Ya pienso yo, gracias

Vale que las nuevas tecnologías te facilitan la vida, pero al menos podían hacerlo con tu consentimiento. No me digan que nunca han mentado a la madre del que inventó la autocorrección del Word. Escribes una palabra en euskera y, lejos de admitir su ignorancia, busca entre su repertorio y la sustituye por la que más se le parezca. Automáticamente, oye, sin titubear. Tú, erre que erre, tecleas Arantza. Y él, que Araña. Y tú, que Arantza. Y así hasta que te mosqueas y eliminas el documento. Entonces, sí, empieza a preguntar. ¿Está seguro? Le das a aceptar. ¿De verdad que lo quiere borrar? ¡Sí! Luego no me venga con que lo quiere recuperar… Por si fuera poco, libras la batalla atrapado en un edificio inteligente, que te cuece o te criogeniza según decide unilateralmente su termostato, y que, a falta de ventanas por las que tirarse, en un alarde superlativo de ahorro, te hace respirar el mismo aire una y otra vez.

Tampoco le veo la gracia a los ascensores con memoria, sobre todo porque hay quien llama a varios y, para cuando el tuyo para en su planta, ya se ha esfumado en otro. En lo que se abre y ves que no hay nadie solo pasan segundos, suficientes para desear que el ausente se quede colgado en la entreplanta. Los elevadores son tan autónomos que detectan a los metepiernas y vuelven a abrir las puertas que estaban a punto de cerrarse sin atender a que el pasaje pide a gritos la amputación. Reivindiquemos nuestras neuronas. Que las máquinas no se pasen de listas.

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