El silencio de los corderos

Con esa juguetona lengua suya que saca a pasear viciosilla entre sus labios al más puro estilo del Doctor Hanníbal Lecter, Mariano Rajoy, desde la distancia, ha contrapuesto la multitudinaria manifestación del pasado Martes frente al Congreso de los Diputados, a esa otra sobrecogedora mayoría silenciosa capaz de apabullar al claustro cartujo más estricto, dando a entender que esta última, con su silencio apoya tácitamente las medidas emprendidas por el Gobierno legítimamente salido de las urnas.

Es cierto, que por lo general, cuando todo funciona, pocos nos molestamos en reconocer públicamente el hecho, mientras a la mínima saltamos de torcerse las cosas, de igual modo que no es frecuente sentir la impresión interna de agradecimiento y en cambio qué pronto aflora abrupta desde las entrañas la pregunta indignada ¿Qué he hecho yo para merecer esto? sobrevenida la desgracia, como si el que nos vaya todo bien siempre fuera un derecho adquirido con la existencia, sin necesidad de poner de nuestra parte en la buena marcha de los acontecimientos. A tan extraño comportamiento diametralmente opuesto al proceder de nuestra naturaleza e historia humana, contribuyó no poco, de una parte, la eliminación del temor a lo que Hans Otto denominara “Lo otro” del que hemos acabado siendo coleguillas faltándole todo respeto y de otra, la excesiva dejación de funciones que las personas hemos delegado en los especialistas, no tanto por confianza en los semejantes, cuanto por auténtica irresponsabilidad en aras de una mayor comodidad, que no seguridad y menos libertad.

Mas precisamente por lo apuntado, es todo un atrevimiento intelectual, sino un caradurismo político, apadrinar la motivación real que subyace en la actitud pasiva de la población dueña de su silencio, en vez de esclavo de sus palabras como le sucede a menudo al Señor Presidente, que puede responder además de al firme apoyo de parte de la ciudadanía como ha sugerido Rajoy, a un formal respeto de corte kantiano por la democracia formal de recorte Popular, de dejar hacer durante cuatro años hasta que se les vuelva a molestar pidiendo su voto; a un total desencanto por el sistema democrático transformado en Partitocracia ante el evidente ninguneo padecido por la opinión pública que le hace reservarse cualquier queja o alabanza ante la tremenda atonía institucional; a un pasotismo militante heredero de los recorridos vitales anteriormente mencionados; a una no infrecuente capacidad de poder expresarse por vergüenza a cometer faltas de caligrafía en las Cartitas al Director – sentimiento desconocido para mi – a no saber hablar ante los micrófonos de la radio o las cámaras de televisión, o sencillamente a no disponer del acceso a estos y otros medios de comunicación con los que poder hacer oír su voz, pues los ciudadanos además de inermes, a diferencia de las grandes empresas criminales politicoeconómicas, se hayan desprovistos de adecuados vehículos para materializar la famosa libertad de expresión, salvo para llamarse por teléfono, enviarse correos electrónicos y mensajes de móvil cuya capacidad de gestión demostrada hace temblar por su alta rentabilidad en la relación al presupuesto invertido respecto a su eficacia, a esos gigantes que desde el poder pretenden mantener ajenos a las tareas de dirección de la producción y Gobierno en la distribución de los recursos comunes; y también, porqué no reconocerlo, por dicho pavor ancestral que lejos de desaparecer con el laicismo, sólo parece haberse transferido de los dioses hacia otros ídolos de carne y hueso con forma de patrón y gobernante, cuya capacidad para beneficiarnos al margen de toda duda escéptica razonable, es tan nula como la de los anteriores y sin embargo con qué eficacia se manifiestan a la hora de convertir nuestra vida en un infierno.

Con todo, proviniendo la contraposición de una manifestación civil con la mayoría silenciosa del país del máximo representante del PP, partido que no ha condenado la rebelión contra el orden constitucional de la República, es más que comprensible la añoranza de aquellos tiempos en que como decía el chiste, con Franco, no nos podíamos quejar.