¿Susto o muerde?

Adoro los animales. De hecho, tengo tres: dos racionales y una tortuga. Aunque al precio que está la comida para galápagos y teniendo en cuenta que no pega palo al agua, creo que ella es la más sapiens de los cuatro. La niña tampoco aporta mucho a la economía familiar, pero al menos se alegra al vernos, no como la otra, que ni mueve la cola.

Parásitos desagradecidos aparte, insto al resto de dueños de mascotas a que nunca pierdan la perspectiva. Que uno duerma con su perro tamaño poni a los pies no quiere decir que a un chavalín le guste sentir el aliento de su dogo alemán a un palmo de su cara. Es como si tu vecino saliera a pasear con su boa constrictor atada con una correa extensible que le permitiera reptar, por delante de él, a dos o tres manzanas. Si, tras mucho caminar, alcanzara a su dulce serpiente y esta estuviera enroscada a tu cuello, en plan fular, le bastaría con pronunciar las palabras mágicas: «Tranquilo, no muerde». ¡Solo faltaba! Como si no fuera suficiente con el tembleque de piernas y la taquicardia.

¿Y qué me dicen de los chihuahuas con traje de lentejuelas y uñas de manicura que se te encaran, cuando menos te lo esperas, como si fueran pit-bulls? ¿Acaso vamos el resto de los viandantes pegando sustos al personal? Ahora que los perros tienen por dónde correr sueltos en Bilbao, no hay excusa que valga. La libertad de las mascotas debe estar acotada. Advierto de que mi tortuga es carnívora. Y no la emprendan conmigo, que solo soy una pobre mamífera.

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