El despertar del oso vasco

Cualquiera de nuestros agricultores y ganaderos nos dará fe de que es a partir de estos primeros días de febrero cuando por fin empiezan a reverdecer la hierba, los bosques y el campo en general. Es el lapso anual en el que el paulatino aumento de las horas de luz tiene ya la suficiente fuerza como para sacar del letargo a la naturaleza yacente, para insuflarle de nuevo esa vida que hará que otro ciclo arranque, que todo se mueva para seguir en el mismo lugar. Es, por otra parte, el punto intermedio entre el solsticio de invierno y el equinoccio, es decir, cuando había que hacer el último y más humano esfuerzo.

Maravillados con la grandiosidad e importancia que aquellos indicadores, nuestros antepasados lo celebraron cíclicamente, al igual que si se tratase de una auténtica resurrección. Y, no queriendo perderse el acontecimiento y sabiéndose beneficiarios del renacer anual, asistían con su ayuda a la madre naturaleza, como si de un gigante parto se tratase. Al igual que un joven vigoroso debe ayudar siempre a su anciana madre, así lo hacían los humanos con aquel universo que desde el inicio de los tiempos les acogía, alimentaba y daba vida.

Pero, una vez más, dejamos de soñar en algún lugar del camino. Y ya no convivimos como antes con la naturaleza. Ya no es un familiar con el que ansiemos reencontrarnos para conversar un rato. Ya no: somos modernos. Y modernas. Ahora sólo hablamos nosotros, en un irreverente soliloquio, sin escuchar a nuestro entorno salvaje. Porque, nos guste o no, ya no somos lo que éramos.

Resto de aquellas embriagadoras celebraciones prehistóricas tan sólo nos quedan unas fiestas religiosas, bastante fatuas hoy en día: la Candelaria, San Blas y la víspera de santa Águeda, 2, 3 y 4 de febrero respectivamente. Y, una vez más, se encuentran difuminadas y desfiguradas por la gran barredora de creencias que ha sido el cristianismo. Pero vayamos por partes, a ver qué podemos entresacar de lo que hasta nosotros ha llegado.

En el día de hoy, 2 de febrero, empiezan unas jornadas prodigiosas con las que, como hemos adelantado, se activaba el interruptor de la vida. No había más que observar e interpretar las señales de la naturaleza. Por eso, en toda Europa, existe la creencia de que el día de hoy era cuando despertaban los osos tras pasar el invierno invernando en su cubil y salir al exterior, a afrontar de nuevo la vida. El oso… tan recordado, sin que hoy lo sepamos relacionar, en los personajes de nuestros carnavales rurales.

El recuerdo de aquella creencia —y seguro que también realidad— lo recoge Oihenarte entre sus sabios Refranes y Sentencias de 1596, cuando los osos aún eran habituales en nuestros bosques: «Otsailean urteiten daroa arzak lezerean«, con su equivalente en castellano del mismo autor ‘En hebrero (sic) salir suele el oso de la cueva’.

Tampoco es casualidad que, al otro lado del océano, en Norteamérica, se celebre hoy el conocidísimo Día de la Marmota, similar a la creencia europea del oso, ya que sale de su estado de hibernación. Según la tradición popular de aquellas comunidades rurales, si la marmota abandona la madriguera, el invierno está a punto de acabar. Si por el contrario se mete de nuevo, significa que el invierno durará seis semanas más.

Aunque lejana en la distancia, no está aquella traición muy distante de lo que se ha practicado en nuestra Euskal Herria. Ello quiere decir que, aquí o allí, tienen todas esas costumbres un sustrato cultural común, lo que nos retrotrae a las más antiguas edades del ser humano.

Y es que, efectivamente, también el día de hoy (Candelaria en español y Kandelero, Gandelero, Kandelario… en euskera) lo hemos usado los vascos para adivinar cómo nos iban a tratar los designios meteorológicos: «Kandelero bero, negua heldu da gero, kandelero hotz negua joan da motz«, «Kandelarioz elurra, joan da neguaren bildurra«, «Kandelarioz eguzki, negua dago aurretik«, «Ganderailu hotz, negua iraganik botz; ganderailu bero, negua gero» o «Ganderailuz bero, negua Bazkoz gero«… Como cuando duda la marmota, como cuando despierta el oso…

Tan sólo un día más tarde, el 3 de febrero (San Blas) es la referencia adivinatoria para la vecina cultura castellana: «Por San Blas la cigüeña verás; y si no la vieres, año de nieves«. Insistimos de nuevo en que todo ello forma parte de lo mismo, de lo más esencial del nuestra cultura, de la infinidad de signos naturales que nos envía el universo natural para indicarnos que algo nuevo ha echado a andar.

Pero volvamos a la antigüedad, que la historia es más bonita de lo que creemos…

2 de febrero… conocida como «La Candelaria» o «Fiesta de las Luces» era una celebración antiquísima, pagana, que no fue aceptada en la liturgia del occidente europeo hasta bien entrado el siglo VII. ¿Y anteriormente?

En realidad la celebración de nuestra Candelaria suplantó a otras celebraciones paganas anteriores y que se conocían con el nombre de Lupercalias. Se celebraban en todo el ámbito del Imperio Romano y eran ya por aquel entonces costumbres populares arcaicas.

Al margen de otros detalles, hay uno que nos interesa en especial y sobre el que no se ha reparado. Entre los rituales practicados en aquellos festejos, jóvenes cubiertos con pieles de animales danzaban rítmicamente mientras que, con las manos o palos, golpeaban la tierra y la vegetación, para que despertasen. Se creía que así, estimulándola, se garantizaba la fertilidad y fecundidad de la tierra y, en consecuencia, llegarían tiempos de bondad para los humanos y animales.

El ritual se practicaba sin la presencia del sol, siempre de noche, a la luz de antorchas y velas. De aquella remota costumbre nos viene la de bendecir el día de hoy, el de la Candelaria o Día de Candelas, las velas que de por sí adquieren poderes mágicos. Nada lejano pues, sin más, lo han practicado mis padres… Se encendían aquellas velas bendecidas el día de hoy cuando era necesario espantar una tormenta, cuando ésta amenazaba con destrozar la cosecha; también servía para ayudar a sanar a las personas o animales enfermos o para, volviendo a las ofrendas a tierra, echar algunas gotas de su cera en los huertos y así procurar una cosecha abundante y saludable, preservada de desgracias. Magia en estado puro…

Pero volvamos a aquellos rituales precristianos que hemos dejado a medias… ¿No os es demasiado semejante lo del ritual de las pieles a la espalda, para convertirnos por momentos en animales, con nuestras vestimentas de carnavales? Sin duda hablamos de lo mismo.

Para finalizar, también os quisiera invitar desde estas líneas a que el sábado cantéis o gocéis de los coros de Santa Águeda. Yo sí lo haré, como desde que era un niño lo he hecho. Si cantáis, probablemente sin ser conscientes de ello, estaréis reviviendo dos mil años después aquella costumbre de golpear la tierra para que despierte. Para estimular a la madre naturaleza, un año más, de nuevo de noche, otra vez a la luz de una vela. Ya no tan jóvenes como marca la costumbre pero seguiremos saboreando en toda su intensidad lo que estos días han significado para nuestros antepasados. Porque el que no vea en ellos más que unas celebraciones cristianas, con todos los respetos, es que no se ha enterado de qué va la fiesta…