El rollo de celo

Hay productos que deberían ser retirados inmediatamente del mercado. Y no me refiero a los atunes con tres sospechosos ojos rasgados, sino a los objetos cotidianos que, valiéndose de su impunidad como seres inertes, te complican la vida. Como esos botecitos para el lavabo que, más que dispensarte jabón, te lo escupen a bocajarro. Eso en mi tierra se llama agresión, pero, claro, a ver quién es el listo que se querella contra un trozo de plástico. Aunque Berlusconi parece de látex y está imputado.

También son desesperantes los rollos de celo que se resisten a ser despegados. Te dejas las uñas de porcelanosa rascando y a lo sumo arrancas una tirilla lateral que no da ni para envolver un espagueti con papel de regalo. Pero tu herido orgullo de consumidor te impide tirarlo, así que va pasando de generación en generación. «Antes muertos que vencidos», te dice a punto de expirar tu padre poniéndote el rollo de celo en la mano. Y, claro, como poco, lo echas a un cajón.

Los rotuladores para pizarra blanca también deberían estar vigilados. Algunos huelen tan fuerte que ha habido niños que se han colocado. La cría, sin ir más lejos, soltó el otro día, bajo sus efluvios, que de mayor quería ser médico violinista. Está bien. Así podrá tocar en la calle mientras busca trabajo. Lo malo es que luego pidió que la borrásemos ya del colegio. Pronto empezamos. «Cari, esconde el pegamento, que se nos echa a perder». «Tranqui, siempre le quedará lehendakaritza«.