Athletignósticos

Acerquen la oreja. Lo confieso: no me gusta el fútbol. Sé que tengo que hacérmelo mirar. Que me señalarán con el dedo por la calle y que más de uno me aplicaría un correctivo. Pero en mi familia ni siquiera les interesa este deporte a los especímenes del sexo masculino. Y eso sí que es raro, raro, raro. Tanto que estoy por proponerle a la UPV que nos someta a estudio. Lo mismo que analizan la expansión del mejillón cebra o los polímeros. Porque a singulares no nos gana ni la tribu esa que vivía aislada en Paraguay.

Al menos, estos días me siento como un perro verde. Sin poder meter baza en ninguna conversación. He intentado ponerme al día, pero las secciones de deportes de los periódicos son para iniciados. O sabes de quiénes están hablando de antemano o no te coscas de ná. Tampoco entiendo a algunos aficionados. ¿Qué culpa tengo si con la que está cayendo me parece un despilfarro viajar a Manchester para asistir a un partido? ¿Entenderían ellos que yo hiciera lo mismo para ver una ópera en París?

Mientras el personal hace cábalas, calendario en mano, para asistir a la final de Copa, cambia el turno con el compañero y piensa con quién va a encajar a los niños, yo les miro como las vacas al tren. Al tren o a las fotos de Muniain y Martínez pasándoselo piporreta con unas chicas. Dicho esto, solicito urgentemente asilo político. Y tengan piedad, que soy madre de familia. Ahora, si sacan la gabarra, me avisan. Que me compro una bandera rojiblanca en un chino y me planto allá en un periquete. Euuup!