La terrible pregunta de Rajoy

Viniendo como vengo del mundo de la Filosofía, curado de espanto debería estar de toda suerte de interrogantes desfilando por mis lecturas habituales cuestiones metafísicas como ¿Existe la existencia? ¿Es el Todo mayor que la Nada? ¿Qué es Ser? Mas, hete aquí, que nunca puede uno bajar la guardia, pues la sorpresa tiene esa facultad de pillarnos confiados como me ha sucedido con quien menos lo esperaba, a saber, el Presidente Rajoy, quien hace unos días, a propósito de explicar los últimos casos de corrupción que afectan a antiguos cargos del PP madrileño y seis alcaldes, afirmó con la rotundidad que le caracteriza «Esperanza Aguirre se ha equivocado, como yo. Y como todos los que estamos aquí” para acto seguido lanzar al aire ante los micrófonos y las cámaras de televisión la terrible pregunta ¿es que hay alguien que no se ha equivocado alguna vez?
¡Sí! Pregunta ¡Terrible! Porque, desde que se la escuchara proferir por ese pico de oro que dios le ha dado, todas las perennes cuestiones sobre el sentido de la vida, el valor de la Verdad, la realidad de la muerte o la persistencia del Mal en la divina Creación, pasaron de sopetón a un segundo plano en mi meditación nocturna antes de acostarme para no dejarme dormir en paz desde entonces. ¿Es que hay alguien que no se ha equivocado alguna vez? La cuestión daba vueltas y más vueltas en la cabeza retorciendo la conciencia cuyos remordimientos empezaban a aflorar por remotas fechorías cometidas durante la infancia en un sincero ¡Yo acuso! reflexivo donde la memoria traidora traía a la mente las pesetillas arrebatadas en un descuido al monedero de mi madre y la más vergonzosa imagen de robarme a mi mismo los ahorros de mi propia hucha que me había comprometido a no abrir hasta final de curso con apenas siete primaveras. ¡Oh! ¡Qué razón lleva el Presidente! Quien más quien menos ha copiado en un examen, ha aparcado mal el coche, ha escupido al suelo, ha tomado prestado un paraguas que no es el suyo, ha exclamado ¡Joder! en vez de ¡Córcholis!…Luego…Yo también soy un pecador. Yo di de beber a mi hermanito el jarabe de fresa entero que le llevó al hospital; Yo me he hecho el enfermo para no ir a clase en invierno; Yo he contado chistes en misa; Yo, yo, yo…¡Siempre yo! A nadie más puedo echar la culpa de mis actos. ¡Oh! Señor Presidente! ¿Cuánta ternura paternal encarna su pregunta? Usted en persona, lejos del plasma, se muestra ante los españoles como un maestro comprensivo ante sus alumnos que le ponen excusas por los trabajos no entregados, cuál cura que reconoce ser cocinero antes de fraile frente a los monaguillos que le han sisado las hostias, como el agente de paisano que hace la vista gorda ante un joven que le ofrece en la discoteca un canutillo, como un juez con manga ancha ante los ocupas…Pero ni yo, ni la gente como yo, ni nadie de los ciudadanos corrientes, peatones del siglo XXI, somos merecedores de su afecto, comprensión, justificación y perdón. Porque, sin contar en nuestro haber ciento diecinueve mil euros defraudados al fisco, sin tener a mano tarjetas opacas, sin capacidad de percibir millonarias subvenciones, sin recibir sobres con billetes de quinientos, sin montar empresas para presentar facturas falsas…en resumen, siendo como somos, lejos de arrepentirnos de nuestros actos mundanos, nos mostramos tremendamente apenados porque nuestras faltas no sean lo suficientemente dignas de aparecer en grandes titulares a cinco columnas donde ponga “El Gran Nicola tiene una cuenta secreta en Suiza con diez millones de euros” o abran los telediarios con la presentadora anunciando “ El conocido articulista Nicola era el cobrador secreto de la Familia Real usando su republicanismo como tapadera mediática” e incluso, no nos importaría nada que los jueces antes de juzgarnos nos impusieran una fianza de quince millones de euros y después nos condenaran a prisión cuatro años y un día por apropiación indebida de cuarenta millones de euros del erario público en el ejercicio de nuestra función, pues, estoy seguro que al poco, no solo no nos sentiríamos abochornados socialmente por dicha conducta incívica, sino que la propia autoridad nos dejarían libres ¡Por buen comportamiento! O en su defecto, vía indulto real o gubernamental. Y con un certificado así, sí que nos redimiría la conciencia.

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