Castañas, almas y el odioso Halloween

Me sugerían el otro día que profundizase algo más en el triángulo existente entre el odioso Halloween, las almas de los antepasados y la castaña, fruto talismán que en estas fechas parece adquirir poderes sobrenaturales para interactuar entre el mundo que vemos y el del más allá.

Pero, en referencia a lo vasco, poco podemos contar que no sea una mera intuición o la extrapolación por comparación de otras referencias más alejadas que sí conocemos. Porque es evidente que nadie que esté vivo hoy en día ha oído hablar de aquellas lejanas creencias, creencias tomadas por tan vulgares y aldeanas que nadie se compadeció de ellas para dotarlas de eternidad en un documento escrito. No tenemos nada ni lo vamos a encontrar…

Quizá el consumo de castañas como culto a los antepasados tenga que ver con la adoración a la aparente inmortalidad o vida eterna del castaño pues, a pesar de tener el tronco viejo, hueco y sin corazón, continúa produciendo nuevos vástagos que traen frutos año tras año.

Sin embargo, no deja de resultar llamativo que en las encuestas etnográficas de inicios del siglo pasado aparezcan unas fiestas de la castaña para celebrar en el bosque la culminación de la cosecha del preciado fruto, siempre en una fecha pegante a la de Todos los Santos. O que el primer dinero conseguido con su venta se destinase puntualmente cada año a ofrecer una misa para los difuntos, para ayudar a aquellas almas cautivas en la eterna indefinición del purgatorio. Asimismo, en similares épocas (1920) y en encuestas realizadas en Zeanuri, se recoge que se recolectaban las castañas entre San Miguel (29 de septiembre) y Todos los Santos (1 de noviembre), dándose por entendido que los frutos que permaneciesen en el árbol fuera de ese período eran para esos mismos «todos los santos». Es decir, para los difuntos a los que se tiene presentes en esas fechas, más que en cualquier otro período del calendario.

Más suerte en la recogida de datos tuvieron en Asturias, gracias a unos milagrosos apuntes publicados por C. Cabal en 1925. Ahí se habla de creencias populares agonizantes, limitadas a pocas personas ya por aquel entonces, pero que debemos interpretar como la punta de un gran cúmulo de supersticiones populares que, muy probablemente, se compartirían por toda la cornisa cantábrica.

Castañas asadas en una fiesta popular

Decía en sus anotaciones que en el día de difuntos y más aún en el día anterior «…se comen las castañas en el campo a la vera de la hoguera y, al acabar, se dejan unas cuantas y se dice de este modo: «¡Este, pa(ra) que les coman les difuntos!»». Recogido en Tereñes, Ribadesella.

El mismo autor trae también a su obra otra referencia publicada en 1900 en Portugal en la que se asevera que «…en tierras de Portugal suele ponerse una mesa a las doce de la noche y colocar en ellas las castañas para la cena de los muertos» (año 1900).

Ya en fechas más cercanas, el profesor gallego Xosé Ramón Mariño, nos cita en su obra Antropoloxía de Galicia (2000) que, «fue costumbre en toda España y en Italia comer castañas cocidas y asadas en el cementerio y también en la casa» citando a varios autores anteriores. Añade que, «en Portugal, a las doce de la noche —en referencia a la festividad de Todos los Santos— ponen una mesa con castañas para los muertos» así como que «En Asturias dejan unas pocas castañas del magosto —fiesta tradicional de la castaña— para que las coman los difuntos» aclarándonos el autor que, en algunos rincones de la Galicia rural, se mantenía esa costumbre todavía en el período 1926-1965.

Fiesta de la castaña en el último fin de semana de octubre. Apilaiz (Apellániz), Araba.

Asimismo comenta que, a principio del siglo XX y en Viana do Bolo (Ourense), en la tarde del 1 de noviembre se iba al bosque a preparan la merienda del magosto a base de castañas. Al volver, los lugareños dejaban sin apagar aquella lumbre del bosque, sugestionados con la creencia de que allí se calentarían los espíritus de los difuntos que por allí pululaban por ser su festividad. Es decir, la fiesta de la castaña en esa fecha era una jornada de encuentro y convivencia entre los dos estadios de la misma realidad: la de los vivos y la de los difuntos, nunca llamados «muertos» porque, como es sabido, al fallecer no morían sino que «comenzaban una nueva vida» en otra dimensión difícilmente perceptible para los humanos vivos.

Para finalizar, ya en la red de redes, localizamos en El Correo Gallego (28 10 2007) un artículo del historiador y periodista Luis Negro Marco en el que dice que «Hasta el siglo XVII, existió la creencia de que por cada castaña que se comía el día de Todos los Santos y el siguiente de Difuntos, un alma era librada al Purgatorio».

Todo parece indicar por tanto que la ingesta de la castaña estaba en otras épocas muy cargada de simbolismo popular y que era el conducto casi mágico que ayudaba a conectar a los vivos y los seres queridos fallecidos. Y a través de ella, de una humilde castaña asada, nos asomamos hoy a un profundo pozo de arcaicas creencias, mitos y vertiginosos reencuentros con lo que desde hace milenios somos. Una muestra más que, con un poco de imaginación, nos transporta a aquel pasado en el que los vascos y otros muchos pueblos europeos éramos fieles adoradores de bosques y árboles.

No sabemos nada ya, pero todo podemos intuirlo, sentirlo o llenarlo de emociones. Porque, como dijo el gran Jorge Oteiza, «siempre el vacío, la nada, es una poética de la ausencia»

Lástima que, al contrario que en el pasado, nos resulte hoy difícil de creer que podamos hablar con nuestros antepasados para que nos cuenten aquellas vivencias de la historia con más detalle. Bueno, difícil… a no ser que comamos unas mágicas castañas.

El vino nos une

Este miércoles, como cada 11 de octubre de los últimos años, se celebra la Fiesta de los Txikiteros en Bilbao, especialmente en sus Siete Calles. A pesar de que… salvo honrosas excepciones, es uno de los entornos más hostiles para la noble afición, en donde menos se cuida el ofrecer vino de calidad mínimamente aceptable para el txikitero de a pie. Misión imposible.

De hecho, en cualquier barrio periférico de Bilbo o pueblo de Bizkaia las opciones para echar unos potes y no desguazar el estómago y la cabeza en el intento, son mucho más generosas.

No sé por qué en el entorno de “Bilbo zona cero” han renunciado al servir un buen caldo con tan solo tener que exclamar»¡un vino!». Insisto, hay buenas excepciones, pero ello obliga a tener que conocer los lugares de antemano. Quizá suceda porque sus negocios estén basados en gran medida en el «ave de paso» y el «todo vale» y no en esa «única clientela» cuya fidelidad hay que mimar a diario.

La calidad tan escasa se ve acompañada a menudo de unos precios elevados, quizá como corresponda a la city. Pero, sea como fuere, con dicha fórmula no cabe otro resultado que el de la práctica extinción del txikiteo, aquel acto de socialización que, dicen, nos caracterizaba como pueblo.

Curiosamente los medios de información y las oficinas de turismo se empeñan una y otra vez en vendernos lo contrario, en que es algo vivo y actual que vamos a encontrar por nuestros cantones. Pero es más una añoranza que una realidad.

Y para hacer que nos lo creamos sacan en los medios de comunicación algunos txikiteros de atrezzo, de postín, actores ahuecados y puestos para la ocasión que poco o nada tienen que ver con aquellas grandes cuadrillas de obligada mancha en la camisa y de afonía nocturna por no poder cantar y reír ya más.

Laudioko Los Arlotes taldea, duela urte batzuetako Txikiteroen Jaian

Quizá por ello, por ser conscientes de que tras la carroza no hay sino una calabaza, la asociación Txikiteroen Artean anda en lucha rebelde los últimos años, intentando dar la vuelta a la situación, haciendo que el txikiteo sea una seña de identidad como lo fue y no un engañoso anuncio de reclamo turístico. Supongo que no buscan la reactivación de aquellas cuadrillas de penitentes alcoholizados, sino una reinvención y actualización del acto social en sí, en el que el exceso diario sea tan sólo el de pasarlo bien.

¿Y por qué un 11 de octubre? Pues porque es la fiesta de la Virgen de Begoña a la que consideran su patrona. Y es que además, en esos recorridos de bar a bar, hay un conocido enclave desde donde la amatxu vigila los traspiés y excesos de sus hijos/as.

Aprovechando el tirón digo yo que, siendo quien es ella, ya podría obrar en algún milagro para forzar a mejorar la calidad de lo que se bebe, para engatusar a esos taberneros que, como son de Bilbao y cuidan tanto las handikerias se hacen llamar «empresarios hosteleros». Ruega por nosotras/os, Madre de Bizkaia… y recuerda cómo también tu hijo logró ensalzar el buen vino hasta los altares.

¿Pero no es la virgen de Begoña el 15 de agosto? Sí, pero tiene doble celebración. Aquí todo se ve doble si no te agarra bien la alpargata al frenar.

Cachondeos aparte, en realidad es porque un 11 de octubre, pero de hace 117 años (1903) el papa Pío X declaró a la virgen de Begoña patrona de Bilbao y de toda Bizkaia. Y es aquel acuerdo lo que se celebra mañana.

Curiosamente, en aquel 1903, Begoña no era aún Bilbao ya que era una anteiglesia independiente con tres barrios: el de Begoña propiamente dicho, Bolueta y Santutxu. No fue hasta 1925 cuando se incorporaron al Bilbao que hoy conocemos… Ni 100 años. Pero no se los digáis a los que allí viven [y menos a mi suegra y cuñados, «de Santutxu-Bilbao de toda la vida»], ahora más bilbaínos que nadie, más papistas que el mismo Pío X.

Fuera de bromas, esa añoranza «bilbainista» tiene su razón de ser: la medieval villa de Bilbao se fundó (1300) sobre unas tierras que eran de la primitiva Begoña, una especie de expropiación forzada.

Begoña era por aquellos años de la canonización (1903), el lugar de expansión que necesitaba la villa de Bilbao, angustiada en aquellos limitadísimos terrenos junto a la ría. Begoña era el lugar de lo rural (baserri) frente a lo urbano (kalea), el solaz al que acudían en masa los bilbaínos, a beber fresco txakolin en las bodegas/merendero de nombre igual al del producto que en jarritas de medio cuartillo servían; allí iban a cantar y a encontrarse con “lo auténtico” que abajo no existía. Entorno en donde aún se hablaba aquel euskera que tan castizo y hasta gracioso parecía a los “kalekumes”. Son esas las tardes que idealiza Arrue en sus cuadros… Ay, Arrue…

Pues sin más divagaciones, que todo nos vaya bien en la fiesta y que recuperemos un poco la esencia de lo que somos. Nada de actores y sí más de interiorización de lo popular y del acto social que supone el txikiteo.

Por mi parte sólo dos favores a los organizadores, la asociación Txikitero Artean, a la que tanto tenemos que agradecer: uno, que eliminen ese extraño “festa” de la denominación del evento en euskera, porque además de ser horrible no nos es propio en los entornos bilbaínos. Txikiteroen jaia sin duda agradaría más a la amatxu de Begoña y a los libadores de taninos que en algo sientan su tierra.

Y, por otra parte, que luchen en cuerpo y alma para que la calidad del vino de poteo sea algo que pueda consumirse sin morir en el intento, sin que sea una actividad de riesgo: predicad en esos grises tugurios que no es sólo cuestión de palear al cliente sino de ofrecerle un vino con el que vaya a casa alegre, sintiéndose dichoso por los inmejorables momentos que ha pasado allí con sus amigos de siempre. Porque el vino nos une. Y si es bueno… mucho más.

¡Venga, saca otra vuelta! ¡La última!