Del universo al huerto

nino-astronauta-ingles

DECIMOTERCER día de penitencia, esto es, de vacaciones escolares. 23.45 horas. Cama de 90. Sudando la gota gorda con el crío fundido como un tranche-tte sobre mi espalda. Tras unos minutos de silencio, le doy por dormido y me dispongo a fugarme. “Ama, yo no quiero ir al cielo”, me suelta. Y ahora es un sudor frío el que me recorre el cuerpo. ¿Querrá decir que prefiere ir al infierno? ¿Me estará contando sus últimas voluntades? ¿Se habrá muerto el aitite de algún amigo y le habrán explicado lo del alma y todo eso? Si no fuera porque llevo puestas las aletas de buceo -¿qué pasa?, en algún momento me las tenía que probar-, saldría corriendo. Barajo darme un golpe en la nuca con un objeto contundente para poder descansar unas horas, pero estoy sepultada entre peluches. “¿Y por qué no quieres ir al cielo?”, pregunto expectante, hecha un matojo de nervios. “Porque se le puede acabar la gasolina al cohete y entonces me caigo y me hago un chichón”, me dice. Acabáramos. Pensaba que se avecinaba una conversación trascendental, de esas en las que encadenan un “¿por qué?” con otro hasta el amanecer, y esto va a ser tan simple como llenar un depósito. Al menos tiene claro que al espacio se llega en una sofisticada nave y no agarrado a los pies de un angelito. ¡Ya lo tengo! Seguro que quiere ser astronauta. Y me felicitará las navidades desde Marte por Skype. Sí, es eso. “Ama, ¿de dónde salen las sandías?”. Ya me ha matao.

arodriguez@deia.com

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