La risa floja, qué tiempos

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AHORA ya no, pero de chavalita era de las que en el cole chupaban pasillo por incontinencia risueña. Una injusticia, porque todo el mundo sabe que eso es tan incontrolable como esa senadora de Podemos. Lo cierto es que tendía a troncharme cuando más prohibido estaba: en misa, en la biblioteca, en un examen… Recuerdo con sonrojo una sesión de cine. Comedia de tres al cuarto para público de bajo rendimiento cerebral y alto hormonal. Todos los chavales partiéndose en cada gag y servidora mirándoles como los periodistas al plasma. Hasta que llegó el momento tragicoide de la película con un pobre niño enfermo -de mentiras- de por medio. Por fin, todo el cine en silencio. Todo el cine, salvo yo, y esa carcajada dolby surround que me salió quién sabe de dónde. Alego en mi descargo edad del pavo transitoria. La risa floja -qué tiempos-, esa que brotaba con la pubertad y se te quitaba de cuajo cuando te despedías de los camareros de la cafetería de Leioa y te apuntabas al paro, una vez terminabas la carrera. Ahora que afortunadamente me ha entrado algo de juicio, siguen sin hacerme gracia las comedias, ni los vídeos de YouTube, ni los presuntos espacios de humor en los que se insulta a buena parte de nuestras familias. Por contra, me parto cuando dicen que la justicia es igual para todos y se me desencaja la mandíbula cada vez que hablan de conciliación. Eso sí, he aprendido a contenerme en los funerales.

arodriguez@deia.com

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