Yo confieso

No sé si será porque la artrosis impide reclinarse a los fieles, cada vez más entrados en años, o porque, visto el panorama mundial, nos creemos todos unos santos, pero lo cierto es que ya casi nadie revela sus pecados en los confesionarios. Hay quienes ni siquiera dicen la verdad sentados en el banquillo de los acusados, pero vayan depilándose las ingles para hacer un striptease fiscal, porque con Hacienda hemos topado. Para evitarnos tentaciones y pensamientos impuros, ella misma declarará por nosotros en buena parte de los casos. El resto tendrá que sufrir su particular calvario, atornillado al T-10. Un documento con nombre de robot galáctico con el que deberán rendir cuentas.

Y no es por desanimarles, pero no se molesten en adjuntar los vales descuento del supermercado. Mi vecino, que es muy apañado, ya lo intentó el año pasado. Tampoco trate de desgravar por su hijo parado, porque ese tiarraco con entradas que se le ha grapado al sofá-cama de los invitados, por más que usted le llame mi niño, tiene ya 47 años. La peor penitencia, sin duda, es encontrar el recibo del impuesto de alcantarillado. Un papelillo que le enviaron Dios sabe cuándo y que su pareja archivó, como solo él sabe hacer, en el sitio más insospechado. Escrutados los maceteros, el cajón de los calcetines y el botiquín, por fin lo hallará en el armario de la cocina, clasificado alfabéticamente entre el albal y las bayetas. «¿Ves como no nos hacía falta un A-Z?». ¡Dios, qué cruz!

No caigan en la trampa

No sé para qué les aviso porque seguro que a estas alturas más de uno ya ha caído en la trampa. La cosa habrá empezado de forma aparentemente inofensiva, tal que así: «Cari, encárgate tú del viaje para Semana Santa». Y no es por amargarles la fiesta, pero tienen todos los boletos para que termine con un: «Menuda mierda de vacaciones, para esto nos habíamos quedado en casa». La mayoría de sus parejas, todo hay que decirlo, se quejarán de puro vicio. Por el gustillo que da criticar cuando uno no ha pegado ni golpe. Que si en el bufé del hotel no tienen barritas de muesli ni chistorras, que si los masais podían haber escondido sus smartphones para posar en la foto

Pero también habrá quien protestará con razón. Pensar que a su marido le encantaría dormir en la habitación de Mickey Mouse en Disneyland París es bastante osado. No solo porque odia los ratones, sino porque ya ha cumplido 65 años. Tampoco contratar un paquete multiaventura cuando su novia está embarazada de ocho meses parece, a priori, muy acertado. A no ser que quiera que dé a luz en plan naturista, bajo el agua, mientras descienden por unos rápidos. Decantarse por la casita de los aitites en Burgos tampoco parece buena idea, teniendo en cuenta que irán sus cuñados con las gemelas diabólicas, el adolescente mosqueado por defecto y el San Bernardo. En mi casa, para evitar sobresaltos, firmamos antes de viajar un pacto de no agresión. Y luego ya vuelan los platos.

El rollo de celo

Hay productos que deberían ser retirados inmediatamente del mercado. Y no me refiero a los atunes con tres sospechosos ojos rasgados, sino a los objetos cotidianos que, valiéndose de su impunidad como seres inertes, te complican la vida. Como esos botecitos para el lavabo que, más que dispensarte jabón, te lo escupen a bocajarro. Eso en mi tierra se llama agresión, pero, claro, a ver quién es el listo que se querella contra un trozo de plástico. Aunque Berlusconi parece de látex y está imputado.

También son desesperantes los rollos de celo que se resisten a ser despegados. Te dejas las uñas de porcelanosa rascando y a lo sumo arrancas una tirilla lateral que no da ni para envolver un espagueti con papel de regalo. Pero tu herido orgullo de consumidor te impide tirarlo, así que va pasando de generación en generación. «Antes muertos que vencidos», te dice a punto de expirar tu padre poniéndote el rollo de celo en la mano. Y, claro, como poco, lo echas a un cajón.

Los rotuladores para pizarra blanca también deberían estar vigilados. Algunos huelen tan fuerte que ha habido niños que se han colocado. La cría, sin ir más lejos, soltó el otro día, bajo sus efluvios, que de mayor quería ser médico violinista. Está bien. Así podrá tocar en la calle mientras busca trabajo. Lo malo es que luego pidió que la borrásemos ya del colegio. Pronto empezamos. «Cari, esconde el pegamento, que se nos echa a perder». «Tranqui, siempre le quedará lehendakaritza«.

Un máster en bragas

En la variedad está el gusto, dicen, pero sin pasarse. Porque ha llegado un punto en el que hasta para comprarse unas tristes bragas hay que hacer un máster. Tanga, boxer tanga, brasileña, brasileña de tira, a cadera, clásica, boxer a cadera, sujeción… Joé, ni que fuéramos a desfilar por el pasillo de la oficina en plan ángeles de Victoria’s Secret. Que yo solo quiero taparme el culo, como ellos, que apenas tardan unas centésimas de segundo en elegir entre un boxer o un slip.

Ni siquiera en la peluquería, encima del sablazo que te pegan, te dan opción a relajarte. ¿Te pongo mascarilla, suavizante, espuma, laca, unas mechas, extensiones, un café? Ponerme, me estás poniendo de los nervios. Y cuando crees que el interrogatorio se ha acabado, vuelven al ataque. ¿Lo quieres rizado con las puntas lisas, liso con la puntas rizadas, planchado, cardado, peinado despeinado…? ¿Eins? No sé, yo solo venía a cortarme las puntas, como ellos, que se sientan, dicen: «Lo de siempre», como si estuvieran pidiendo una caña, y al de un rato se levantan sin necesidad de explicarse más.

Tampoco comprar productos de cosmética es fácil. Y eso que la última vez llevaba en el bolso el minilarousse de inglés. Pero ni por esas. Qué quieren que les diga, yo leo Base de maquillaje waterproof con brocha perfect touch, me suena a plato de Ferran Adrià y me bloqueo. Así que voy por el mundo con la cara lavada, ahora sí que sí, como ellos. ¿No dicen que está de moda lo andrógino? Pues eso.

Gadafi le da risa

Decían que Gran Hermano era un experimento sociológico. Y entonces El Reencuentro ¿qué es? ¿Una tesis doctoral? Con idéntico rigor se ha realizado el siguiente sondeo de opinión. Fecha: ayer, miércoles. Hora: ocho de la mañana. Muestra: un individuo de sexo femenino y cuatro años. Margen de error: más menos cero (los niños, hasta que no te piden dinero, no mienten demasiado). Recién levantado, el sujeto es expuesto a una arenga de Gadafi en Youtube. A la pregunta: ¿Qué te parece este señor? (por llamarle algo, no olviden que estamos en horario infantil), la encuestada responde: «Gracioso. Parece que está hablando en francés». Me lo temía. Al menos ella puede alegar su minoría de edad y que las legañas le nublaban la vista, pero ¿qué argumentarán los presidentes de Gobierno de todo el mundo que se han fotografiado enseñando dientes con él?

La segunda fase del estudio consiste en mostrar a la misma inconsciente unas imágenes del tsunami de Japón. Tras ver los vehículos flotando, concluido el vídeo, dice: «Qué gracia, ponme otra vez esos coches sin ciudad». ¿Pero qué tipo de monstruo estoy criando? Le pregunto que qué le da pena. Y contesta que el capítulo en el que Bob Esponja llora porque su mascota Gary le ha abandonado. Uf, qué alivio. Al menos tiene empatía, aunque sea con un dibujo animado. Bien pensado, no es la única a la que, más que la muerte de 10.000 japoneses anónimos, le ha conmovido la del oso polar Knut.