Del universo al huerto

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DECIMOTERCER día de penitencia, esto es, de vacaciones escolares. 23.45 horas. Cama de 90. Sudando la gota gorda con el crío fundido como un tranche-tte sobre mi espalda. Tras unos minutos de silencio, le doy por dormido y me dispongo a fugarme. “Ama, yo no quiero ir al cielo”, me suelta. Y ahora es un sudor frío el que me recorre el cuerpo. ¿Querrá decir que prefiere ir al infierno? ¿Me estará contando sus últimas voluntades? ¿Se habrá muerto el aitite de algún amigo y le habrán explicado lo del alma y todo eso? Si no fuera porque llevo puestas las aletas de buceo -¿qué pasa?, en algún momento me las tenía que probar-, saldría corriendo. Barajo darme un golpe en la nuca con un objeto contundente para poder descansar unas horas, pero estoy sepultada entre peluches. “¿Y por qué no quieres ir al cielo?”, pregunto expectante, hecha un matojo de nervios. “Porque se le puede acabar la gasolina al cohete y entonces me caigo y me hago un chichón”, me dice. Acabáramos. Pensaba que se avecinaba una conversación trascendental, de esas en las que encadenan un “¿por qué?” con otro hasta el amanecer, y esto va a ser tan simple como llenar un depósito. Al menos tiene claro que al espacio se llega en una sofisticada nave y no agarrado a los pies de un angelito. ¡Ya lo tengo! Seguro que quiere ser astronauta. Y me felicitará las navidades desde Marte por Skype. Sí, es eso. “Ama, ¿de dónde salen las sandías?”. Ya me ha matao.

arodriguez@deia.com

Harakiri colectivo

NO sé si ha pesado más el refranero –Más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer– o la amenaza fantasma de que a los de siempre no les salgan las cuentas y nos torturen con otra campaña, pero a mí se me antoja que la cita del domingo, más que unas elecciones, ha sido un referéndum: ¿Susto o muerte? Y muchos, claro, han tirado la toalla: “Muerte, muerte, por favor, y dejemos de sufrir cuanto antes”. 11060260_702125659891325_6671019425070188833_nSolo así se explica esta especie de harakiri colectivo, en el que los recortes, la corrupción y los escándalos en vísperas de urnas se premian con bonus de escaños.

Si la convocatoria hubiera sido en agosto, a buena parte del electorado se le podría aplicar la atenuante de jarra de cerveza con limón traicionera o daiquiri cargado, pero a estas alturas del verano, sintiéndolo mucho, se nos presupone sobrios. Como no entiendo nada, no entraré en mayores disquisiciones. Para eso están los analistas polivalentes, que lo mismo pronostican una derrota por la mañana que argumentan una victoria por la tarde, ya sea política o del Athletic.

La única curiosidad que albergo es a qué se dedicarán ahora esos que hacen lecturas hasta de las manchas de sudor de las camisas de los candidatos como si fueran posos de café. A muchos encuestadores, supongo, les veremos doblando ropa en las rebajas. La próxima vez le pueden encargar el sondeo a Rappel, que acierta lo mismo, pero sale más barato.

Arantza Rodríguez      arodriguez@deia.com

130 millones a pachas

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ESTABA en el ambulatorio para anular una consulta que le han fiado a una tía abuela para 2017, porque tiene un pie en el más allá y de reencarnarse supongo que pasaría a pediatría, y me entretuve pensando en lo mucho que les habría ayudado a los políticos el haberles suspendido el sueldo hasta alcanzar un acuerdo. Sería ver la nómina en blanco y entrarles de la misma un deseo irrefrenable de darse besos de tornillo. Fijo que de un mes no habría pasado el cortejo. Deberían empezar a cobrar como todo quisqui por objetivos cumplidos. Que no son capaces de negociar, pues derechitos al Inem a hacer un curso de gestión ambiental. Que prometen miles de empleos y el paro sube, de cabeza a reciclarse en tornero fresador.

Tenía ya un corrillo de pacientes jaleándome -hasta el punto de que un octogenario quería proponer la idea en change.org- y en estas llegó una señora cojeando, dolorida, pidiendo saltarse la cola para preguntar si le podían atender porque se había torcido el tobillo. “Aquí todos estamos para hacer una pregunta”, le soltó la de delante mío en su condición de borde mayor. ¿Qué le diría a un paciente con el cráneo partido? ¿Saque número y sujétese los sesos que lo está poniendo todo perdido? Me quedé con la duda, porque el octogenario leyó en un tuit que el bis electoral nos iba a costar 130 millones del ala y se puso a recoger firmas para que lo pagaran ellos a pachas. Me arrebató el liderazgo. Le sacamos en volandas.

arodriguez@deia.com

Un corrupto de souvenir

demoSEÑORES inventores de souvenirs: no se lo tomen como algo personal, pero ya va siendo hora de que prejubilen a la bailaora y la sustituyan por un icono más acorde con los tiempos, un corrupto, por poner un ejemplo. Apenas tendrían que cambiar el traje de faralaes por el de chaqueta y enderezar la postura. Tampoco demasiado porque seguro que más de uno se desmelena, hasta arriba de Moët&Chandon, en la intimidad de un reservado. Deberían asimismo trasladar lacorrupcion peineta del moño al dedo, tipo Bárcenas, y poner, en lugar de tacones, unas ventosillas en los zapatos para adherirlos al filo de las televisiones planas.

Es solo una idea, extrapolable, eso sí, a otros artículos. Ya están tardando los de Playmobil en actualizar el aspecto del preso que venden con su cárcel. Un macarra con camiseta de calavera que poco tiene que ver con los ladrones de gomina, corbata y gemelos que salen por la tele. Asumámoslo, llegará el día en que los críos ya no jueguen a polis y cacos, sino a inspectores de Hacienda y defraudadores. También se echa en falta a un Ken al frente de una Agencia Tributaria que controle las construcciones de Lego y los negocios de la Barbie, que tiene en franquicia desde clínicas veterinarias a dentales y no paga al fisco. Sugiero, para terminar, un remake de las míticas Perros callejeros o Los últimos golpes del Torete. No hacen falta figurantes. Tenemos delincuentes para rodar La guerra de las falacias versión extendida.

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Diógenes en bandolera

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UNA empieza a sospechar que ha llegado el momento de vaciar el bolso cuando se lo pasa a su pareja y este, al colgárselo del hombro, se inclina como la Torre de Pisa: “¿Pero qué demonios llevas aquí?”. “Cosas”, contestas, porque tampoco es cuestión de hacer un inventario. Testaruda, confirmas que el desescombro urge cuando te ves reflejada en un escaparate encorvada como el jorobado de El Jovencito Frankestein. Podrías enderezarte llevando en la otra mano una pesa de las que usan en el deporte rural o al crío a rastras en una de sus pataletas, pero lo descartas por salud mental. Así que no te queda otra que volcar el contenido y que sea lo que Dios quiera. Asomada al bolso sin fondo con una linterna frontal, localizas pegado en el subsuelo un caramelo de UCD -es lo que tienen las excavaciones tipo Atapuerca-, un duro y un paraguas que diste por perdido en los 80. En el siguiente estrato documentas unos apuntes de la Uni, una palmera fosilizada y una entrada de los cines Ideales. En la capa más superficial, medio bocadillo de Nocilla, una peonza, una grabadora con un kleenex sospechosamente adherido y una cartera, de 300 gramos en canal, a punto de vomitar tarjetas de fidelización de comercios. Entonces llega él con las manos en los bolsillos y saca un tarjetero extraplano con el carné de identidad y el de conducir, la tarjeta de crédito y la de Osakidetza y piensas que, de existir, lo tuyo es un claro caso de síndrome de Diógenes en bandolera.

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