Culpas

De Europa tengo una opinión manifiestamente mejorable. Eso, contando con que ni siquiera sé muy bien lo que expresa una palabra que se utiliza indistinta y confusamente para hablar de instituciones o de geografía. Si va de lo segundo, miro el mapa y sonrío con una migaja de desconcierto. Hace falta un congo de buena voluntad para tragar que haya algo que homogeneiza a los millones y millones de pobladores de tan vasta extensión territorial. Y peor, si nos referimos al conglomerado político que primero se llamó comunidad económica —ahí por lo menos no se disimulaba— y de un tiempo acá se dice unión. Ahí ya no es escasa simpatía, sino una creciente y fundada antipatía.

Lo anoto, e inmediatamente añado que, sin embargo, esa inquina de oficio no me lleva a culpar de todas las catástrofes sobre la faz de la tierra ni al continente ni a su quincallería institucional… y mucho menos a sus atribulados habitantes. Como probablemente estén imaginando, aludo a la guerra de Siria y a sus consecuencias. Aunque sus gobernantes hayan tomado mil y una decisiones equivocadas o directamente malintencionadas, es una barbaridad como la copa de tres pinos responsabilizar a Europa de todo el horror y la destrucción. También una simpleza y, de propina, una muestra de supremacismo occidental que no se la salta Sergei Bubka. ¿Cómo calificar, si no, que se dé por hecho que los únicos dotados para el mal sean los blancos lechones? Aunque no les entre en sus etéreas seseras a los cofrades del angelismo pueril, ni el matarile ni el puteo sistemático del prójimo son monopolio de esta parte del mundo. Ni de lejos.

Imprudencia asesina

Causas aún desconocidas. Causas que se están investigando. Traduzcan en nueve de cada diez de los casos que realmente hay bastante poco que conocer o que investigar. Vamos, que dos y dos tienden a ser cuatro y, con sus excepciones, las cosas son lo que cabe imaginar. La navaja de Ockham, creo que le dicen en fino. Otro asunto es que por no cargar las tintas con las víctimas de una desgracia, incluso aunque haya sido autoprovocada, tiremos respetuosamente de la muletilla como quien corre un tupido velo.

Hablo de varias de las dolorosas noticias de los últimos días, y por no hacerme demasiado daño con las más cercanas, me centro en la que tuvo lugar el pasado sábado a 600 kilómetros. A la hora de escribir estas líneas, siete muertos —entre ellos, dos menores de edad— y quince heridos al ser arrollados por un coche que participaba en el rally de A Coruña. Espanta más que sorprende la brutal tozudez de quienes siguen sosteniendo a machamartillo y contra la macabra evidencia que era imposible que sucediera lo que sucedió. Y no es únicamente que nieguen la realidad.
Cualquiera que trate de argumentar echando mano de esquelas y partes médicos, será tildado de cuñado y de metete. Solo tienen derecho a opinar los doctos en motores, y si ellos dicen que la curva de una carretera de asfalto manifiestamente mejorable por donde pasan coches a toda leche es un sitio absolutamente seguro para ver la competición, el resto de los mortales asentimos sin rechistar. Pues no será mi caso. Estas siete vidas perdidas no debemos cargárselas a la fatalidad sino a la estúpida, prepotente y reiterada imprudencia.

Subasta indecente

ninosguerraA cualquiera que tenga dudas sobre si hay que destinar recursos públicos para acoger refugiados le invito a echar un vistazo a las decenas de fotografías de niños embarcando en el puerto de Santurtzi entre abril y junio de 1937. Si tarda más de tres segundos en comprender que, en nombre de nuestros mayores —los pocos que nos quedan y los muchísimos que nos han ido dejando—, ni deberíamos plantearnos algo tan meridianamente claro, concluiré que mi interlocutor no tiene corazón ni, desde luego, memoria.

No, el debate no está ahí. Un pueblo que ha sufrido —¡apenas ayer!— lejanos y desgarradores exilios debe prestarse a recibir a la mayor cantidad posible de personas que huyen del horror. Sin racanear un céntimo y, por descontado, para alojarlos en unas condiciones dignas, es decir, no despachándolos a los amontonaderos de carne humana habituales, allá donde no molesten a los solidarios de pitiminí ni a los gobernantes que quieren pasar por la recaraba del altruismo.

Nombro a unos y otros, no lo niego, a mala baba, porque lo que quiero decir en el fondo es que cuando se trata simplemente de hacer lo correcto, sobran los juegos florales y las competiciones para ver quién es más espléndido. La tremenda foto del cadáver del pequeño Aylan despertó sentimientos muy nobles, es cierto, pero también ha inaugurado una indecente y morbosa subasta. ¿Solo a mi me parece que buena parte de los pomposos ofrecimientos de administradores públicos varios (algunos de ellos, ridículos hasta la náusea) apestan a oportunismo ramplón, a que no se diga y a no vamos a ser menos que el vecino o que los del otro partido?

Yo no soy refugiado

Somos el perro de Pavlov. Nos hace falta la foto de un niño muerto en una playa para que se nos despierte la conciencia. ¿Durante cuánto tiempo? Bueno, eso es variable. Un minuto, tres, hora y media, un día entero menos el rato del gintonic… Suele depender de lo que tarda en llegar el siguiente estímulo. Y también de cómo tenga cada cual educados los esfínteres morales. Conozco personas —es decir, individuos— capaces de simultanear una indignación del carajo de la vela con una sesión de chistacos (ahora se dice así) y una ración de chopitos. Ni se dan cuenta de que han conseguido la sublimación del fariseísmo, pero casi es mejor no hacérselo ver, porque se enfadan, no respiran y dejan de ajuntarte, chincha rabiña.

Que sí, que yo también recibí como una patada en la boca del estómago la imagen de esa criatura que en mi cabeza tiene los rasgos de mi propio hijo. Claro que me provoca dolor, rabia y, sobre todo, una inmensa impotencia. Pero óiganme bien: yo no soy refugiado. Y siento añadir que tampoco lo son las miríadas de seres angelicales que lo están escribiendo compulsivamente en Twitter. De hecho, les deseo con toda mi alma que no lo sean nunca.

Entretanto, y aun comprendiendo la humanísima necesidad de conjurar el mal cuerpo repitiendo cual letanía unas palabras mágicas, les conmino a pensar un poco. Es muy loable la disposición a ponerse en la piel del otro, pero cuando, como afortunadamente para nosotros es el caso, las probabilidades de hacerlo realmente son nulas, las buenas intenciones acaban en postureo mondo y lirondo. O peor, en una infame banalización del sufrimiento ajeno.

(Otra) reforma exprés

De esos titulares que explican en poco más de una docena de palabras el nivel séptico que ha alcanzado el estado de derecho —no proceden las mayúsculas— en España: “El PP anuncia una reforma exprés para que el Tribunal Constitucional pueda sancionar a Mas”. En la letra menuda, Xavier Garcia Albiol, el ultraderechista sin matices recién promocionado y modelo de conducta de un tal Maroto, traduce a román paladino el enésimo atropello jurídico que se perpetrará a mayoría absoluta armada: “La broma se ha terminado”. Le faltó masajearse la entrepierna y soltar un gargajo sobre el suelo del Congreso de los Diputados donde el tipo, que no tiene acta ni cosa parecida, presentó la iniciativa.

Enternece la reacción airada del resto de los partidos, incluyendo la de la formación que no hace tantas lunas se sumó sin el menor reparo a un cambiazo de la Constitución con agosticidad y alevosía. Cualquiera diría que se enteran ahora de que el supuesto altísimo tribunal no es más que una versión con toga y puñetas del poder ejecutivo de turno y que trabaja por encargo y a medida de Moncloa. Ya ven con qué naturalidad ocupa actualmente su presidencia un individuo que tuvo  carné del PP y —se supone— pagó sus cuotas a Génova. Que en lo sucesivo vaya a tener la facultad de castigar a los señalados como enemigos oficiales de la patria no es más que la evolución lógica de sus funciones. Y como les decía el otro día sobre la carta del autotitulado sencillo ciudadano Felipe González, si lo contemplan desde la acera soberanista, es una de esas torpezas supinas del adversario que, lejos de dañar la causa, la favorecen.

Urquijo a la carga

Lo último a la hora de garrapatear estas líneas, una marcha a favor de la amnistía en las fiestas de Bilbao. Allá donde Carlos Urquijo pone el ojo, encuentra una ilegalidad manifiesta, mayormente en forma de ataque a la unidad de España o, si es en verano, enaltecimiento del terrorismo. Igual que esos curas que ven pecado en cada escote porque tienen la mirada turbia y el pensamiento ni les cuento, el abnegado brazo de Mariano en la demarcación autonómica vascona convierte sus obsesiones en materia penalmente perseguible. Por supuesto, con los gastos derivados, que no deben de ser pocos, a cargo del contribuyente.

¿Y con qué resultados prácticos? Pues si le dan media vuelta, probablemente concluyan que con ninguno más allá de hacerse un hueco entre las noticias caniculares, alborotar el patio, o provocar hastío por arrobas. La paradoja, incluso, es que actos que no iban a pasar de la marginalia de un programa festivo local han acabado bajo focos que ni esperaban ni les correspondían. En ese sentido, el inasequible al desaliento Stajanov laudiotarra de la denuncia se ha erigido en un impagable propagandista de todo aquello contra lo que lucha nominalmente. Se pregunta uno si se dará cuenta de cómo favorece la causa de enfrente y, en caso afirmativo, por qué persiste en su actitud, y cada vez con mayor contumacia.

Puestos a preguntar, no estaría nada mal que nos aclarase el aguerrido delegado si va a mover algún dedo o siquiera a pronunciarse respecto a la brutal agresión de unos garrulos neonazis a un chaval de 17 años en el barrio bilbaino de Arangoiti. No sé por qué me imagino la respuesta.

Sencillo ciudadano Felipe

Epístola de San Pablo a los corintios, o sea, de Felipe González Márquez —llámenle equis— a los catalanes. Difundida a todo trapo, y no por casualidad, en el diario global en español, que ni quita ni pone rey, pero ya ustedes saben, ¿verdad? Resulta graciosa esta circunstancia porque como primera providencia, el gachó representa el numerito de quien ha recuperado “la sencilla condición de ciudadano” y dice opinar en calidad de tal. Vamos, que lo normal es que a un mindundi de a pie se le concedan honores de portada en uno de los periódicos (todavía) de mayor difusión en Hispanistán. No cuela.

Y también es para descuajeringarse un rato largo que el principal recado que lanza a la ciudadanía de Catalunya sea que “no se deje arrastrar a una aventura ilegal”. Viniendo de quien viene, nunca juzgado master y commander en ilegalidades, ilicitudes y hasta tropelías del quince, manda bastantes pelotas. En cuanto al resto, casi nada entre dos platos: la consabida retahíla de lo maravilloso que es estar juntos y lo fantástica que es la diversidad… siempre y cuando quede claro quién es Tarzán y quién es Chita. Como corolario, el igualmente sobado inventario de las mil y una calamidades que sobrevendrían a la ruptura con la madrastrona patria para convertirse —tal cual lo suelta el muy tunante, hay que joderse— en “la Albania del siglo XXI”.

He asistido al cabreo de más de media docena de soberanistas por la filípica del en otro tiempo conocido como Isidoro. Sinceramente, creo que procede lo contrario, alegrarse y animarle a que se descuelgue con una parida diaria similar hasta el 27 de septiembre.