Sánchez no pierde

Quítenle lo bailado a Pedro Sánchez. Aunque, como estaba radiotelegrafiado, palmó la votación de ayer y, salvo milagro inimaginable, volverá a morder el polvo el viernes, su balance en esta farsa de la investidura solo puede ser positivo. Muy positivo. De entrada, sigue políticamente vivo, lo que resulta altamente meritorio, teniendo en cuenta que es el tipo que ha cosechado el resultado electoral más penoso del PSOE en toda su historia y que en su propio partido hay cola para partirle las piernas. Con esas causas y esos azares cercándolo, y añadiendo que a primera vista no da precisamente la pinta del más hábil de la clase, la lógica llevaba a pensar que para estas alturas habría doblado la rodilla.

Ya ven que no. Con el riesgo de hacer evaluaciones en caliente, se diría incluso que el Dead man walking del que habló el Financial Times —ustedes perdonen la pedantería en la cita— presenta un aspecto ciertamente robusto. Los que habían apostado por la brevedad de su mandato se rascan perplejos la cocorota, y aun andan más despistados, amén de contrariados y probablemente arrepentidos, aquellos que lo elevaron a secretario general pensando que podrían mangonearlo a voluntad.

La historia reciente tiene mil ejemplos de chicos de los recados que, ebrios de foco mediático, desarrollan un ego sideral, se sienten llamados a protagonizar una misión redentora de la humanidad y ya no hay quien les tosa. Insisto en que quizá sea pronto para determinar si Sánchez llegará a ser uno de esos mansos devenidos en líderes contra pronóstico. De momento, puede presumir de seguir en pie cuando nadie contaba con ello.

Presos políticos, según

Una primera consecuencia muy positiva de la libertad de Arnaldo Otegi: quintales de hipócritas fascistones han quedado al descubierto. ¿Dice usted por…? Sí, por esos, los oficiales, los reglamentarios, y los de la bancada opuesta. Así somos los putos equidistantes, que andamos pinchando globos a la diestra, la siniestra y la perpendicular. Porque, claro, está muy bien echarse unas risas a cuenta de la bilis —un tanto posturera, también es cierto—  que derraman sin medida los latigadores cavernarios de costumbre. Ahí se jodan, efectivamente, por ver de nuevo en la calle al tipo que entrullaron por venganza y por capricho.

Pero no se me queden ahí. Vuelvan la vista atrás y a los lados, y prueben a dejar caer, como hice yo ayer, que no veo qué problema hay en decir que Otegi ha sido un preso político, exactamente igual que lo es el venezolano Leopoldo López. Sí, es un tipo que me cae como una patada en la boca del estómago, pero lleva un porrón de meses a la sombra y en unas condiciones nada dignas porque al gobierno de Maduro le ha salido del níspero.

Uno, dos… ¡Lo sabía! Ahora es cuando te vienen con el catecismo a adoctrinarte: “¡López está encerrado por llamar a la violencia y haber provocado 43 muertos!”. Vaya casualidad, es la misma milonga que le cantan a Arnaldo desde el ultramonte hispano, solo que al de Elgoibar le cargan centenares de fiambres. De nuevo, el juego de los paralelos mellizos. Venga bramar unos y otros que está muy feo encarcelar a las personas por lo que piensan, pero a una gotita que rascas, se ve a millas que se refieren a los que piensan —ahí está el matiz— como ellos.

Otegi y la normalidad

“¡La que se nos viene encima!”, se hacía el preocupado Pedrojota para vender en Twitter la consabida pieza de aluvión de su nuevo periódico digital sobre la puesta en libertad de Arnaldo Otegi. Abundan estos días esas novelitas de a duro que pintan al personaje como una mezcla del Sacamantecas, el Arropiero y Jarabo, solo que en mucho peor. Y me temo que, andando los días, el género truculento seguirá proliferando, bien es cierto que en proporción similar a los cantares de gesta que nos llegan desde la acera de enfrente. La batalla por el relato, le dicen, sin pararse en disimulos al toma y daca. Será muy interesante comprobar hasta qué punto triunfan y dónde esas literaturas exaltadas de lo pésimo o lo superior.

Apoyándome en que nosotros, los de entonces, ya no somos exactamente los mismos, apostaría que, pasada una cierta novedad, y pese al derroche de bombo y platillo de las respectivas claques, la mayoría del personal perderá el interés. No creo pronosticar nada que no haya ocurrido ya. La capacidad digestiva del cuerpo social tiende a infinito. Le bastan tres eructos para despachar lo que le echen y pasar al siguiente bocado.

Así funciona la normalidad, el lugar al que vuelve Otegi después de una tremebunda anormalidad que ha consistido en robarle seis años y medio de su vida —a él y a otras cuatro personas que siempre quedan en penumbra— en un acto de palmaria injusticia, de venganza pura y dura, o de lo uno entreverado de lo otro. Si algo de ese brutal calado no provocó más allá de un puñado protestas y la vida siguió más o menos igual, no parece que ahora vaya a ceder ningún cimiento.

Inútil investidura

Lo del martes y jornadas sucesivas en el Congreso va a ser una meada en toda regla en el abrigo de la ciudadanía. Nos dirán, claro, que llueve, pero como escribí hace unos días aquí mismo, allá quien sea capaz de meterse entre pecho y espalda esa rueda de molino. Algo me dice, qué espanto, que los mansos (por voluntad o por forma de ser) son más de los que uno imagina. A ver lo que nos reímos o lloramos a finales de junio, cuando haya que volver a evacuar una papeleta en una urna. Voy poniéndome en lo peor.

De momento, hasta el sábado, sus bien remuneradas señorías —viáticos aparte incluso para los cuneteros que tienen asiento real en Madrid, por supuesto— van a hacer absolutamente nada, solo que con mucha pompa y circunstancia. Vociferarán, agitarán los brazos, se mesarán los cabellos, pondrán a Dios por testigo de esto o lo otro, prometerán, jurarán, negarán… Eso, los que tienen papel en el pésimo melodrama bufo de imposible libranza. El resto, los figurantes o culiparlantes de aluvión, murmurarán, aplaudirán, patearán, silbarán —no faltará algún rebuzno— y, como resumen y corolario, votarán. Oh, qué sorpresa, en todas y cada una de las oportunidades que lo hagan, el resultado señalará que estamos exactamente igual que el 20 de diciembre a las once de la noche.

Lo tremendo y a la vez revelador es que eso se sabe desde el mismo instante en que el aspirante Sánchez selló con Ciudadanos un acuerdo que no alcanza ni de coña los votos necesarios. ¿A santo de qué, entonces, esa pachanga penosa, ese pressing catch de cuarta regional que nos van a largar como si de verdad se estuviera decidiendo algo?

Auto de fe a Azcona

Durante el episodio, casi psicodrama, de la ya celebérrima exposición de las hostias en Iruña, le dediqué media docena de cargas de profundidad a su autor, Abel Azcona. Lo mismo que él su polémica obra, lo hice en ejercicio de mi libertad expresión. Eso creía yo. Compruebo ahora que, en realidad, no estábamos en igualdad de condiciones, puesto que al artista se le niega ese derecho.

En una nueva demostración de la inquisición rampante —y cada vez con más brío y creciente descaro— en estos pagos, Azcona ha tenido que dar cuenta de su trabajo como investigado (eufemismo actual de imputado) ante el juez de instrucción número 2 de la capital navarra. Todo, como ya sabrán, porque una casposa asociación de (sedicentes) abogados cristianos le ha puesto una querella a la que, hay que joderse, la (también sedicente) Justicia, está dando curso en lugar de haber mandado a esparragar a los denunciantes.

Se le acusa de profanación y ofensa a los sentimientos religiosos. Todo un auto de fe en pleno tercer milenio y en un estado, este del que nos toca ser súbditos sin derecho a réplica, que se cacarea anticonfesional. Y desde la bancada del público que asiste regocijado al anatema al hereje, los jerarcas de la Conferencia Episcopal española pidiendo la hoguera, siquiera metafórica. Proclama Gil Tamayo, el portavoz de los purpurados, que “meterse con los sentimientos religiosos no puede salir gratis”. Manda huevos con los que se supone que predican el perdón. Muy atinadamente, el reo de la causa ha dicho que el interrogatorio ante el juez forma parte de la pieza artística por la que se le juzga. Mi respeto y mi apoyo.

Allá quien se lo trague

Quizá sea una impresión personal, pero diría que nos toman por gilipollas cosa fina. Cabe una opción peor, que es que, efectivamente, lo seamos y se estén aprovechando de ello. O una intermedia, que consiste en que no siéndolo, actuemos como si lo fuéramos porque ya casi todo nos importa una higa y por una paz, bien está un avemaría. Conste en acta que eso también es una claudicación que facilita el trato que nos dispensan.

Bien es cierto que allá quien trague con un embeleco tan burdo como el que nos están tratando de colar el par de truhanes advenedizos que encabezan el vetusto PSOE y el rancio antes de tiempo Ciudadanos. Dos días llevan haciéndose la ola, celebrando como la rehostia en verso de los acuerdos un apaño que, amén de ser imposible llevar a la práctica, ni siquiera da para la investidura monda y lironda de Sánchez y que luego se vaya viendo. Y aún tienen los santos dídimos de ir proclamando que “no es cuestión de aritmética sino de política”, palabras literales de uno y otro, que los retratan no se sabe si como unos mastuerzos, unos desahogados, unos primaveras, o todo al mismo tiempo.

Por si faltara algo a la gran estafa, cuando el dúo dizque dinámico se pone por separado a detallar los términos de la componenda —a la vera de ese cuadro de Genovés que es una chufa cósmica; gran metáfora, solo que no en el sentido pretendido—, resulta que las versiones se parecen entre sí como los hermanos Calatrava. El chico del Ibex cuenta una novela al gusto de sus poderosos señoritos y el zagal de Ferraz, entre otras rojeces, da por muerta la Reforma Laboral. ¿Quién miente? Seguramente, los dos.

Pablo y el benemérito

La conmemoración del 23-F hace ya tiempo que es la continuación del propio golpe de estado por otros medios. Cada aniversario desde el primero, y con especial ahínco en los redondos, el personal se lanza al desbarre, la hipérbole, la memoria desmemoriada, el concurso de odas y topicazos, la impostura de toda la vida que ahora llaman postureo y, como novedad reciente, esos ejercicios de onanismo sin matices que decimos selfies.

A esta última modalidad pertenece la milonga que más me ha enternecido en esta edición de los juegos florales del tejerazo. Su autor no podría ser otro que quien ha hecho de la gallarda pública una de las bellas artes. Van a apuntar, lo sé, que es fijación, pero como diría aquel que le echó un par de narices en la tarde-noche de autos, puedo prometer y prometo que el tuit de Pablo —rebautizado Pueblo por un pérfido concejal donostiarra a quien no delataré— Iglesias convierte en prescindible todo lo que podamos farfullar los demás en torno a la efeméride de marras.

El prodigio comunicativo consta de dos imágenes y un texto. Las instantáneas muestran al susodicho —cómo no— en compañía de otro individuo. En ambas señalan con espontaneidad manifiestamente mejorable los puntos del Congreso de los Diputados donde se conservan, cual si fueran el brazo incorrupto de Santa Teresa, los impactos de bala que dejó la picoletada insurrecta. Como coralario, la emocionante leyenda que copio y pego para su solaz: “Hace 35 años un guardia civil entró aquí con pistola en mano; ahora otro lo hace de la mano de la gente”. No me lo digan. Se les ha puesto un nudo en la garganta. Y a quién no.