¿Un diario del día de la marmota?

El crío y yo aún no hemos llegado a estos extremos, pero todo se andará…

Viernes, 27 de marzo, decimocuarto día después del cristo. Descubro en un mail traspapelado que el crío tenía que escribir un diario en inglés desde el comienzo del encierro. Oh, my God! Pero si esto es un maldito día de la marmota elevado a su máxima potencia. Para lo que tiene que contar, pienso, valdrá con un semanario. Y quien dice semanario, dice quincenario. Si me apuras, bastará con un parte mensual. Y si no me apuras, va a ser que también. En esas estaba, pensando en si alentaba el espíritu crítico del crío e infringíamos el mail, cuando cayó otro en mi bandeja. «En Semana Santa no habrá deberes». Oh, my God! Estoy sufriendo una alucinación. Como aquel día que creí ver un gel hidroalcohólico en la estantería de una farmacia. O eso o me tengo que graduar las gafas. Me froto los ojos. Que no habrá deberes. ¡Ja! A mí no me la cuelan. Esto es un bulo, igual que ese de que quienes compartimos katxi de jóvenes con medio Casco Viejo somos inmunes. Whatsappeo a una madre. Pues, oye, que es verdad. El txupinazo de Aste Nagusia se queda corto comparado con el fiestón que montamos el crío y yo en la cocina. Y sobrios. No nos tiramos harina y huevos porque tenía merluza para albardar, pero les juro que ni tocándome el euromillón daría esos saltos de alegría con doble tirabuzón.

Arantza Rodríguez

Séptimo día después del «cristo»

El 13 de marzo de 2020, viernes, pasará a la historia. Pero no porque chaparan todos los colegios por el coronavirus, sino porque se batió el récord Guinnes de venta de katanas para hacerse harakiris en Ali Express. Yo la habría comprado en la ferretería del barrio, pero solo tenían navajas multiusos y no era cuestión de descorcharme las entrañas, así que la tuve que encargar on line a precio de mascarilla. La faena es que aún no ha llegado y llevo siete días a pelo con las criaturas en casa. Que me dan a elegir y prefiero encerrarme en una jaula con Hannibal Lecter, la niña del exorcista, el muñeco diabólico y el león que atacó a Ángel Cristo.

El sábado -para qué voy a engañarles, si ya lo hacen otros por mí- se me pasó volao, tratando de convencer al crío de que no estaba de vacaciones y de que dejara de tirarse en plancha con la bodyboard por el pasillo como la pirada del anuncio Tú pasa el Pronto y yo el paño. Más que nada porque la casa es pequeña, temía que se desnucara contra un tabique y no están las urgencias para chorradas. De hecho, una conocida se cortó las venas así por encima para huir de sus trillizos unas horas y le dijo un celador por teléfono que se hiciera un pespunte, que estaba todo petado. La adolescente, a partir de ahora la innombrable (dice que si la cito, me denuncia), se encerró en su guarida el viernes y solo sale para comer compulsivamente.

El domingo dio para un puzzle de 200 piezas, un campeonato de tiro con arco a un coronavirus de plástico, una sesión de Play, un par de reyertas fraternales, varias partidas de cartas, una batalla de peonzas, otra de cojines, una película, un cuento, elaborar jaboncillos, un ataque de cosquillas… Entre ustedes y yo, resultó hasta divertido. Pena que el padre de las criaturas, que es la antítesis de Fernando Simón, nos echara una charla acojonante -no por espectacular, sino por apocalíptica- y nos cortara el rollo. Me tiene tan obsesionada que si me asaltan al doblar la esquina del pasillo y me dicen: El gel desinfectante o la vida, yo contesto que la vida. Antes muerta que tocar un pomo. A la noche estaba tan desquiciada que bailamos cogidos de la cintura La conga de Jalisco. Y sin beber ni una gota de alcohol. El crío me preguntó que si me había inventado yo la canción. Sí, y la de la Salchipapa también. No te jod…

El lunes, primera jornada de El insti en casa, fue el acabose. La innombrable, de ocho a dos frente al ipad, cotorreando en videoconferencia con una docena de adolescentes para suplicio del vecino, que no se cortó las venas, supongo, porque le conté lo de mi conocida y el pespunte cuando salimos a aplaudir al balcón. Las chavalas, que si no funciona el enlace, que si no puedo descargar los ejercicios, que si eso que los haga fulanita y se los pedimos… Eso, eso, copiárselo todo a fulanita, pero callaos ya. Intenté teletrabajar en la cocina, mientras cocía unas lentejas y azuzaba al crío, que estaba en modo bajo rendimiento y hacía una multiplicación cada cuarto de hora. Calculo que habrá terminado el mogollón de deberes que le han mandado cuando comercialicen una vacuna. Bombardeo indiscriminado de WhatsApps y mails con más ejercicios, material educativo on line y hasta vídeos de gimnasia. Eché un partido de fútbol con el crío por el pasillo porque está prohibido salir para echarse a las vías del tren. Teletrabajé con nocturnidad, cafeína en vena.

Las gemelas de El Resplandor dándose la mano, las locas de ellas, sin guantes ni .

El martes nos vestimos de calle. Bueno, la innombrable solo de cintura para arriba, como las presentadoras de los telediarios. Total, en su videoconferencia múltiple, a lo Pedro Sánchez con los presidentes autonómicos, solo se ven los caretos. Tras explicarle los deberes al crío y a un gatito y una ballena de peluche –es patético, lo sé, pero es lo que hay-, intenté teletrabajar, poner una lavadora y unos macarrones. Por la tarde el crío estuvo jugando al Minecraft con un amiguito. No me manden al ejército. Lo hicieron cada uno en su casa y conectados por Skype. A las ocho aplaudí por la ventana, porque si salía al balcón lo mismo me daban ganas de tirarme para descansar en paz. No canté Sobreviviré, como habían propuesto, porque no estoy segura de conseguirlo. Y no por el coronavirus, sino por tener que asumir, además del mío, el trabajo de media docena de profesores y la cuidadora, junto con las tareas mínimas del hogar para no morir de hambre ni fagocitados por las bacterias. A la noche tuve una pesadilla con las gemelas de El Resplandor. Les echaba una bronca monumental por no guardar entre ellas el metro y medio de distancia de seguridad. Se fueron corriendo. De aquí a la locura hay un paso, se lo digo yo.

El miércoles soltaron eso de que los colegios se suspendían sine die. Me lo temía, pero prefería autoengañarme, como cuando te dices que vas a por un par de onzas de chocolate y te acabas comiendo toda la tableta con pan a medio descongelar porque, puestos a hibernar, a ver quién se quita el pijama para comprar una barra. Pereza máxima. Vamos, que oí lo de sine die, pero me hice la sueca. Lo mismito que el rey con la cacerolada durante su discurso. Empiezo a sospechar que, aprovechando la coyuntura, los profes nos están enviando también las materias del curso que viene. Fui a visitar a mi madre. Ojalá fuera Once, la prota de Stranger Things, para poder abrir puertas y mover objetos con la mente y no tener que limpiarlo luego todo con desinfectante.

El jueves, Día del Padre, le cedí al susodicho la custodia de las criaturas y le regalé una caja de experiencia que contenía un vale para desescombrar la casa, que a esas alturas parecía la de una familia con Diógenes, y otro para bajar a por el pan. No entiendo por qué no le hizo ilusión, si lo envolví con un papel de regalo muy mono de renos que nos sobró de Navidad. Desalojé a la innombrable de su cueva para poder enclaustrarme y teletrabajar. Tardé doce horas en escribir un reportaje, tras 23 interrupciones presenciales, tres mediaciones en reyertas fraternales, seis llamadas de teléfono y 57 WhatsApps. Si lo llego a saber me hago cajer…, digo, banquera.

El viernes, séptimo día después del cristo, estaba hecha una paparrucha, así que decidí objetar de mis labores docentes alegando locura mental transitoria y riesgo de hacerme el harakiri con un lápiz afilado, dado que el plazo de entrega de la katana también se ha pospuesto sine die. Le expliqué al crío que le acababa de matricular en la UNED y que allá se las compusiese. Se las compuso corriendo por el pasillo hasta la sala –lo que convalida una clase de gimnasia- para jugar a la Play. La innombrable no salió de su cueva. Me asomé. Respiraba. Está todo bajo control. O eso creo.

PD 1: Lávense las manos (excluido el rey emérito) y que corra el aire.

PD 2: No soy poli, pero de la que vea a alguno saliendo a la calle sin motivo, le suelto una colleja que la Sole a mi lado, una bendita. Con guantes, eso sí.

PD 3: Lo del acopio de papel higiénico iba a ser porque te engorda el culo exponencialmente.

Arantza Rodríguez

Queremos jugar, pero nunca tenemos tiempo

QUEREMOS jugar. Pero no a la lotería, ni a las apuestas deportivas, ni a la ruleta. Queremos jugar a defender a los peluches con las espadas láser, a apagar fuegos disfrazados de bomberos, a lanzarnos cojines hasta que tiemblen las lámparas. Queremos jugar, pero no encontramos el momento, porque cuando nos vamos a trabajar nuestros hijos están dormidos. Y índicea veces también lo están cuando volvemos. Porque si están despiertos apenas nos da tiempo a ponerles el desayuno y meterles prisa para que se calcen, antes de despedirlos con un beso a las puertas del colegio. Porque a las tardes, cuando dejamos caer el bolso, el portátil o la caja de herramientas sobre la mesa de la sala y avanzamos por el pasillo, un pequeño resplandor nos hace presagiar lo peor. No es un monstruo que ha venido a vernos. No es un muerto viviente despistado que sigue celebrando Halloween. Es la luz de la lamparita de estudio que alumbra un cuaderno y un libro de texto. Toca explicar, traducir, refrescar lo olvidado, corregir, preguntar la lección… Y luego la ducha y la cena y los dientes y el beso a los pies de la cama. Y la masa para hacer galletas de colores caduca. Y el Monopoly sigue sin estrenar. Y crecen dejando nuevo el zoo de Playmobil. Algo debemos estar haciendo mal porque queremos jugar, pero entre las irreconciliables jornadas laborales y los deberes, nunca tenemos tiempo.

arodriguez@deia.com