El parto de la Vijanera

Cuando en un tema de investigación no tenemos datos lo suficientemente sólidos como para salir de la más peregrina especulación, lo ideal es contrastar el fenómeno que nos interesa con otros similares y así, por simple comparación, dilucidar algunas carencias del primero o proponer algunas nuevas interpretaciones.

Con esa intención, la de enriquecer el conocimiento de los carnavales y ritos de invierno de nuestra geografía vasca, viajé hasta Silió (Cantabria, entre Torrelavega y Reinosa) a visitar la Vijanera, una sobrecogedora mascarada rural que pasa por ser uno de los más madrugadores carnavales —el primer domingo de enero— de los que se celebran en Europa.

Por medio de diversos personajes y actos, los vecinos del lugar escenifican la eliminación de lo nocivo del año saliente y se preparan, tras purificar el entorno, para recibir al nuevo año que nace allí mismo en forma de animal, símbolo de prosperidad y bonanza. Son prácticas que se remontan a los orígenes de nuestras culturas, con varios siglos de antigüedad. Por ello sentí al escuchar aquellos atronadores cencerros que estaba conectando con algo muy íntimo y sensible de mi existencia y antepasados, con unas emociones que habían permanecido hasta entonces ocultas para mí. A ver si os gusta.

No había justificación posible. Salir a la carretera en plena alerta amarilla por vientos y lluvias, desoyendo todos los avisos e inmerso en unos aguaceros que arreciaban sin cesar era una imprudencia de manual, se mirase como se mirase. Por no hablar del feo imperdonable hecho a la familia a quien planté en el encuentro propio de la fecha. Ganando puntos… Pero a estas alturas me da ya igual acabar en el infierno cuando me llegue la hora. Porque no podía pasar un año más sin vivir y sentir la Vijanera, aquel carnaval rudo y tempranero con el que tanto había soñado.

Así, en la jornada de Reyes, a media mañana y aún relamiendo el roscón del desayuno, me eché a la carretera para hacer los 165 km que me separaban de la rural población de Silió, en el municipio cántabro de Molledo, en donde se había de producir el ritual de la Vijanera un año más.

Y allí estaba yo, con la única compañía de mi soledad, deambulando la tarde y noche anterior a la fiesta por entre aquellas casas humeantes, con la incesante nieve que ya caía sin compasión. Porque para sentir estas cosas, para que te conmuevan y zarandeen las entrañas, hay que vivirlas así.

Algún mayor del lugar me susurró que los jóvenes de la Vijanera estarían toda la noche de fiesta y que podría unirme a ellos. Pero no buscaba bullicio sino clausura emocional. Dejaría para ellos su vigilia, para que ayudasen a romper al amanecer del nuevo día, el de la fiesta, siempre el domingo siguiente al día de Año Nuevo.

Sea como fuere, ya a las seis de la mañana retumbó el primer cañonazo de pólvora que, en una noche negra como pocas y con unos aguaceros incesantes, sonó esperanzador pues daba a entender que ya comenzaba un nuevo día: el esperado. Me encontraba en la más estremecedora soledad, en una autocaravana, en las afueras del pueblo, en medio de la nada. Otro bombazo y otros más hasta que la tenue luz rompió el día. Y más… se intuía que la jornada iba a ser alocada.

Por más que había intentado informarme en el pueblo la tarde anterior, nadie era capaz de precisar nada de la mascarada, porque ni los mismos organizadores deben saber a ciencia cierta cuál será el recorrido exacto de los primeros personajes ni los horarios. Todo se improvisa. Así es que poco a poco fuimos los visitantes y locales apostándonos por diversos puestos desde los que, con un poco de suerte, poder inmortalizar la fiesta con nuestras cámaras.

La Vijanera es un carnaval rural de gran raigambre y que, a pesar de celebrarse antiguamente en otros pueblos de la comarca, hoy pervive tan sólo en Silió.

Se recuperó tras un lapsus impuesto por la prohibición expresa del franquismo. Para rememorar aquel carnaval previo al dictador, quizá la mejor referencia sea la ofrecida hace más de un siglo por Hermilo Alcalde del Río (Las pinturas y grabados de las cavernas prehistóricas de la provincia de Santander, 1904). Dice así:

«El último día del año [como vemos la primitiva coincidía más rigurosamente con el inicio de año] se celebra en determinadas aldeas una fiesta llamada de la vijanera o viejanera, que consiste en ciertas danzas que pudiéramos denominar salvajes. Al romper el día, los individuos que toman parte activa en el festival y que suelen ser los dedicados al pastoreo principalmente, se lanzan a la calle cubiertos de pies a cabeza con pieles de animales y llevando colgados a la cintura innumerables cencerros de cobre. Enmascarados con tan original y salvaje disfraz, corren, saltan y se agitan como poseídos de furiosa locura, produciendo a su paso un ruido atronador e insoportable. Entregados a este violentísimo ejercicio pasan el día, y entre ellos será el héroe de la fiesta quien haya derrochado mayor energía y agilidad en sus movimientos y sea el último en rendirse al cansancio. Al caer la tarde se congregan en el límite fronterizo a la aldea vecina, sin traspasar los linderos que las separan, y allí esperan a los danzantes de ésta, si en ella se ha celebrado igual festejo. Cuando se encuentran de frente ambos bandos, se preguntan en alta voz: ‘¿Qué queréis, la paz o la guerra?’ Si los interrogados responden ‘la paz’, avanzan unos y otros, se confunden en fraternal abrazo y dan principio seguidamente a la danza final. Si, por el contrario, la respuesta es ‘la guerra’, lánzanse los unos contra los otros y se muelen a golpes hasta que sus cuerpos, ya rendidos y quebrantados por el ejercicio del día, dan por tierra tan bien asendereados y maltrechos, que es precisa la intervención de los vecinos pacíficos para irles transportando a sus hogares. Y así es como termina esta fiesta que, hoy, ya sólo en muy contadas aldeas se celebra».

En su desaparición debieron tener su influencia las críticas por parte de las autoridades clericales y las civiles, que no veían con buenos ojos la actuación de aquellos pastores asilvestrados. En la cercana población de Arenas de Iguña [donde se perdió para siempre la Vijanera] se recoge su prohibición en las ordenanzas locales de principio del XX: «…se prohíbe terminantemente lo que en los pueblos de este distrito se llama Viejenera con pellejos y campanos, por parecer impropio de un país culto y los perjuicios que se ocasionan al vecindario y en mayor escala a los transeúntes. Los contraventores incurrirán en la multa de una a dos pesetas, sin perjuicio de lo que proceda por la inobediencia».

Sin embargo, tan sólo medio siglo atrás, no parecía en absoluto turbar a las autoridades: «Se dio a los mozos de La Vijanera diez y siete reales por media cantara de vino blanco» (acuerdo del concejo de La Serna de Iguña, 1853). La Iglesia, por el contrario, siempre fue beligerante con esta costumbre: «…unos feos mascarones semejantes y aún más ridículos bichos que los que se visten de disfraces por Carnestolendas […] Los bichos más ridículos que los que se visten de disfraces por Carnestolendas deben corresponder a los del 1 de enero cuya tradición se mantuvo viva durante la Edad Media, según acabamos de ver…» dictaminó nada menos que la Inquisición en 1786.

En la actualidad es una celebración con fuerza, bien organizada y que atrae anualmente a infinidad de curiosos. El otro día tomaron parte unos 170 participantes que adoptan las formas de diversos, innumerables y complejos personajes, cada uno con su función. Todas las figuras —también las femeninas— están reservadas a los hombres que no dudarán en ataviarse para parecer lo más femeninos posible. Esta característica no debe interpretarse como fruto de una supremacía social masculina sino algo más profundo ya que, por lo general, en todo ritual de fecundidad, de incitación a la activación de la naturaleza, etc. corresponde a lo masculino, por considerarse la naturaleza, con su flora y fauna, femenina.

En este mismo diario Deia, hemos leído interpretaciones diferentes al respecto (Juan Antonio Urbeltz: Carnaval de langostas), respetables, pero que, ante la presencia de ciertos elementos nos invitan a pensar en la interpretación clásica del despertar de la naturaleza.

Antiguamente la Vijanera se celebraba el último o primer día del año. Con ello entroncamos con aquellas costumbres que ya se amonestaban así: «No se permite hacer el becerro ni el ciervo el día 1 de enero, ni celebrar costumbres diabólicas».

También me parecieron a mí diabólicas las dos interminables horas de espera apostado junto a una alambrada. Pero, por fin, irrumpieron montaña abajo unos extraños personajes que simulaban ser animales, árboles… No dudaron en pelearse y revolcarse entre los prados totalmente encharcados, frente a nuestra atónita mirada. En teoría se escenifica el apresamiento del oso, la representación de la maldad. La irrupción del temido plantígrado da inicio a la fiesta y, tras pasear encadenado por todos los escenarios de la mascarada popular, será ejecutado. Es este violento hecho el que pone punto y final a los actos de la Vijanera, por entenderse que el bien ha subyugado y vencido al mal.

Todos los personajes parecían agitados y enardecidos por el rítmico e incesante sonido de los zarramacos , los personajes más notables de la fiesta, provistos de grandes zumbas (‘campanos’) bien sujetas a sus espalderas de piel de oveja. También las pocas horas de sueño –si las hubiese– ayudarían a hacer volar a ese personaje, lejos de la persona que lo porta, como si se tratase de un desdoblamiento de personalidad.

Estremece el pensar que restos fosilizados de estos carnavales existen por toda Europa, guardando grandes similitudes entre sí, lo que nos habla de su arcaísmo. O referencias tan antiquísimas como las de San Agustín (354 – 430) sobre las fiestas de inicio del año y que nos asoman a la vertiginosa negrura de los tiempos: «¿Hay locura mayor que la de cambiar, con un vestido deshonroso, el sexo viril para adoptar la figura de una mujer? […] ¿Mayor que vestirse con una piel de animal, semejarse a la cabra o al ciervo, de forma que el hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, se parezca al demonio?».

Al margen de estos personajes que descienden de las montañas, otros flanqueados por sus correspondientes zarramacos hacen enloquecer mientras tanto el casco urbano, esperando juntarse con aquellos que poco a poco descienden de las empinadas laderas, para fundirse en un solo grupo hasta el final de la fiesta.

Una vez reunidos, todo se transmuta en locura y nada tiene sentido aparente. Como imbuidos por el infernal sonido de los cencerros, los zarramacos parecen entrar en una especie de trance en el que se mezclan la agitación convulsiva de sus cuerpos con la extenuación física, lo diabólico con lo humano. La lluvia incesante añadía más vistosidad al acto, empapados y con chorros de agua que limpiaban su negra tez según se deslizaban por el rostro.

Corren todos a “la raya”, el límite de Silió con el pueblo vecino para reclamar la territorialidad al desafiante grito de «¿Queréis, la paz o la guerra?» un límite que a través de la historia se ha ido pugnando con diferentes poblaciones.

Hoy, sin enemigos que hagan frente a la comitiva, todo es alborozo al sentirse vencedores. Atronan entonces los cencerrones quizá para olvidar que en situaciones similares se daban antaño grandes heridos e incluso muertos en estas contiendas.

Acto seguido se regresa al centro del pueblo, todo ello inmerso en un ambiente de hilaridad desatada y de cierto punto grosería para con el visitante, al que pueden llegar a empujar o dar algunos golpes con un palo o con piezas empapadas en agua: una generalidad más de todos los carnavales.

En un lugar determinado, se da lectura a las coplas preparadas para la ocasión y que cantan varios personajes. Hacen afiladas críticas a gobernantes, sociedad, violadores, actuaciones políticas, laborales… que son aplaudidas con gran entusiasmo por medio de los enloquecedores cencerros. Así se pone fin a lo malo del año anterior y se prepara todo para el parto del año nuevo, simbolizado por un grotesco personaje que, atendido por los médicos, da a luz a un animal, como símbolo de prosperidad para el año entrante. Se trata del «parto de la Preñá«. En esta ocasión un lechón de cerdo –muerto– apareció de entre las entrañas de aquella simulada parturienta de piernas varoniles enegrecidas de vello. No había nada que temer ya al nuevo año…

Con los cuerpos cada vez más exaltados por el alcohol ingerido, bajo la románica iglesia de San Facundo y San Primitivo se da muerte al oso que, en el caso del otro día, no dudó en yacer sobre los charcos y bajo una incesante lluvia. Para colmo de males, los niños apaleaban a esa figura que representa el mal, sin recordar que dentro de esas pieles había una persona de verdad…

En el cercano bar, unas muchachas cantaban piezas que, al son del pandero, hacían perder el juicio a los zarramacos, ya totalmente entregados al desfase, al exceso y al desfallecimiento.

Y en ese preciso instante me percaté de que, finalizado todo el ritual de la muerte del año anterior y el nacimiento del nuevo, nada pintaba allí y que debía regresar a la carretera. A pesar de que el que había hecho de médico en el parto me insistía con un «¡No me jodas, boinista! [en referencia a la txapela que cubría mi cabeza] ¡Quédate que ahora llega lo mejor! ¡No marches y vas a ver qué fiesta nos montamos!». Pero no era aquel mi lugar y sí el suyo

Por eso decidí dejar atrás a los sobrecogedores personajes de la madama, el mancebo, el marquesito, los trapajones o naturales, los traperos, el oso y su amo, el pasiego y la pasiega, el caballero, la Pepa o Pepona, el médico, la preñá, el húngaro y las gorilonas, el viejo y la vieja, los danzarines blancos y negros, el caballero, la giralda, las gilonas, la zorra, el zorrocloco, el ojáncanu, los guardias, los guapos, el afilador, la pitonisa, la bruja, el diablo… que me habían hecho compañía todo el día.

Con el alivio de descalzarme por fin las botas de goma y tras picar algo, ya en el crepúsculo del día, acometí el recorrido de los fatigosos 165 kilómetros de regreso hasta casa.

Pero fue algo más. Una sensación de emerger de un mundo onírico e irreal, de la profunda sima del tiempo de nuestra historia.

Ya en casa, dormí muy agitado, con apariciones constantes de personajes vijaneros en mis pesadillas, con zarramacos que no dejaban de ensordecerme y con extraños y recurrentes sueños eróticos, como si de una llamada a la fertilización fuesen.

Todo acabó con el sonido del despertador. Conduciendo hacia el trabajo en este día de regreso a la normalidad tras las vacaciones navideñas no daba crédito a lo vivido, en una perturbadora amalgama entre la realidad y lo soñado que de la que aún no he conseguido desligarme.

Eso sí, cada vez soy más consciente de que en ciertos momentos hay que entregarse a los insensato, a lo temerario, a la locura… como el ir a conocer la Vijanera en pleno temporal y vivirla desde dentro solo…

Dedicado a la memoria de Martín Mugurutza Mendiguren, tío, sangre de mi sangre, que nos dejó para siempre el 31 de diciembre. Como en la Vijanera, apartó lo funesto de la vida vieja y se adentró en un nuevo estado de eternidad y descanso. Por la sabiduría que me aportaste. Por llorar juntos las ausencias de seres queridos. Por las raíces. Por ti…