Todo incluido

Deberían advertirlo en los catálogos de viajes: el régimen todo incluido no es aconsejable para aprensivos. Porque eso de llegar al hotel y que te coloquen una pulserita de plástico como la que te ponen en Urgencias da un mal rollo que no veas. De hecho, el primer día, el padre de las criaturas se echó una siesta con pérdida de consciencia en la tumbona de la piscina y cuando despertó y se miró la muñeca, pensaba que estaba en una camilla y le acababan de extirpar un riñón.

Su temor de que el menú fuera una bolsa de suero o, lo que es peor, un puré sin sal, se disipó al pisar el restaurante y ver sendas colas calibre Lanbide ante las fuentes de paella y pizza. Ni en época de racionamiento, se lo juro. El pepino rebozado, sin embargo, se antojaba acomplejado. Intacto, al igual que las alubias matutinas, parecía preguntarse: ¿qué hace un pepino como yo en un bufé como este?

Calorías aparte, si algo tiene un comedor para 430 personas es que pasa uno desapercibido. Anteayer, por despiste, bajé a desayunar en camisón y ni una sola mirada, oigan. Estaban todas concentradas en el hombre de los calcetines con chanclas. Estoy por hacer la prueba con el gorro de ducha, a ver si causa más impacto. Lo que peor llevamos, sin duda, es madrugar para pillar sombrilla. Hay quien acampa a la noche, como si fuera a comprar entradas para una final del Athletic, para marcar territorio con la toalla ¡a las ocho de la mañana! Solo nos falta fichar.

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