de entrelazado vegetal reforzados con espinos. Y es que muchísimas han sido las kortinas vegetales de ese tipo y que por tanto no han dejado rastro en nuestro paisaje. En su momento debieron ser las más comunes ya que cuentan con numerosas referencias orales y, sin ir más lejos, mi padre mismo las ha conocido.

Un pasado glorioso para Laudio que pivota en torno a aquellos bosques de castaños de los que nadie actual parece querer acordarse: «Los castaños [de Laudio] son muy numerosos y corpulentos; así es que en ciertas estaciones del año, como por ejemplo la primavera, éste es uno de los valles más hermosos de estas provincias» como recogió entusiasmado Mañe i Flaquer (1878).

Porque a pesar de decaer el comercio con Flandes, no dejó de tener salida la castaña en otros mercados como, por ejemplo, la villa de Bilbao, cada vez más poblada. Así se entiende que en pleno siglo XIX, casi cuando aquellos muchachos aparecieron con los carros por el embarcadero de Atxuri-San Antón, la demanda hiciese que continuamente se plantasen más y más castaños que traían la riqueza al valle: «Los montes más famosos son el Yermo, Mostacha y Tardamente, poblados en su mayor parte de robles y castaños, cuya plantación aumenta diariamente y es una gran riqueza en el país» (Pascual Madoz, 1845-50).

El ocaso de toda aquella ensoñación llegó a fines del XIX, en la década entre los años 1880-1889, con la irrupción de enfermedad de la tinta del castaño que prácticamente los exterminó. Dicen que decía mi abuela (1900-1956), “apañadora” de castañas y a quien no conocí, que la enfermedad apareció en Laudio en el cruce de Barbara –entre Larrazabal y Markuartu– y que de ahí se extendió por todos los montes. Justo en el lugar en donde comienza el barranco de Balintxa, Balenchana, aquel que tanta fama había adquirido por sus ingentes cosechas. Principio y fin de una fecunda historia, cuya relevancia, ante todo, no podemos ni debemos olvidar.

Con apariencia de ser partes de madera quemada en nuestros viejos castaños, se trata en realidad la «tinta» que los llevó hasta su desaparición

Así es que comencemos hoy mismo por rememorar aquellos alegres muchachos que, para enviar castañas a las colonias cubanas de ultramar, no dudaron hace 138 años en avanzar hasta Bilbao con un espectacular y anacrónico convoy de 25-30 carros que causaron gran admiración entre los que tuvieron la fortuna de presenciarlo. ¡Lo que daría yo por verlo!

A la abuela Dominga Mendiguren Solaun (1900-1956) quien, también un 14 de noviembre como hoy, decidió dejarnos como antes lo habían hecho los castaños.  Seguro que en ese espacio para eternidad y el recuerdo andará aún colmando su kortina de Mendi, aquella que –decía– por nada del mundo debíamos olvidar

Salud, dinero y amor

GAZTAINEK BEREBIZIKO GARRANTZIA izan zuten Laudio, Okondo, Orozko eta Luiaondo herrietako behinolako ekonomian. Gosea kentzeaz gain, baserrian ohikoak ez ziren diru-irabaziak ekartzen zituen.

Eta hori guztia gutxi balitz, bikote asko sortu zen lanbide haren ondorioz, gaztaina-biltzaileak sarritan, kanpotik aldi baterako etorritako neska gazteak zirelako. Hau da, osasuna, dirua eta maitasuna zor zitzaizkiola gaztainari neurri handi batean.

Kortina edo kirikino-hesiak, bestetik, gaztaina-uzta basoan pilatzeko egindako harrizko eraikuntza batzuk dira.

Horietako baten aztarnak ikusiko ditugu, non eta Luiaondoko Legorra izeneko tokian. Datorren larunbatean (ekainak 24), 10:30ean abiatuta Luiaondoko “Otueta” Gizarte Etxetik. Hortik aurrerakoa, zoriontsua izatea ala ez, zure esku dago.

 

LA CASTAÑA FUE DE VITAL IMPORTANCIA para pueblos como Laudio, Okondo, Orozko o Luiaondo. Además de saciar el hambre, su comercio generaba unas ganancias económicas, algo poco común en nuestros caseríos.

Y, por si todo ello fuera poco, muchas fueron las parejas que surgieron de dicha actividad, ya que las apañadoras eran en gran medida muchachas temporeras jóvenes venidas de fuera. Por tanto, podemos afirmar que “salud, dinero y amor” es aquí algo debido a la castaña.

Las kortinas o cortinas (kirikino-hesiak) son, por otra parte, unas construcciones circulares de piedra que se encontraban en los bosques y en las que se apilaba la castaña recolectada.

Visitaremos las ruinas de una de ellas. En el término Legorra de Luiaondo. Este próximo sábado, 24 de junio, con salida a las 10:30 h del Centro Social Otueta de Luiaondo. Lo demás, ser feliz o no, lo dejo en tus manos.

Mila esker.

 

La kortina de Mendi

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El príncipe de los castaños preside las memorables ruinas de la kortina de Mendi

Ayer por fin conocí la kortina de Mendi, asentada en uno de los pocos espacios llanos que ofrece la ladera septentrional del monte Pagolar (722 m). Unas piedras derrumbadas en el más recóndito e inaccesible rincón, bajo un sobrecogedor castaño, denotaban el enclave que había sido pieza vital en el devenir de mis antepasados. Instante de placer inmenso, de comunión con la tierra y con la esencia de lo que somos.

Allí estaba a solas con mi padre (83 años), que volvía a aquel lugar de trabajo que, en su niñez, se encargaban de preñarlo con ilusiones. Nada menos que setenta años después de su última visita…

Tras un intento de localización fallido a la mañana, con su hermano –mi tío– Pedro (89 años), a la tarde, ya sin compañías, fue la vencida. No con poco esfuerzo y tras dar mil y una vueltas. Porque aquel “Sí hombre, cómo no voy a saber llegar” que sonaba a fanfarronería al comienzo de la aventura se transformó en sórdida desorientación: unas descorazonadoras selvas de pinos, incontables nuevas pistas para sacar madera y el cierre de los viejos caminos humillaron todos sus recuerdos y el reencuentro se intuía inviable.

Pero por fin, cuando ya íbamos a desistir, en el último desesperado intento, allí apareció nuestra bella durmiente. Habíamos por fin escuchado su angustiada llamada y estábamos deseando besarla.

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Pedro y Celes, pensativos y ansiosos por encontrarse con la memoria de su madre, setenta años después, allá en Mendi

Las kortinas (cortinas) o kirikiño-hesis como se llaman en Orozko, son unas grandes construcciones circulares de piedra en donde se guardaban las castañas con su erizo. Allí, en su interior, sazonaban absorbiendo las sales del erizo durante uno o dos meses para alcanzar un sabor inolvidable. Cuántas veces he escuchado a mis padres decir que no les extraña que no se coman ahora castañas. «¡Si no saben a nada! ¡No sabes tú lo que eran aquellas de las kortinas! ¡Qué diferencia de sabor

Por otra parte, en Laudio, Luiaondo, Okondo y Orozko las castañas fueron además fuente de riqueza, no sólo de supervivencia alimentaria: se vendían en grandes cantidades, muchas de las ocasiones para su exportación vía puerto de Bilbao hacia Flandes y otros lejanos lugares.

Mi abuela, de nombre Dominga Mendiguren Solaun (1900-1956), a la que sigo añorando por no haberla podido conocer, era al parecer una hábil apañadora, una labor normalmente femenina que se complementaba con la de los chicos que vareaban los castaños para “derramar” aquellos soñados erizos. Y llevaba en la casa la responsabilidad del uso de la kortina y de la cosecha anual de la castaña.

 

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Mis apuntes etnográficos cortejan en sentido homenaje a amama Dominga y sus padres, mis bisabuelos, en una imagen de hace más de un siglo, frente a su caserío de Markuartu

 

Ya con el cambio de los sistemas de producción del siglo pasado, desde muy jóvenes, mi padre y sus hermanos intentaron sacar algún pequeño jornal en la pujante industria, un oportunidad abierta que les sacaría de la miseria que arrastraban desde generaciones atrás en el aquel menguado caserío del que eran inquilinos. Y pronto se percataron de que el hambre se saciaba en las humeantes fábricas del fondo del valle y no en aquellas kortinas cada vez más elevadas por el empuje con el que la enfermedad de la tinta del castaño iba asesinando, laderas arriba, a aquellos misericordiosos árboles.

Aun con todo, su madre Dominga siempre les decía que, por favor, al margen de aquellos deslumbrantes jornales, nunca abandonasen la kortina, porque aquello siempre había sido la mejor garantía para sobrellevar el hambre. Que era algo muy nuestro, una labor demasiado arraigada en el alma como para permitir que nunca, ni pasados ni presentes ni futuros, lo olvidásemos.

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Restos de la kortina familiar de Mendi

Pero la historia no tenía marcha atrás y nunca quisieron aquellos resabiados muchachos saber más de aquellas paredes en lo alto del monte. Hasta ayer que, demasiados años después, la volvimos a visitar motivados por mi insistencia (estoy catalogando e investigando esas humildes construcciones), espoleado además por la emisión unos días atrás de un programa en ETB2 en el que hablé algo del tema.

Sobre la kortina de Mendi, amparándola, se exhibe vanidoso el más solemne castaño que jamás haya conocido en Laudio, desplegando unos imponentes brazos sobre el lugar, aderezándo de magia todos los rincones, mutando en excelso y monumental el más humilde de los enclaves. Alguna extraña intuición me dice que ahí hay algo más que un casual árbol sobre unas paredes caídas: aquel lugar estaba allí esperándonos desde décadas atrás. El pasado nos hacía señas: sin duda nos quería hablar.

Una vez bien reconocido el lugar por mi padre, reconfortado al recobrar el control, abandonamos sin problema el “castañal viejo” para ir a una kortina inferior y, de ahí, a “la de Tomás” [en referencia a un tal Tomás Zubiaur], la más grande y curiosa de todas, con una cabaña anexa incluso, que en su día contaba con tejado de césped (tepes, porciones de hierba con tierra volteadas y colocadas a modo de teja). Todo en ruinas pero identificable. Incluso con la portezuela de la kortina  sin destapiar, indicándonos que la última gran cosecha nunca se bajó al valle y que quedó allí abandonada, para la eternidad.

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La admirada «kortina de Tomás«

Tras hacer las fotos y mediciones oportunas, descendimos raudos por el antiguo “sendero de Potroloka”, ahora excavado por un regatillo que avanza en un entorno de maleza y que en su día era al parecer el flamante camino por el que subían con carro y bueyes a por las castañas. «Era –me dice aita– malo, porque había mucha piedra que dificultaban continuamente el avance de las ruedas». Y desde allí, ya seguros, bajamos hasta la “campa de Inuskitza” (Inúsquiza) y luego a Dibidaur y…

Allí quedan para siempre sus recuerdos porque me ha jurado que no va a volver más. Las piernas de aquel brioso muchacho que a diario subía hasta la kortina de Mendi un puchero de rancho para dárselo a sus hermanos y padres, se resienten ahora ante el esfuerzo.

Como sabe su hermano Pedro que, al no lograrlo ayer en el intento de la mañana, renunció para siempre a regresar a aquel bendito lugar.

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Sin embargo, lejos de estar apenados, una vez abajo celebramos la localización como si se hubiese tratado de un gran acontecimiento, algo especial. Estaban excitados, alegres, porque sabían que cerraban un círculo cuyo final presienten cercano. Por fin habían cumplido con el mandato de su madre, Dominga, y ya pueden vivir y morir en paz.

Ahora me toca a mí la responsabilidad de no olvidarlo y transmitirlo a mi descendencia. Y al mundo. Será todo un placer, amama Dominga… Aunque me cueste alguna lágrima cuando algún día vuelva y no estén allí mis seres queridos.

Todo esto y mucho más, ayer allí arriba, en aquel sitio al que ya no va nadie: la vetusta pero encantadora kortina de Mendi.