Yo confieso

No sé si será porque la artrosis impide reclinarse a los fieles, cada vez más entrados en años, o porque, visto el panorama mundial, nos creemos todos unos santos, pero lo cierto es que ya casi nadie revela sus pecados en los confesionarios. Hay quienes ni siquiera dicen la verdad sentados en el banquillo de los acusados, pero vayan depilándose las ingles para hacer un striptease fiscal, porque con Hacienda hemos topado. Para evitarnos tentaciones y pensamientos impuros, ella misma declarará por nosotros en buena parte de los casos. El resto tendrá que sufrir su particular calvario, atornillado al T-10. Un documento con nombre de robot galáctico con el que deberán rendir cuentas.

Y no es por desanimarles, pero no se molesten en adjuntar los vales descuento del supermercado. Mi vecino, que es muy apañado, ya lo intentó el año pasado. Tampoco trate de desgravar por su hijo parado, porque ese tiarraco con entradas que se le ha grapado al sofá-cama de los invitados, por más que usted le llame mi niño, tiene ya 47 años. La peor penitencia, sin duda, es encontrar el recibo del impuesto de alcantarillado. Un papelillo que le enviaron Dios sabe cuándo y que su pareja archivó, como solo él sabe hacer, en el sitio más insospechado. Escrutados los maceteros, el cajón de los calcetines y el botiquín, por fin lo hallará en el armario de la cocina, clasificado alfabéticamente entre el albal y las bayetas. «¿Ves como no nos hacía falta un A-Z?». ¡Dios, qué cruz!