La guerra (sucia) de España contra Catalunya

Catalunya siempre anduvo diez pasos por delante. El dinamismo de su economía, su apertura intelectual y las prioridades de su clase dirigente, junto con su masa crítica territorial, han conferido a aquella nación mediterránea una proyección superior a la que España le proponía, hoy igual que siempre, lastrándola y sometiéndola a una unidad ficticia y empobrecedora. Antes la obligaron por la fuerza y ahora también, al modo teatral como se hacen hoy las cosas en la política del Estado. Sí, hay una guerra contra Catalunya, con el objetivo de humillarla y mantener a toda costa el triste canon democrático que se fijó en la Transición, tributario del franquismo.

La decidida voluntad de una amplia mayoría de catalanes de iniciar un futuro por su cuenta y riesgo se enfrenta, en desigual batalla, a todos los poderes imaginables, desde una justicia a las fuerzas policiales (y también las militares, más sutilmente), el control y extorsión sobre su economía, pasando por el oprobioso poder de la propaganda que ejercen los medios públicos y privados, desde donde los siervos del Estado disparan sus insultos, mentiras y tergiversaciones para repudiar y desprestigiar las aspiraciones legítimas de un pueblo que solo tiene razones democráticas. El espectáculo de España cargando contra Catalunya su arsenal de amenazas y vejaciones es digno de ser analizado. Nos esperan muchas jornadas de deshonra y coerción que se prolongarán hasta el mismo día 1 de octubre y aún después. El otoño catalán será el preludio del invierno ético español con la plena exhibición de sus bajezas y sus ilegítimos orígenes, sea cual sea el resultado del heroico empeño del proyecto liderado por el President Puigdemont.

España está en campaña de humillación de Catalunya. Es tan débil su posición política que ni siquiera ha tenido el atrevimiento de usar la norma más canalla de su Constitución, el artículo 155, que faculta al Estado la ocupación institucional de una comunidad autónoma y la privación de sus derechos. La renuncia del uso de esta solución es táctica. Los estrategas han pensado en algo más cruel, desatando un procedimiento que tiene cinco áreas: la judicial, la económica, la policial y la opinión pública, además de la internacional. Cada una de ellas está actuando de forma autónoma, pero coordinada con las otras operaciones de sometimiento y extorsión en su formato más burdo. La vicepresidenta, Soraya Sáenz de Santamaría, dirige el gabinete de la guerra de Catalunya -de momento incruenta- del que forman parte la cúpula de Interior, los tribunales Constitucional y Supremo, los servicios de inteligencia y algunos expertos en comunicación social, junto con los altos poderes económicos del Estado y asesores sobre asuntos catalanes. De nuevo España, se va a la guerra, la guerra sucia. Ya lo hizo en Euskadi. Ahora cae sobre Catalunya.

La ley del más fuerte

La humillación que se cierne sobre Catalunya pretende ganar la primera batalla, quizás la menos importante, pero más valorada por los dirigentes: la propaganda. El objetivo específico es que la derrota del proyecto independentista no salpique a la totalidad de la ciudadanía catalana y se concrete sobre la clase política nacionalista. El argumento de comunicación es el valor supremo de la ley sobre la voluntad del pueblo. Con esta cantinela nos vienen machacando desde hace meses: que lo legal es más que lo legítimo, que lo formal y lo limitado son más que el fondo y la libertad. No sé si están logrando ganar la batalla de la opinión pública más allá del amplio sector conservador de la sociedad española, heredero de la ignorancia y el vasallaje franquistas y que constituyen hoy el electorado del PP y Ciudadanos; pero nadie que conozca el sentido de la historia y el imparable poder de los cambios sociales puede aceptar una razón tan insuficiente y mezquina. De hecho, quienes reclaman el acatamiento de la legalidad son los que, amparando la corrupción, despreciando el autogobierno vasco durante 30 años y negando la separación de los poderes, menos cumplen su propia legalidad. La ley es solo su pretexto arbitrario.   

No es el valor de la ley lo que se invoca contra Catalunya: es la ley del más fuerte. Hay una escenificación de la fuerza que se transforma en judicialización de la política: España ha lanzado su arsenal judicial contra los que reclaman poder votar el 1 de octubre. Los tribunales, que en mayor o menor medida (como hemos visto en la bochornosa declaración de Rajoy en la Audiencia Nacional, protegido por el juez desde el estrado) están bajo control del Gobierno central y, además, disponen casi a su antojo del manejo de los tiempos y un indiscutible poder de intervención sobre los parlamentos y los gobiernos, como ya conocimos en Euskadi con la inhabilitación de Atutxa, Knorr y Bilbao, víctimas del asalto político de los jueces a sueldo del Estado. Ahora se ha reeditado en Catalunya, aumentado y no corregido.

Inhabilitar es humillar

La humillación consiste en amenazar a los cargos institucionales y los empleos de los funcionarios colaboradores del referéndum, a quienes se acusaría de sedición, como en los mejores tiempos de la purga franquista tras el golpe del 36. De momento, ya han depurado a Artur Mas, las exconsejeras Irene Rigau y a Joana Ortega, además del congresista Francesc Homs. Camino de igual muerte civil van el exsenador de ERC, Santiago Vidal; el director general de Comunicación de la Generalitat, Jaume Clotet; el ex coordinador del comité ejecutivo del Pacto Nacional por el Referéndum, Joan Ignasi Elena; el secretario general de Presidencia, Joaquim Nin, y el director general de Atención Ciudadana, Jordi Graells. Pueden ser decenas, cientos, miles los catalanes ajusticiados por inhabilitación antes y después del 1-O. Ejecutados, en definitiva, porque la inhabilitación por causas democráticas aniquila a los condenados. Catalunya no necesita mártires para tener razón, porque suya es toda la libertad. Se supone que los represaliados asumirán con honor su sacrificio.

La Guardia Civil tiene un papel relevante en este conflicto, aún sin sangre y fuego. Hace unos días, sin ninguna excusa judicial, varios agentes verdes penetraron en el Parlament y en dependencias de la Generalitat para requerir información documental sobre los casos de presunta corrupción de la antigua CiU. Esta abrupta irrupción es de una gravedad extrema y muestra hasta qué punto el Estado estaría dispuesto a usar cualquier pretexto para configurar una nueva versión de Tejero, otro 23-F, que derribara al suelo a los representantes de la sociedad catalana.

Catalunya también tiene contra sí su propia Quinta Columna. La patronal ha hecho causa con el Estado. También la división de las fuerzas partidarias del derecho a decidir debilita la razón del 1 de octubre. La cobardía ha provocado dimisiones tácticas. La mayoría de los medios de comunicación infunden miedo al futuro y denigran el proceso. Y mucha gente se quiebra, víctima de sus vacilaciones. España es una máquina de disparar amenazas y ofensas contra funcionarios, empresas, pensionistas, trabajadores, ciudadanos. Es otra forma de terror. El bombardeo es insistente con la sinrazón de una legalidad que es preciso superar y vencer. España hace trampas y violenta la democracia. No tiene legitimidad alguna para machacar a Catalunya.

La lección catalana es que la estructura del Estado y el entramado político y jurídico que la sostiene, ha caducado. Demuestra que España miente bellacamente cuando afirma que todo es posible en democracia. Y como España no quiere cambiar, hay que forzar su estrecha y dudosa legalidad. Con la fuerza de la política. La historia está llena de ejemplos de heroicas rupturas que cambiaron y mejoraron las naciones. Sea lo que sea que vaya a ocurrir, Catalunya ya ha ganado esta guerra. Nunca hubo más razón para la sedición, gran virtud liberadora.

JOSÉ RAMÓN BLÁZQUEZ

Consultor de comunicación

Historias de quienes no quieren vivir

EL FOCO

Onda Vasca, 3 agosto 2017

Es difícil de entender, pero hay gente que no ama la vida y prefiere morir. El pasado fin de semana, un hombre de 80 años se quitó la vida en Puente la Reina, Navarra, por el expeditivo procedimiento de prender fuego a una bombona de butano. La explosión no solo le mató, sino que, además, envió al hospital a 13 personas, alguna de las cuales están en la UCI luchando por salvar la vida. Si la vida no le era grata a ese anciano navarro, no tenía ningún derecho a quitársela a sus vecinos, destruyendo el edificio y causando un sinfín de daños. Este suceso, como otros menos aparatosos que se cuelan en silencio o bajo informaciones ambiguas, nos ponen delante de los ojos la realidad del suicidio, un problema humano y social, de salud mental y existencial, sobre que hoy ponemos el foco.

Según los datos oficiales, en lo que tienen de fiables ante una realidad compleja, en Euskadi se suicida una persona cada dos días. Unas 200 personas al año. La tasa es inferior a la de otros países. En España se registran unos mil suicidios anuales, que supera a las muertes por accidentes de tráfico. Es la principal de causa de fallecimiento no natural. Se dice que estas cifras fueron más altas en los momentos más duros de la crisis, pero eso no queda tan claro, si lo que se pretende es establecer una relación de causa-efecto entre las dificultades económicas y de empleo con el suicidio. La cosa es mucho más compleja, porque no todos los suicidios son demostrables, como no todos los homicidios se registran como tales. Existe el suicidio perfecto, como existe el crimen perfecto.

Un amigo, perito tasador en accidentes y catástrofes, me decía que resultaba muy difícil, legalmente, demostrar un suicidio bajo la apariencia de accidente. Me contaba el caso de un hombre que murió tras estrellarse contra una farola en una carretera: Al examinar el coche, el estado de la carretera, la situación física de la persona en la autopsia y ver la dirección que tomó el coche en una recta perfecta, era imposible que el accidente pudiera producirse. Obviamente, el perito pensó que se trataba de un suicidio planificado para pasar como accidente de tráfico. Pero él no podía asegurarlo. Y en el sumario judicial, naturalmente, se determinó muerte por accidente de coche. Otro amigo, constructor, me contaba la dificultad de determinar que un accidente laboral en una obra pudiera encubrir un suicidio. Un día, un trabajador, situado en la sexta planta de un edificio en construcción, cae al vacío. Nadie le vio hasta que escucharon la caída. Parecía un caso más de accidente laboral. Y así se determinó, a pesar de que mi amigo y los demás operarios pensaron que, por los motivos que fueran, aquel hombre se había tirado voluntariamente. Y así otros muchos casos. Estos no están en las estadísticas.

La gente que no quiere vivir merece nuestro respeto. Por esas personas y sus familias. El suicidio arrastra una maldición, fruto de consideraciones religiosas. La mayor parte de ellos sufren problemas mentales de los que no sabemos nada o casi nada. Nuestra sociedad tiene un criterio muy claro sobre el derecho a la salud, que se entiende en lo físico. Sin embargo, no se tiene el mismo concepto sobre el derecho a la salud mental. No hay protocolos de prevención de la salud mental, pero sí sobre muchas enfermedades. Estamos en mantillas en cuestión de salud mental.

Las personas que no quieren vivir acaban con su vida por métodos tradicionales. No lo hacen tan a lo bestia como el anciano de Puente la Reina. Se tiran al tren, se arrojan por la ventana, se ahogan en el mar o en los ríos. Y también por el sistema de ahorcamiento y asfixia por gas. Otros, como ya hemos dicho, por accidente simulados. Y los menos, como Blesa, se pegan un tiro de escopeta cuando tienen esos mortíferos instrumentos. También se opta por la ingestión de medicamentos o chute de drogas. Ahí están los datos del Metro Bilbao, de las personas encontradas flotando en la Ría, de los muertos en el mar, de las caídas en acantilados y en edificios de viviendas, que confirman los métodos suicidas.

Una ley no escrita apunta que los medios deben evitar informar que el suicidio haya sido la causa de una muerte, porque, según se justifica, el suicidio es contagioso y puede inducir a las personas que, por razones mentales o existenciales, se encuentran en situación de riesgo. No hay prueba científica que demuestre tal relación. Creo que la costumbre de la prensa se debe más al deseo de mostrar cierto respeto a la familia del suicida. Por evitar el morbo. Sin embargo, hace excepciones, algunas de ellas bastante absurdas. El caso de Blesa es una de ellas. Se informó de forma contundente desde el principio. También el caso del anciano navarro.

Y también hay otras curiosos y llamativas excepciones. El suicidio está como bien visto entre los famosos, los escritores, los artistas, cineastas y el mundo intelectual. Obedece a un esquema romántico. Es muy guay que un escritor o un músico se vuele la cabeza o se vaya al otro barrio a voluntad. En esos casos el suicidio aporta una pincelada de glamour. Es un punto trágico, relevante. Queda bien que Van Gogh, Salgari, Tchaikowsky, Alejandra Pizarnik, Hemingway, Stefan Zweig, Virginia Wolf o Kurt Cobain se suiciden, pero queda fatal, y hasta cutre, que lo haga el vecino del cuarto izquierda. O el corrupto Blesa. O el navarro de la bombona.

Tenemos un problema con la salud mental, en parte por razones culturales y por la sociología religiosa aún presente en nuestra sociedad. Tenemos un problema con el suicidio entre las personas mayores. Y el suicidio entre las mujeres, que se ha disparado. Y el suicidio entre adolescentes. Y tenemos otro problema de coherencia pública cuando mucha gente, en público y privado, reconoce que no dudaría en suicidarse si su expectativa de vida fuera de irremediable dependencia. En suma, hay más gente que no encuentra razones para vivir que la gente que se suicida. Algo marcha mal.

¡Hasta el próximo jueves!

 

La incógnita del Sr. X va despejándose

Miles de historias esperan su último capítulo. Son esas que se han quedado huérfanas de desenlace y aguardan que algún día se conozcan el qué y el porqué de las cosas. ETB2 se adentró el pasado jueves en una de esas historias de conclusión aplazada. El documental García Goena, caso abierto, sobre la última víctima de los GAL, tuvo todo lo que debe contener un documento informativo de calidad: emoción, verdad, sentido y misterio. Encomiable el esfuerzo realizado por reunir todas las piezas del puzle, incluyendo a los protagonistas más siniestros, Amedo, Rodríguez Menéndez y, de pasada, Rafael Vera. Hay que recordar que el ex secretario de Estado para la Seguridad tuvo la desfachatez de escribir una novela, El padre de Caín, justificativa de la guerra sucia, y después reconvertida a miniserie, emitida en diciembre por Telecinco.

Lo más hondo lo puso la viuda, Laura Martín, cuya tenacidad en la demanda de justicia solo es comparable con su sinceridad, al reconocer que durante un tiempo buscó muerte y tortura para los asesinos de Juan Carlos. La inmensa dignidad de Laura y sus hijas fue un regalo impagable en el 30 aniversario de un crimen del que salieron absueltos Amedo y su colega Domínguez. Los sicarios del Estado español, que creó y financió una organización terrorista en nombre de la democracia, se anduvieron por las ramas del GAL, del verde al azul, pasando por el marrón. A falta de un desenlace coherente, la narración señaló un rastro claro hacia el principal culpable: Felipe González, de la pana a la pena y ahora de yate en yate.

Hay que agradecer este monumental servicio de nuestra televisión pública, que rebasa lo informativo para configurarse en pieza maestra y honesta del relato vasco, a cargo de un equipo de mujeres, Arantza Ruiz en la presentación y Begoña Atin y Maite Ibáñez en la dirección. Cuando ETB sale en busca de la realidad y no espera a que le lleguen las noticias, lo hace de maravilla. Más productos así, por favor. Más historias con final o sin término, pero con pasión y compasión.

¿Qué hacemos con los aguafiestas?

EL FOCO

Onda Vasca, 27 julio 2017

Empecemos por definir a los aguafiestas. Según la RAE aguafiestas es la “persona que turba cualquier diversión o regocijo”. También los podemos llamar cenizos, gafes, malhumorados, cascarrabias, gruñones o, simplemente, pelmazos. Son un peligro porque solo uno puede arruinar la alegría de muchos. Y hasta puede provocar una tragedia. Ocurrió el pasado domingo en Getxo, donde se celebró la edición número 62 del tradicional concurso internacional de paellas, que reunió a más de 20.000 personas, con la participación de cientos de cuadrillas, de lo más variopintas, compuestas por jóvenes, familias, mayores y no pocos extranjeros, alemanes, franceses, escoceses, británicos, irlandeses y de muchos lugares del estado español… ni se sabe su procedencia. Un increíble mosaico de gente, con un objetivo compartido: pasarlo bien, participar en la jornada y la comida y, si era posible, ganar alguno de los premios que la organización, Itxas Argia, ofrecía a los concursantes.

Todo fue estupendamente, incluso con un tiempo ideal, sin demasiado calor ni tampoco lluvia. Fue genial. Hasta que, ya al final de la fiesta, cuando muchos habían recogido los pertrechos y regresaban a casa, un individuo quiso estropearlo todo. Él solito. Su ocurrencia fue arrojar una botella de queroseno al fuego de una hoguera, para avivarla. La explosión fue terrible y las consecuencias aún peores: cinco personas resultaron quemadas de distinta consideración, que fueron evacuadas por la DYA a los hospitales e ingresadas de urgencia. Una mujer presenta un 60% de su piel quemada. Y así, tras este desgraciado suceso, fruto de un irresponsable, un aguafiestas, el balance festivo queda manchado. En vez de alegrarnos con lo masivo y divertido de la fiesta, resulta que tenemos que hablar de un drama. El aguafiestas llegó y lo jodió todo. Así es de injusto.

A la hora de analizar el caso, tenemos mucho que decir. En primer lugar, el aguafiestas incendiario no era un adolescente inmaduro, ni un joven bebido. No. Esta vez no van a criminalizar los modos festivos de nuestra juventud. El aguafiestas era una persona de unos 50 años. Ahí es nada. Todo un adulto, tan insensato como para pretender avivar una hoguera a base de combustible altamente sensible. Una persona que ha enviado a cinco personas al hospital y, al menos, a una de ellas, ha arruinado la vida. Porque las quemaduras dejan huella indeleble y muy visible. La ha quemado un loco aguafiestas.

A su favor tiene que no ha negado los hechos y asume su responsabilidad. Menos mal. Y bien que la va a pagar. Porque su delito es de carácter penal. Y afrontar una condena de cárcel, además de tener que indemnizar fuertemente a las personas a las que ha abrasado para siempre. Por esos golpes de péndulo que padecemos en nuestra cultura, ahora se pide que no nos cebemos en él. La organización siente conmiseración por este sujeto, por su arrepentimiento y pesar. Pensemos más en la mujer abrasada, por favor. Yo creo que hay que ajustarle las cuentas al aguafiestas; y, porque no hay mal que por bien no venga, hacer de este suceso una razón de prevención de futuros accidentes. Hay que preguntarse: ¿qué necesidad tiene una cuadrilla de llevar gasolina o queroseno? Se puede llevar butano en bombona, o utilizar la leña que la organización pone a disposición de los concursantes. ¿Gasolina? Esto significa que Itxas Argia deberá obligar a prohibir la entrada de estos combustibles, permitiendo únicamente butano o leña. ¿Es que va a ser necesario revisar a las cuadrillas en los elementos que introducen en las campas de Aixerrota? No debería ser en un país de adultos responsables.

Hay otros aguafiestas, eso sí, de menos peligrosidad que el incendiario. Están aquellos que no saben controlar lo que beben. Y no, tampoco son adolescentes en este caso. Fui testigo de la evacuación médica de una persona completamente borracha, de más de 30 años de edad. Hasta él llegaron un jeep de la DYA y un vehículo Quad. En total cinco profesionales sanitarios para atender a un borracho. O sea, un aguafiestas. Es un despropósito y un derroche de recursos públicos que un solo borracho movilice a cinco profesionales. No, la fiesta no es para los aguafiestas. Casi todo el mundo bebe y come de más en estas fiestas. Pero la inmensa mayoría se controla. O no llega al punto de tener que ser atendido. ¿Va a pagar esta persona los gastos correspondientes? ¿O le saldrá gratis? Porque si no lo paga lo vamos a costear todos a escote. Se hicieron los recursos públicos para los hechos accidentales, involuntarios e imprevistos, no para cubrir las locuras e irresponsabilidades de unos pocos, de los aguafiestas.

Aguafiestas son también los que se pelean en estas concentraciones festivas. Los agresivos, los intolerantes, los conflictivos. Y, por supuesto, los que agreden de palabra o hecho a las mujeres. Ya nos hemos ocupado de esto. Estos aguafiestas son los peores, las manadas de depredadores sexuales, los cobardes, los criminales al acecho. Están también los carteristas, los que aprovechan el tumulto y las distracciones para robar, carteras o enseres.  Son los aguafiestas más clásicos.

Los aguafiestas son especialmente odiosos. Los que lo rompen todo, estropean la magia y la ilusión de la gente, los que no quieren vernos felices, los que quieren que todo sean lágrimas, tristeza y aburrimiento. Hay que sacarlos de las fiestas. Hay que reconocerlos y expulsarlos. Habría que hacer un censo de aguafiestas y obligarlos a permanecer a más de un kilómetro de cualquier fiesta. Les compadezco, pero también los aborrezco. ¡Que nadie nos estropee la fiesta! Y que no se me olvide felicitar a Itxas Argia por la fiesta de las paellas. Sois geniales.

¡Hasta el próximo jueves!

 

Los piratas nos traen regalos

Me da pudor escribir de esa parte de la oferta televisiva cuya repercusión es inversamente proporcional a la minoría que la disfruta. Es como hablar del caviar beluga entre indigentes. Una pedantería. ¿Cuántos hogares tienen suscripción a la tercera temporada de Twin Peaks y a la séptima de Juego de Tronos? Ni se sabe. Por lo menos tienen que ser clientes de Movistar, Euskaltel u otras plataformas digitales, en las que la tele viene empaquetada junto con internet, el móvil y el teléfono fijo, a razón mensual de 70 euros; y, además, abonarán un suplemento de entre 7 y 12 euros para acceder al canal específico. Algún día incluirán también los periódicos, se lo prometo. La gente hace jactancia de las infinitas emisoras que le llegan, pero cantidad no es calidad, ni da para presumir. Juan Manuel de Prada, con su retórica neocatecumenal, rugió hace poco contra estas series porque “se han convertido en la coartada del analfabetismo funcional que quiere dárselas de cultureta”. El autor de Coños se cree el inquisidor de guardia.

Vistos los primeros capítulos de Twin Peaks se confirma como la obra suprema del surrealismo cinematográfico de este siglo. David Lynch ha creado un monumento simbólico que no es preciso comprender, solo disfrutar, desde la insensibilidad afectiva de los personajes a la ferocidad de algunas escenas, pasando por el regalo musical en los finales. Juego de Tronos ha ascendido a la cumbre de las obras maestras por su equilibrio entre una historia oscura, lo mágico y los efectos especiales. La aportación de los paisajes de San Juan de Gaztelugatxe, Zumaia y próximamente Barrika, nos emocionan por vernos transfigurados en su universo.

Al rescate de los menesterosos sale ufana la piratería, la buena, la de autoconsumo. Es el nuevo Robin Hood, que democratiza la cultura y comparte la riqueza artística. Tanto hablar de las maravillas de esas series y otros prodigios, que a la gente se le han puesto los dientes largos. Quiere marisco, no solo patatas. Gracias a internet ya podemos ser todos exquisitos.