La surrealista videoconferencia

Los perros se han adueñado de las casas y ahora los humanos son sus mascotas.

Sábado, 28 de marzo, decimoquinto día después del cristo. Tras sobornar al crío con unas galletas de chocolate para que se despida de su amiguito y me ceda unos minutos la conexión de Skype, participo en mi primera videoconferencia familiar. La inicia mi sobrina mayor con un gorro de ducha en la cabeza. «Me estoy echando jena», me aclara. Se incorpora mi cuñado. Su imagen se queda congelada cada dos por tres. Es como si le dieran ataques de narcolepsia. Se suman mi hermana y sus dos hijos, que preguntan si mi cuñado está vivo y que qué le pasa a mi sobrina en la cabeza. «Me estoy echando jena». Descuelga otra sobrina, a la que acabamos de despertar a las ocho de la tarde de una siesta. Mira a la pantalla frunciendo el ceño extrañada. «Me estoy echando jena». Hablamos todos a la vez. Silencio. Hablamos todos a la vez. Silencio. Se asoma mi hermano por una de las cuadrículas. No esperamos ni a que abra la boca. «Se está echando jena», coreamos al unísono. Colgamos. Saco en claro que estamos todos bien -aunque por mi cuñado no pondría la mano en el fuego- y que mi sobrina se está echando jena. La experiencia es tan surrealista que, a no ser que esto se alargue otro mes o mi sobrina se quede calva, no creo que repitamos.

El padre de las criaturas, temeroso de que le casquen una multa de 600 euros, mete un pan de molde en una bolsa de supermercado como salvoconducto para ir a visitar a la abuela. Si le para un municipal, le va a parecer tan patético que fijo que le compra jamón york y queso para que complete el sándwich.

Termino de teletrabajar a las tantas. El crío quiere cenar croquetas, la innombrable que ni hablar. La innombrable quiere cenar pollo, el crío que ni hablar. Les ofrezco una tortilla, los dos que ni hablar. Se me saltan las lágrimas de la emoción porque, por una vez, se han puesto de acuerdo. Pena no haberlos podido grabar con el móvil. Apuesto sobre seguro y hago unos macarrones. ¿Para cenar? ¿A las doce y cuarto? Sí, ¿qué pasa? Con tal de que llenen el buche y se vayan a la cama de una puñetera vez sería capaz de asar un cordero o cocinar una paella.

Arantza Rodríguez

¿Susto o muerde?

Adoro los animales. De hecho, tengo tres: dos racionales y una tortuga. Aunque al precio que está la comida para galápagos y teniendo en cuenta que no pega palo al agua, creo que ella es la más sapiens de los cuatro. La niña tampoco aporta mucho a la economía familiar, pero al menos se alegra al vernos, no como la otra, que ni mueve la cola.

Parásitos desagradecidos aparte, insto al resto de dueños de mascotas a que nunca pierdan la perspectiva. Que uno duerma con su perro tamaño poni a los pies no quiere decir que a un chavalín le guste sentir el aliento de su dogo alemán a un palmo de su cara. Es como si tu vecino saliera a pasear con su boa constrictor atada con una correa extensible que le permitiera reptar, por delante de él, a dos o tres manzanas. Si, tras mucho caminar, alcanzara a su dulce serpiente y esta estuviera enroscada a tu cuello, en plan fular, le bastaría con pronunciar las palabras mágicas: «Tranquilo, no muerde». ¡Solo faltaba! Como si no fuera suficiente con el tembleque de piernas y la taquicardia.

¿Y qué me dicen de los chihuahuas con traje de lentejuelas y uñas de manicura que se te encaran, cuando menos te lo esperas, como si fueran pit-bulls? ¿Acaso vamos el resto de los viandantes pegando sustos al personal? Ahora que los perros tienen por dónde correr sueltos en Bilbao, no hay excusa que valga. La libertad de las mascotas debe estar acotada. Advierto de que mi tortuga es carnívora. Y no la emprendan conmigo, que solo soy una pobre mamífera.