Los árboles que sanaban niños en el día de San Juan

Tenía que ser exactamente en la medianoche de la víspera de San Juan, reconfortados en la espera con la calidez desprendida de los rescoldos de la aún humeante fogata. Justo en el preciso momento en que comenzaba el día de todo el año en que con más altanería lucía el sol: el 24 de junio, festividad de San Juan. Es ahí cuando se da un curioso ritual conocido también fuera de nuestras fronteras, que fusiona el culto al sol con el de los árboles, para atribuirles en su conjunción un poder sanador más cercano a la magia que a la religión, por mucho que lo quisieran disfrazar con el culto a San Juan Bautista. Sin duda, un recurso desesperado frente a la impotencia que generaba la falta de salud y la alta mortandad infantil.

Curiosamente documentamos uno de esos casos en el pueblo de Laudio de hace un siglo, aquel que fue y no es, pues en la actualidad es un ritual absolutamente desconocido.

Ya nos avisa R. Mª Azkue de esta extraña costumbre que se daba en el país de los vascos: «Para curar un niño herniado, la víspera de San Juan a media noche suelen levantarle hasta la copa de un roble dos Juanes en algunos lugares; en otros, tres Juanes; en alguna parte, Juan y Pedro. Y mientras suenan las doce campanadas del reloj, suelen mover al niño de mano en mano entre exclamaciones de tori (toma) y har ezak (recíbelo), har ezak (recíbelo) y tori (toma)».

No recoge sin embargo, la variante —también practicada en otras zonas de Vasconia— de abrir el árbol y pasar la criatura por la hendidura para que sanasen ambos a la par, transmitiendo el potencial vital y regenerador del árbol al chiquillo/a.

Grabado que representa el ritual de pasar un bebé por el árbol sanador en la noche del día de San Juan en Castilla

Y ese es casualmente el curioso —incluso extravagante— testimonio que un tal Isusi envía al investigador José Miguel Barandiaran desde Laudio en 1935. Relata el informante lo que en su día le contó su convecino Jorge Ibarrondo Galíndez, un afamado carretero y acérrimo carlista laudioarra nacido en el caserío Zabalaberrio en 1856 (bisabuelo de la actual directora del instituto Laudio).

La nota textual dice:

«Día 24 de junio. San Juan. 1º Si este día se quiere curar a un niño de la hernia, dicen que no hay más que abrir con un hacha el tronco de un laurel y que tres Juanes pasen al niño por la abertura mientras el reloj da las doce. Para que el resultado sea favorable, se requiere que el laurel que ha sido abierto no se seque.

El vecino de Laudio, Jorge de Ibarrondo, me relató un cuento referente a lo dicho, ocurrido cerca de su caserío.

Dice que Juan Ibarra, Juan Zubiaur y Juan Larrazabal (este último en duda) tomaron a un niño loco (por lo visto, el remedio también sirve contra la locura) y verificaron la operación con un laurel de Julián Zubiaur, vecino del relator y de los otros tres Juanes.

El laurel aún existe y cuenta que también el niño se puso bien.

Las palabras que dijeron al hacer la operación son: «tómalo Juan el 1º, dámelo Juan el 2º y tómalo Juan el 3º (no sé si dirían en vascuence porque es muy fácil que a mí, como sé poco vascuence, me lo dijese en castellano)»».

Restrospectiva (1965) de Zabalaberrio en Laudio. En sus cercanías se hizo, seguramente por última vez, el ritual del árbol sanador. Lo relató Jorge Ibarrondo Galíndez, de dicho caserío.

Podríamos extendernos mucho más para añadir que el laurel es desde la época clásica venerado como árbol divino, especialmente relacionado con el culto al sol y al fuego. No en vano era el usado para renovar los fuegos de la casa, el suberri, porque frotando dos de sus maderas entre sí pronto aparecía el fuego. Era también elemento adivinatorio porque «si cuando se quemaba ardía con ruido, creían que denotaba felicidad […] Pero si se encendía callada, era triste agüero» según nos contaba Garcilaso de la Vega. En resumen, este árbol —entre los clásicos atribuido a Apolo— era mágico y sobrenatural como ninguno ya que «Tenían los antiguos que el laurel era contra los demonios y que encendido les daba fuerzas para adivinar. Declaraban con el laurel santidad y cordura, que son cosas que habemos de pedir de veras a Dios» (Ana Mª Alarcón, 1980).

Al laurel se le han atribuido cualidades mágicas y sobrenaturales desde la antiguedad. Es el símbolo del sol y del fuego y con él se prendía el fuego renovado del hogar

Podríamos extenderno mucho más, sí… Pero quizá sea mejor no hacerlo y centrarnos en gozar con la intensidad que se merece este día mágico del sol. Porque es especial y único como ninguno. Feliz jornada de San Juan.

Ritos de fertilidad en el roble de Atxondo

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Acabo de escuchar en la radio que hoy, desde hace unas horas, estamos en primavera. Vaya… A mí me ha hecho bastante gracia porque, sin quitar ningún mérito a astrónomos y wikipedistas, la primavera ya había llegado a Okondo (Araba) hace una docena de días.

Y es que allí marca esos acontecimientos, desde siglos atrás, el roble de Atxondo, un personaje popular del valle al que todo el mundo allí observa para ver qué cuenta sobre el cambio de estación: nada de aburridas fechas fijas, previsibles e invariables. Porque en Okondo la entrada de la primavera es algo en movimiento, rebosante de vida, una jerarquía de verdor con la que el roble de Atxondo hechiza al resto al bosque.

Casualmente esta semana pasada he estado dos días por allí. Pregunté como siempre a algún que otro lugareño mayor. A cualquiera, porque allí todo el mundo lo tiene interiorizado y es dogma de pueblo: en todo el monte, en todo el municipio, el viejo árbol de Atxondo es el que primero despierta. Y su verdor destaca a kilómetros de distancia sobre el resto de la naturaleza.

Hasta ahí, todo muy curioso. Pero lo llamativo es que antiguamente se debieron relacionar esas peculiaridades que lo hacían diferente a la hora de desperezarse del invierno con el despertar y la prosperidad de los humanos. Y así, se le atribuyeron dones especiales en lo referente a la fertilidad y robustez que pronto aprendieron a gozar los locales.

Publicaba Antón Erkoreka hace ya 25 años (Kobie) que “Muchas culturas atribuyen a los árboles una cualidad fertilizante (Frazer 1981, 153-154). En Euskal Herria sólo conozco un ejemplar de «arbol de la fertilidad» que es el llamado «árbol de Atxondo». Este espléndido ejemplar de roble se encuentra a la vera del antiguo camino entre Okendo [sic] y Llodio (Álava) y era el lugar donde acudían las mujeres de los contornos a dar a luz con el fin de que sus hijos nacieran sanos y robustos”.

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Si ya es intrigante la exposición del investigador bermeotarra, mi amigo y compañero Juanjo Hidalgo amplió un poco más la información y la divulgó a través de la añorada revista AUNIA.

Contaba recogiendo las palabras de un vecino ya desaparecido, Manu Ulibarri, que las mujeres de Okondo y de los barrios más cercanos de Laudio peregrinaban hasta Atxondo para pedir al roble salud y vigor para sus hijos. También jóvenes embarazadas a punto de parir, que acudían a rozarse con el gigante, en especial en esos días que, como ahora, estrena ropaje verde el venerado roble.

Y hay hasta quien, por el enorme impacto que le produjo la visión del tan renombrado árbol, se puso allí mismo de parto. Nos recuerda J. L. Urruela (Okondo) que «Meltxora Linaza Isusi, si mal no recuerdo, fue la única persona de la cual se tiene constancia fehaciente de que naciese bajo el roble. Era tía de mi aita, Juan Urruela y nació el 24 de febrero de 1886«.

Son historias que nos repetirán sin titubear los ancianos del lugar, rituales que por razones cronológicas, ninguno ha presenciado pero todos han heredado. Es tan conocido en el valle que durante algunos años incluso se llegó a hacer en torno al árbol una pequeña fiesta, una especie de basaratuste o kanporamartxo en la que se comía tocino asado, regado con buen vino y mejor txakolin. Con txistu y aurresku bailado al árbol. Algo, dicen, memorable.

Cosas de la vida, aquel terreno pasó de ser público a privado. Y, viendo que poco importaban ya aquellas patrañas de viejos, hace quince años cortaron a motosierra los robustos brazos del mítico roble, para que agonizase hasta su indefectible muerte. Y dicen que allí quedó llorando, inválido, humillado, amargada la savia que fluía por su alma

Pero no contaban aquellos insensatos con que el roble de Atxondo era la fertilidad en estado puro. Y, cual ave fénix, se obró el milagro e hizo rebrotar nuevos vástagos que hoy señalan su verde presencia dos semanas antes que cualquier otro roble del bosque. Igual que en los últimos siglos.

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Como cada año, hace un par de semanas que entre los okondoarras ya se cruzaron el consabido aviso: “Ya se ha jodido el invierno: ya es primavera. Ya está verde el árbol de Atxondo”.

A mí también me lo dijo el otro día un conocido lugareño, exultante con la buena nueva, reubicando su txapela, frotándosela en un movimiento circular. Se le notaba dichoso, afortunado por ser testigo de todo ello un año más.

Mi visita acabó además del mejor modo posible: al lado de un fuego bajo, con unas alubias y unas patas de cerdo en “el mesón” del lugar. Únicas también en toda Euskal Herria, como su roble.

Así es que, sin que nadie se ofenda, no me vengáis con celebraciones ni cuentos de que hoy ha empezado la primavera. Y encima un lunes… ¡Anda ya!