Corazones que no se rinden

 

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Como todas las minorías, que viven encerradas en sí mismas, la clase dirigente crea su propio código de comunicación, su jerga particular. No suele ser un lenguaje elaborado, más bien es pobre, una retórica de persuasión muy simple. Lo fundamental es su repetición, porque de otra forma no tendría relevancia. Como los anuncios, su mensaje se basa en su exagerada redundancia más que en su esencia. La clase política es uno de esos grupos con dialecto propio. Podría hacerse un diccionario de términos usados constantemente en los medios de comunicación y en sus discursos. Me detengo en uno de los más frecuentes: normalidad. Por normalidad entendemos aquello que cabe dentro de lo aceptable en la sociedad y no desequilibra la diversidad y el horizonte de una comunidad. Sin embargo, su sentido en política es perverso.

La normalidad es lo que no inquieta. Lo que puede hacerse sin riesgos. O lo que da aparente seguridad; pero es falso. No hay concepto más conservador, al menos en política y gestión, que la normalidad. Se usa cuando no sucede nada. Y eso es lo malo, cuando no ocurre nada diferente a lo conocido y habitual. La normalidad es la oposición de lo nuevo y el cambio. Es una actitud anti innovadora. Es la negación de la utopía, una cierta desesperanza. La normalidad es el mantra de la política previsible, la que se construye sobre el mero sostenimiento del poder. Lo que justifica sus mermas e insuficiencias. La política que presume de normalidad la hacen los mediocres. Porque nada en un mundo tan desigual e injusto y en una sociedad como la vasca, con graves problemas y tantas ilusiones pendientes de cumplimiento, puede aceptarse la política de la normalidad con todos sus límites. Es una aceptación sumisa y cobarde de una realidad vulgar e inexorable.

Para la política actual la normalidad es un concepto positivo; pero no lo es. Es una trinchera. Un virus paralizante. Si aceptamos la situación de Euskadi dentro de la normalidad es que hemos asumido que España es un Estado válido, cuando es básicamente un Estado fallido, con dos hechos nacionales que ponen de manifiesto su fracaso, Catalunya y Euskadi. ¿Cómo puede ser normal que solo con arreglo a la ley, nacida de una Constitución fraudulenta, redactada bajo la presión de los poderes residuales de la dictadura y en un ambiente de miedo e ignorancia social, que España se mantenga en su forzada unidad negando a vascos y catalanes el más elemental ejercicio de la democracia? ¿Qué normalidad puede existir en una realidad ficticia y agresiva? Cada vez que oigo a un político, de aquí y de allí, hablar de normalidad sufro un ataque de indignación y furia. Se burlan de mí y de todos.

La normalidad desenmascarada

Aplicando una ley injusta, porque se opone de raíz al poder de la gente, un tribunal ha condenado al expresident de Catalunya, Artur Mas, a dos años de inhabilitación y multa, lo mismo que a la vicepresidenta de la Generalitat, Joana Ortega, y a la consejera de Enseñanza, Irene Rigau. ¡Ah, es la normalidad! Así lo ha declarado el presidente español, Mariano Rajoy, y así también los medios informativos del Estado han presentado esta sentencia humillante. ¿Pero cómo va a ser normal que se condene a quienes han cumplido con los deseos de la mayoría de su pueblo? ¿La normalidad es ocultar y pudrir los problemas y responder con escarmientos a las demandas de la ciudadanía? ¿Es normalidad judicializar la política? La normalidad española bloquea la democracia con su indecencia. Es lo más absurdo que pueda haber y define una situación surrealista.

La normalidad tiende a cerrar los ojos a la verdad, porque esta es incómoda. Le cuesta mucho reconocer la insuficiencia de los viejos métodos y no se encara con quienes plantean nuevas soluciones. España no puede hablar con Catalunya, porque el diálogo, en esencia, busca el acuerdo, lo que implicaría forzar al Estado a remover el status quo de su caduco modelo unitario. Tampoco se sentará a hablar con Euskadi cuando se le presente un nuevo proyecto de autogobierno en el que esté contenido el derecho a decidir de los vascos. Y aunque se le reconociera, España jamás permitiría la independencia y la tumbaría a sangre y fuego. La escuálida democracia española solo acepta un independentismo teórico, de lírica y papel, aquel que se reivindica, pero no se ejerce. El que amaga, pero permanece quieto. Un nacionalismo de deseos irrealizables. El que tenemos ahora, inmóvil y sin autoestima.

La política de la normalidad también empobrece a Euskadi. Mi percepción es que se ha convencido a los vascos de que la independencia es imposible y para consolidar esta falsedad se ponen como ejemplo los problemas que afectan ahora a Catalunya por su proyecto de desconexión del Estado y la conflictividad social y económica que está acarreando. La tranquilidad política es el ideal, nos dicen. Al mismo tiempo, el Brexit y otras amenazas que se viven en Europa parecen dar sentido a la razón de olvidar, o al menos aparcar, los propósitos de emancipación. Escocia y quizás Irlanda pueden impugnar esa maliciosa tendencia al repliegue nacional y la rendición a los poderes estatales. Nos hemos acomodado, es lo que ocurre. Y es un gran error, porque equivale a nuestra autonegación.

La libertad de Euskadi respecto de España va más allá de la coyuntura europea. Catalunya, lejos de ser un problema, es un ejemplo para nosotros; no por la metodología, que no parece la mejor, ni por el impulso estratégico inicial -por agravio-, sino por su capacidad de resistencia. A Catalunya se la está atacando sin piedad, utilizando incluso el juego sucio de sacar las corruptelas de su clase política para denigrar los deseos nacionales de una sociedad limpia, culta y creativa. Ni el 3 ni el 4%, ni la panda de los Pujol, restan un ápice de legitimidad a los anhelos de libertad de los catalanes. Los pillos españoles jugando a limpiar Catalunya, esa es la normalidad que se predica.

El mundo no es normal

Los optimistas y los ingenuos siempre creímos que el mundo da dos pasos adelante y uno atrás. Que siempre está avanzando, aunque sea poco. Y no, el mundo del siglo XXI camina hacia atrás. Sí, podrá ir hacia adelante en tecnología y en conocimiento; pero ahí está el brutal espectáculo de la destrucción de Siria, los miles de refugiados ahogándose a las puertas de Europa. El Viejo Continente se autodestruye en sus egoísmos y olvida lo que ha sido durante los últimos cincuenta años. El Reino Unido se atrinchera. La ultraderecha se envalentona y mira con ira el presente. Y en Estados Unidos, más de sesenta y dos millones de ciudadanos, han elegido a un demente como líder, quien ha prometido guerras, más armas y destrucción, además de muros y cierre de fronteras. Con este panorama, ¿quién puede hablar con rigor de normalidad, maldita sea?

No puede haber letargo, resignación y normalidad cuando las injusticias crecen, el desempleo empobrece a millones de personas, la gente sobrevive cada vez con menos y nuestros jóvenes tienen un inquietante horizonte de desilusiones por delante. La democracia, ya limitada, está en serio peligro. Con todas estas amenazas y el envilecimiento del mundo, con Trump invocando la guerra, ¿cómo vamos a hacer una política de normalidad? Más bien, hay que salir de la indiferencia y la zona de confort para arriesgar, atreverse a todo y plantarles cara a las nuevas tiranías, disfrazadas de sosiego y tecnología. Y decirle a la clase dirigente: ¿normalidad? no, gracias. Nunca hubo más razones para la desobediencia y la rebeldía, para el no, y menos argumentos para conformarse como ahora. Las oportunidades buscan corazones que no se rinden. Y viceversa.

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2 comentarios en «Corazones que no se rinden»

  1. Nada corre peligro, aquí en España llevamos 40 años desde la muerte del caudillo vitalicio y sigue en pie su patria grande y libre, primero fue un falangista, después un «socialista,» la derecha rancia y suma y sigue, mismos perros, mismos collares, distintos ladridos.
    En EEUU desde su guerra de Independencia no han parado de disparar un día, ahora Trump el «malote» recoge el testigo del «buenote» de Obama, el Nobel de la paz que durante 8 años de mandato ha sido campeón de deportaciones, de seguir construyendo el muro de Clinton y de haber sido el primer presidente negro que no ha tenido un solo día de paz con el mundo entero, además de permitir la tortura de Guantanamo y de ver como asesinaban a negros pobres con su consentimiento.
    No hay peligro, la vida sigue igual.

  2. Excelente articulo. Y su titulo maravilloso. Cuando se tiene claro el objetivo hay que luchar. Tanto con la cabeza como con el corazon. Sin rendicion.
    Cataluña lucha sin cansancio y con las ideas mut claras.
    Euskadi va muty despacio y creo que se pierde en su meta. Creo que hace mal. Tanta amviguedad da lugar a perder el objetivo.
    cuando se quuere algi se lucha sin demora. Euskadi no tiene fuerza en estos momentos sus dirigentes.
    REitero mis felicitaciones por su opinion sin ambiguedad.

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