Tomando como rehenes a las personas mayores

EL FOCO

Onda Vasca, 30 marzo 2017

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Se va a cumplir un año del conflicto laboral de los trabajadores (generalmente trabajadoras) de las residencias geriátricas en Bizkaia. Como suele ocurrir en las huelgas de larga duración, la situación, lejos de arreglarse, se está pudriendo y no parece que tenga una inmediata salida. Ni qué decir tiene que todas las personas asalariadas tienen un indiscutible derecho a la huelga dentro del marco de la ley que regula esa libertad. Debo añadir que soy uno de los muchos que no entienden cuál es realmente la razón del problema que está detrás de este conflicto. Existe una enorme confusión. Y voy a tratar de explicarlo.

Antes que nada, conviene resaltar que esta no es una huelga cualquiera, porque los perjudicados son las personas mayores, usuarias o residentes en los centros donde se ha declarado este paro. Y, amigos míos, con las personas mayores, dependientes o no, con mejor o peor estado de salud, con ellas y ellos no se juega. ¡Mucho cuidado! Las personas mayores y los niños son intocables.

Así que vamos por partes. Conviene saber que este no es un conflicto entre trabajadores y administración pública. Hay quien cree, porque los sindicatos así lo han querido sesgar, que la huelga se lleva a cabo contra la Diputación de Bizkaia. Pues no. Es una huelga entre dos partes privadas, asalariados y empresas del sector que gestiona las residencias de personas mayores.

La confusión, además de la intencional, es que la Diputación Foral de Bizkaia aporta, dentro de sus presupuestos sociales, unas cantidades para el sostenimiento y mejora de las residencias, de acuerdo con unas condiciones, que incluyen la garantía de un cuidado de calidad para las personas residentes. La Diputación estaría financiando, con el dinero de todos, el equivalente de unas 5.000 de las 7.500 plazas de residentes. Pero la institución foral no es la patronal, y en consecuencia no tiene en sus manos la resolución del conflicto. Lo único que puede hacer, y creo que está haciendo, es mediar para que se concluya con un convenio digno para este sector. Un sector, humana y socialmente, estratégico, más que ninguno otro.

¿Qué piden los trabajadores? Sus reivindicaciones son fundamentalmente dos: horas de trabajo y subida salarial. Solicitan 1.592 horas de trabajo y unos incrementos salariales «potentes», según sus propias palabras. ¿Y qué significa potentes? Pues porcentajes a los que las empresas no pueden responder para garantizar la rentabilidad de sus empresas. Además, quieren revisar los ratios residente/trabajador,  así como pluses y coberturas en casos de  baja.

El sindicato ELA es quien lleva la voz cantante. Sin entrar ahora en la radicalidad con la que se mueve, en este sector y en otros, el sindicato nacionalista, creo que la estrategia de dureza es un error. La experiencia me dice que la radicalidad, salvo casos excepcionales, la acaban pagando los trabajadores, porque las empresas bien gestionadas no pueden arriesgar sus inversiones cuando se cuestiona su propia rentabilidad. Y con estas demandas sindicales las empresas del sector de residencia irían a pérdidas y a la quiebra. Sería una catástrofe social de enormes proporciones. El extremismo sindical, como en la política, conduce a la frustración y el fracaso.

Voy a recordar un caso. En la década anterior, Basauri vivió una huelga de personal de limpieza, que tenía a su cargo la limpieza de los centros públicos de enseñanza y otras dependencias públicas. La huelga se prolongó a lo largo de varios meses, más de nueve. Se produjo una alerta sanitaria por acumulación de desechos y afectó gravemente al curso escolar de cientos de niños de Basauri. El propósito sindical era convertir en funcionarios públicos a los trabajadores de la plantilla, algo imposible, porque se trata de personal contratado de empresas. Si Basauri hubiera caído en esa trampa demagógica, todos los municipios de Euskadi se hubieran visto abocados a hacer funcionarios a su personal de limpieza. Hubiera sido una catástrofe para las arcas públicas. ELA planteaba una socialización de la gestión, inviable en sistema democrático y económicamente sostenible y eficiente.  El Ayuntamiento resistió y la huelga se pudrió. Resultado: los trabajadores continuaron en sus empresas y perdieron la batalla absurda e irresponsable en la que les había embarcado ELA. Como el Capitán Araña, que “embarcaba a la gente y se quedaba en tierra”.

¿Se pretende que ocurra lo mismo con las residencias? La estrategia sindical es presionar a la Diputación de Bizkaia para que aumente su dotación para las residencias en función de reivindicaciones poco realistas en estos momentos. Las empresas del sector, lo mismo: le dicen a la Diputación que si les aportan más subvenciones para contratar más personal quizás podrían acometer lo que pide ELA. Y en estas estamos. La acción sindical consiste en presionar a la Diputación, o sea a todos nosotros, para que paguemos lo que piden, desquiciándonos con noticias falsas o exageradas de que, debido a la huelga, se están produciendo disfunciones en las residencias y las personas mayores están sucios y desatendidos. Esto es falso, aunque se ha detectado algún caso de desatención, según la inspección foral.

Me parece inaceptable que se esté jugando con la salud y el cuidado de los mayores para alcanzar objetivos sindicales. No pueden poner a los viejos como rehenes. Esto no podemos aceptarlo. Negocien las partes, alcancen el punto justo para el acuerdo, pero no trafiquen con la salud y la dignidad de las personas mayores. ¿A quién le interesa este conflicto? Ya vale. Mesura y responsabilidad, por favor. Y piensen lo que querrían si tuviera a su aita, a su ama o su aitite o amona en una residencia.

¡Hasta el próximo jueves!

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El vuelo de Paloma

 

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Todos llevamos prendida una ciudad a nuestro nombre: París, Biarritz, Nueva York, Bilbao, Bakio… Paloma Gómez Borrero era Roma y su minúsculo Estado, el Vaticano. Fue durante decenios la embajadora de facto en la capital italiana y portavoz oficioso de los rectores de la Iglesia pese a ser mujer y pionera -primera corresponsal femenina de TVE- en un mundo de hombres asexuados. Paloma ha muerto sin convencernos de la santidad católica, pero nos proporcionó un relato honesto de lo que ocurría en el núcleo de la Curia y de cómo ese universo, otrora tan temido, se desmoronaba al ritmo en que la gente tomaba las riendas de su conciencia y se liberaba de la tutela de los dogmas pueriles y los curas. Roma debería acoger el cuerpo y el alma de Paloma para siempre, junto a un micrófono y la cruz.

Cuando la tele era en blanco y negro Paloma ya estaba allí con su flema y buen estilo. Se contagió de la parsimonia y la retórica vaticanas para contarnos las verdades, pero no todas. Se hizo adicta a los secretos. Testigo de cinco cónclaves y del pontificado de Juan Pablo II, ahora santo, con el atentado de Ali Agca y las concentraciones humanas que acompañaron sus viajes por el mundo, no acertó a explicar cómo era posible que un jerarca tan retrógrado pudiera tener tal poder de convocatoria. La periodista era muy del Papa polaco, hasta el punto de amparar su tibieza con la pederastia sacerdotal: “Muchos casos no se los creyó porque venía de un régimen comunista, donde la Iglesia era calumniada”. Este mismo argumento se lo escuché cuando coincidí con ella en ETB, el pasado 20 de enero, en La Noche en Jake. También la vimos aquí en Todos los apellidos vascos para conocer sus raíces alavesas.

Paloma rima con Roma, pero no con la televisión de ahora, de formatos grotescos que en nada se asemejan a los ingenuos de décadas atrás. Hace tiempo que perdió la corrección que ella representaba. No es que vayamos a peor, es que lo peor sigue su carrera superlativa hacia lo pésimo. Es viernes y llueve en Roma por Paloma. Arrivederci.

Kader, una historia de los artistas callejeros

EL FOCO

Onda Vasca, 23 marzo 2017

 Kader

Este es un homenaje a los artistas que tienen como escenario nuestras calles y las plazas de las ciudades y pueblos. Todas las grandes y buenas ciudades del mundo albergan a este tipo de artistas. Les vemos en Londres, París, Nueva York, Los Ángeles… y en las capitales vascas. Cantan en el Metro, los centros históricos, junto a las zonas comerciales… Son parte de la vida de una ciudad. Diría que son parte importante y emocional de nuestra vida cotidiana. Sé que a muchos les molestan. Por el ruido o porque quizás algunos preferirían ciudades aburridas como cementerios. Sabemos incluso que los ayuntamientos han establecido unas reglas para que no haya abusos y pueda conciliarse la presencia de los artistas callejeros con el descanso y no se produzca un exceso. Las calles son de todos, pero necesitamos su animación, su vida, su viveza artística, su talento creativo… Es lo que aportan nuestros cantantes callejeros, unos mejores que otros.

Los artistas callejeros no son mendigos. No piden por nada. Cantan, tocan, se disfrazan y aceptan unas monedas, mientras tratan de que alguien se fije en ellos y les proporcionen una oportunidad.

O lo hacen para ganar un dinero con el que continuar su viaje o sus estudios. Detrás de cada uno de ellos hay una historia y no siempre es la más bonita. Por cierto, pocas mujeres artistas vemos en las calles.

Hablemos de uno de estos artistas callejeros. Se llama Kader Adjel, tiene 29 años, es originario de Argelia, pero lleva viviendo en Bilbao desde que tenía cuatro años, por lo que es más bilbaíno que la ría. Hasta hace poco podíamos ver y escuchar a Kader en la Gran Vía, en el Casco Viejo cerca de la Plaza de Unamuno y también la Plaza Nueva o junto a la iglesia de los Santos Juanes. Era parte del paisaje del corazón urbano de Bilbao. Su estilo es muy diverso, va del rock a la balada pop. Toca la guitarra maravillosamente y solíamos escucharle acompañado de otro artista callejero, un ruso llamado Viktor, violinista. Ambos han estudiado en el conservatorio bilbaíno y son virtuosos de la música. No son meros aficionados. Porque detrás de la mayoría de los músicos callejeros hay un sueño de triunfo, de éxito y reconocimiento. También es el sueño de Kader, un buen chico y un excelente artista. Compone sus canciones y su voz es muy original e interesante. Tiene talento.

La vida Kader parece haber cambiado de repente. Su participación en el programa de televisión “Got Talent” le ha proporcionado una gran notoriedad y aunque no ha ganado el concurso –ha quedado en octavo puesto- sí ha podido llegar hasta la final. Es posible que de su paso por el programa de TV se derive el comienzo de una carrera de éxito; pero, ocurra lo que ocurra, siempre será un músico callejero, que tuvo la humildad de salir a la calle con su guitarra y sus canciones, con su sonrisa y su simpatía. La verdad es que la final del programa fue bochornosa, con un ganador, un bailarín contorsionista de nombre artístico Tekila que, dicho sea con todos los respetos, no pasaría de ser un número extravagante en un circo de pueblo. Un friki. Además, el numerito que montó el jurado Risto Mejide, con razón o sin ella, contribuyó a que la final del concurso fuera lamentable. Quizás era eso lo que buscaban, porque nada en un espectáculo de este estilo suele quedar a la improvisación, y Risto, narcisista y excesivo, pero genial, no pierde oportunidad de marcar la huella de su presencia.

La historia de Kader es complicada. Después de su llegada a Bilbao con sus padres, como emigrantes argelinos, a los ocho años su padre le abandonó y desde entonces no le ha vuelto a ver. Es una historia amarga, porque un niño necesita un padre y una madre para ser feliz. Kader tuvo que valérselas como pudo. La música era su vida.

Como a otros artistas, la música le ha salvado. Pudo estudiar en el conservatorio de Bilbao, donde todos le conocen. Durante estos años Kader ha ido elaborando su propio estilo y se ha decantado por la composición de canciones potentes, a medio camino entre el rock y el pop. Su domino de la guitarra es indudable y con todo ello ha marcado un perfil de cantautor muy interesante. Me cuentan gente cercana a Kader que ya tiene un contrato para una gira de conciertos por todo el Estado. Me alegro mucho por él y le deseo mucho éxito. Ojalá le podamos ver en Bilbao, no ya en las calles, como hasta ahora, sino en el BEC, el Palacio Euskalduna o en algún otro gran recinto.

Más allá de lo que ha sido su vida y su trayectoria como músico, Kader será siempre uno de nuestros artistas callejeros, uno de los que podemos ver en la Gran Vía o el Casco Viejo. A Kader le hemos escuchado desde los 16 años. Ellos son parte de la ciudad y nos alegramos de que se dejen el alma para alegrarnos nuestros paseos por las calles y nos saquen una sonrisa al verles y oírles cantar o tocar sus guitarras, violines o trompetas. O disfrazándose de las cosas más extrañas creando figuras inmóviles.

No estaríamos todos si nos faltasen nuestros artistas bohemios.

El Ayuntamiento de Bilbao tiene fijado que solo pueden actuar durante 45 minutos seguidos en un mismo punto y que el sonido que emitan no supere los 70 decibelios. Además, no pueden actuar entre las tres y las cinco de la tarde. Ningún artista callejero, en serio, pretende molestar. Todo lo contrario, intentan hacernos la vida más agradable con su música y otras habilidades. Yo pediría a las autoridades que sean generosos con los artistas callejeros. Son parte de la vida de la ciudad. Que canten, que se disfracen, que toquen la guitarra, el violín o el acordeón. Que nos acompañen en las calles mientras, como Kader, preparan su salto al reconocimiento público. Reivindico a los músicos y artistas callejeros. Que vivan siempre con nosotros. Les admiramos, respetamos y les dejamos un lugar en nuestras calles.

            ¡Hasta el próximo jueves!

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Corazones que no se rinden

 

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Como todas las minorías, que viven encerradas en sí mismas, la clase dirigente crea su propio código de comunicación, su jerga particular. No suele ser un lenguaje elaborado, más bien es pobre, una retórica de persuasión muy simple. Lo fundamental es su repetición, porque de otra forma no tendría relevancia. Como los anuncios, su mensaje se basa en su exagerada redundancia más que en su esencia. La clase política es uno de esos grupos con dialecto propio. Podría hacerse un diccionario de términos usados constantemente en los medios de comunicación y en sus discursos. Me detengo en uno de los más frecuentes: normalidad. Por normalidad entendemos aquello que cabe dentro de lo aceptable en la sociedad y no desequilibra la diversidad y el horizonte de una comunidad. Sin embargo, su sentido en política es perverso.

La normalidad es lo que no inquieta. Lo que puede hacerse sin riesgos. O lo que da aparente seguridad; pero es falso. No hay concepto más conservador, al menos en política y gestión, que la normalidad. Se usa cuando no sucede nada. Y eso es lo malo, cuando no ocurre nada diferente a lo conocido y habitual. La normalidad es la oposición de lo nuevo y el cambio. Es una actitud anti innovadora. Es la negación de la utopía, una cierta desesperanza. La normalidad es el mantra de la política previsible, la que se construye sobre el mero sostenimiento del poder. Lo que justifica sus mermas e insuficiencias. La política que presume de normalidad la hacen los mediocres. Porque nada en un mundo tan desigual e injusto y en una sociedad como la vasca, con graves problemas y tantas ilusiones pendientes de cumplimiento, puede aceptarse la política de la normalidad con todos sus límites. Es una aceptación sumisa y cobarde de una realidad vulgar e inexorable.

Para la política actual la normalidad es un concepto positivo; pero no lo es. Es una trinchera. Un virus paralizante. Si aceptamos la situación de Euskadi dentro de la normalidad es que hemos asumido que España es un Estado válido, cuando es básicamente un Estado fallido, con dos hechos nacionales que ponen de manifiesto su fracaso, Catalunya y Euskadi. ¿Cómo puede ser normal que solo con arreglo a la ley, nacida de una Constitución fraudulenta, redactada bajo la presión de los poderes residuales de la dictadura y en un ambiente de miedo e ignorancia social, que España se mantenga en su forzada unidad negando a vascos y catalanes el más elemental ejercicio de la democracia? ¿Qué normalidad puede existir en una realidad ficticia y agresiva? Cada vez que oigo a un político, de aquí y de allí, hablar de normalidad sufro un ataque de indignación y furia. Se burlan de mí y de todos.

La normalidad desenmascarada

Aplicando una ley injusta, porque se opone de raíz al poder de la gente, un tribunal ha condenado al expresident de Catalunya, Artur Mas, a dos años de inhabilitación y multa, lo mismo que a la vicepresidenta de la Generalitat, Joana Ortega, y a la consejera de Enseñanza, Irene Rigau. ¡Ah, es la normalidad! Así lo ha declarado el presidente español, Mariano Rajoy, y así también los medios informativos del Estado han presentado esta sentencia humillante. ¿Pero cómo va a ser normal que se condene a quienes han cumplido con los deseos de la mayoría de su pueblo? ¿La normalidad es ocultar y pudrir los problemas y responder con escarmientos a las demandas de la ciudadanía? ¿Es normalidad judicializar la política? La normalidad española bloquea la democracia con su indecencia. Es lo más absurdo que pueda haber y define una situación surrealista.

La normalidad tiende a cerrar los ojos a la verdad, porque esta es incómoda. Le cuesta mucho reconocer la insuficiencia de los viejos métodos y no se encara con quienes plantean nuevas soluciones. España no puede hablar con Catalunya, porque el diálogo, en esencia, busca el acuerdo, lo que implicaría forzar al Estado a remover el status quo de su caduco modelo unitario. Tampoco se sentará a hablar con Euskadi cuando se le presente un nuevo proyecto de autogobierno en el que esté contenido el derecho a decidir de los vascos. Y aunque se le reconociera, España jamás permitiría la independencia y la tumbaría a sangre y fuego. La escuálida democracia española solo acepta un independentismo teórico, de lírica y papel, aquel que se reivindica, pero no se ejerce. El que amaga, pero permanece quieto. Un nacionalismo de deseos irrealizables. El que tenemos ahora, inmóvil y sin autoestima.

La política de la normalidad también empobrece a Euskadi. Mi percepción es que se ha convencido a los vascos de que la independencia es imposible y para consolidar esta falsedad se ponen como ejemplo los problemas que afectan ahora a Catalunya por su proyecto de desconexión del Estado y la conflictividad social y económica que está acarreando. La tranquilidad política es el ideal, nos dicen. Al mismo tiempo, el Brexit y otras amenazas que se viven en Europa parecen dar sentido a la razón de olvidar, o al menos aparcar, los propósitos de emancipación. Escocia y quizás Irlanda pueden impugnar esa maliciosa tendencia al repliegue nacional y la rendición a los poderes estatales. Nos hemos acomodado, es lo que ocurre. Y es un gran error, porque equivale a nuestra autonegación.

La libertad de Euskadi respecto de España va más allá de la coyuntura europea. Catalunya, lejos de ser un problema, es un ejemplo para nosotros; no por la metodología, que no parece la mejor, ni por el impulso estratégico inicial -por agravio-, sino por su capacidad de resistencia. A Catalunya se la está atacando sin piedad, utilizando incluso el juego sucio de sacar las corruptelas de su clase política para denigrar los deseos nacionales de una sociedad limpia, culta y creativa. Ni el 3 ni el 4%, ni la panda de los Pujol, restan un ápice de legitimidad a los anhelos de libertad de los catalanes. Los pillos españoles jugando a limpiar Catalunya, esa es la normalidad que se predica.

El mundo no es normal

Los optimistas y los ingenuos siempre creímos que el mundo da dos pasos adelante y uno atrás. Que siempre está avanzando, aunque sea poco. Y no, el mundo del siglo XXI camina hacia atrás. Sí, podrá ir hacia adelante en tecnología y en conocimiento; pero ahí está el brutal espectáculo de la destrucción de Siria, los miles de refugiados ahogándose a las puertas de Europa. El Viejo Continente se autodestruye en sus egoísmos y olvida lo que ha sido durante los últimos cincuenta años. El Reino Unido se atrinchera. La ultraderecha se envalentona y mira con ira el presente. Y en Estados Unidos, más de sesenta y dos millones de ciudadanos, han elegido a un demente como líder, quien ha prometido guerras, más armas y destrucción, además de muros y cierre de fronteras. Con este panorama, ¿quién puede hablar con rigor de normalidad, maldita sea?

No puede haber letargo, resignación y normalidad cuando las injusticias crecen, el desempleo empobrece a millones de personas, la gente sobrevive cada vez con menos y nuestros jóvenes tienen un inquietante horizonte de desilusiones por delante. La democracia, ya limitada, está en serio peligro. Con todas estas amenazas y el envilecimiento del mundo, con Trump invocando la guerra, ¿cómo vamos a hacer una política de normalidad? Más bien, hay que salir de la indiferencia y la zona de confort para arriesgar, atreverse a todo y plantarles cara a las nuevas tiranías, disfrazadas de sosiego y tecnología. Y decirle a la clase dirigente: ¿normalidad? no, gracias. Nunca hubo más razones para la desobediencia y la rebeldía, para el no, y menos argumentos para conformarse como ahora. Las oportunidades buscan corazones que no se rinden. Y viceversa.

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Requiém por la misa

Misa

Los que tienen razón son los únicos que la pierden; pero también en ese trance hay que ser dignos. Los dirigentes de Podemos tienen argumentos para pedir la supresión de la misa en TVE: es una incoherencia en un país aconfesional. Sin embargo, la eucaristía en la tele es una tradición y las tradiciones son lo último en morir. Yo lo veo así: quienes siguen este rito en las pantallas son personas mayores, enfermas o discapacitadas que lo viven como un consuelo. Quizás la misa televisada resulta tener algo de obra social. Creo que es mejor dejarla y que ocurra en las cadenas públicas lo que es realidad en las iglesias: que se queden vacías de fieles y curas y se llenen de telarañas. Es un asunto clamorosamente marginal.

Salvo milagro o dictadura, en pocos años no habrá culto los domingos y fiestas de guardar, ni siquiera para bodas y funerales que se han refugiado en ayuntamientos y tanatorios, donde han aprendido a ser solemnes y ceremoniosos. ¿Qué haremos entonces con templos y catedrales, joyas de la arquitectura? Supongo que las convertiremos en museos y salas de conciertos desacralizados. Y un día, sin que nadie la eche en falta y sin mediar el apocalipsis, la misa se habrá acabado, como acontece con todo lo inservible. Y, de paso, ahorraremos recursos. A ETB cada misa le sale por unos 3.000 euros, como la de ayer en Zumárraga. A los gallegos les cuesta 5.400 euros. TVE, que incluye en su presupuesto espacios para evangelistas, judíos y musulmanes, la factura anual por oficios religiosos alcanza los cuatro millones, demasiado para una sociedad empobrecida y, de hecho, laica.

Tenga cuidado Podemos -cuyo líder, irónicamente, se apellida Iglesias- con tentar al diablo, porque sus ansiedades provocaron audiencias históricas el último domingo. En España enseguida se apuntan al desagravio, como lo hacían en la plaza de Oriente con Franco cuando se rebelaban los vascos o los gobiernos europeos retiraban sus embajadores. A Dios lo que es de Dios, que ya es bastante. Hay que ver la cantidad de hipócritas que ha creado.

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