Cada vez más Pablemos

Y luego hay quien se enfada cuando le llaman a la cosa Pablemos. Pero ahí está, es el chiste del gato, que como es suyo, el gurú de Vallecas se lo beneficia cuando y como quiere. El doctor Iglesias Turrión es el camino, la verdad y la vida, y tan asumido lo tiene, que ni pierde el tiempo ciscándose en los críticos, arrumbándoles de michelines o recordándoles, a lo Guerra, que el que se mueve no sale en la foto. Al contrario, cuando le vienen setecientos cargos (¿ya hay todos esos?) y 5.000 militantes arrugando el morro porque se ha maravillado unas primarias —qué risa, tía Felisa— para que las ganen sus sí-buanas, el gachó se eleva tres palmos sobre el suelo, se pone condescendiente y declara con suficiencia que qué alegría da tener un partido en el que se puede discrepar de la dirección. Entonces, los protestantes, o por lo menos, la mayoría, sacan cuentas de lo que pueden perder si persisten en su actitud, sonríen al pajarito, bajan la cerviz y se resignan a su papel entre la cuota, el adorno o la mascota del patrón.

La nueva política, por lo visto, es eso. Y también ponerse en plan Santiago Bernabéu a fichar —es decir, a reclutar— mercenarios para que la tan cacareada unidad popular sea a su imagen y semejanza. El primer fichaje, qué sorpresa, Tania Sánchez, que obviando el comentario sentimental, es aquella que al abandonar IU dijo “No, punto, no vamos a entrar en Podemos. No sé de cuántas formas más decirlo”. Junto a ella y otras destacadas lumbreras de ámbitos progresís diversos, se incorpora al proyecto el baranda de la Asociación Unificada de la Guardia Civil. Saquen sus conclusiones.

Talegón en almoneda

De pocas columnas me avergüenzo tanto como de una en la que le cantaba las mañanitas a un ser humano que atiende por Beatriz Talegón. Esta no es, de hecho, la primera vez que me fustigo en público por la patética colección de blandenguerías que le dediqué a la que por aquel entonces me pareció una joven política con arrestos para soltar cuatro frescas bien dichas a un rebaño de dinosaurios de su propia organización, la Internacional Socialista. Toda la autenticidad que pudiera haber en el rapapolvo a sus mayores se fue diluyendo —fenómeno digno de estudio— con la difusión viral del video que mostraba el episodio. Al cabo, esas imágenes no fueron más que el casting de la susodicha para convertirse en secundaria con frase en tertulias de aluvión.

Ha sido en esas salsas rosas politiqueras donde hemos completado su retrato como nada entre dos platos. Mohínes, lagunas de culturilla general del tamaño de las de Ruidera y frases de diez céntimos al margen, en cada una de sus intervenciones, Talegón ha explotado tozudamente el personaje con que se dio a conocer, el de la alevín díscola del PSOE. Se preguntaba uno qué diablos hacía en una cofradía que tan mala vida le daba.

Pero ese frotar se va a acabar. Espoleada, según dice, por la actuación de Ferraz ante el referéndum griego, ha decidido darse de baja de entre los puños y las rosas. La parte más divertida es que un segundo después de propagar urbi et orbi que devolvía el carné, la mengana se puso en almoneda, o, utilizando sus propias palabras, “a disposición de cualquier plataforma que tenga equipo y ofrezca un cambio de izquierdas de verdad”. En fin.

Después del ‘no’ griego

Las citas con las urnas, sean elecciones convencionales o plebiscitos, no terminan en el recuento. Y tampoco en la celebración de la victoria. Al revés, es ahí donde empieza el camino de las palabras a los hechos. Sería bonito para los griegos —y de rebote,  para los que seguimos hipnotizados su epopeya— que el contundente ‘no’ del domingo se tradujera de un día para otro en el fin de la asfixia. Quién sabe, quizá de esta los llamados acreedores (o por peor nombre aun, la troika) toman nota del profundo disgusto que causan en los pueblos, hacen propósito de enmienda, y en lo sucesivo cambian su objeto social por el de procurar la felicidad colectiva.

¿Van por ahí las cosas? Si atendemos a lo que llevamos escuchando en las últimas horas de labios de sus portavoces oficiales y oficiosos, no parece. Se diría que la parte que se da por derrotada en el referéndum está ahora mismo más por la elaboración y aplicación de refinadas formas de venganza que por la rectificación. Ni siquiera es probable que les calme la inmolación pirotécnica de su bestia negra, el ya ex ministro Yanis Varoufakis. Qué sensación orgasmática ha tenido que ser para el susodicho, por cierto, quitarse de en medio justo después de haber marcado por la escuadra.

Claro que hay una esperanza. No es descartable que esta jugada de Tsipras entre maestra y a la desesperada vaya a servir para que descubramos que las instituciones europeas han ido de farol durante todo este tiempo. Tal vez el tinglado esté montado de tal forma que si cae una pieza aparentemente insignificante, se viene abajo el resto. Eso salva a Grecia… y a alguno más.

Menos libres

Desde el miércoles somos (aun) menos libres. Y diría también que estamos menos seguros. Todo un  sarcasmo si lo uno y lo otro ocurre por la entrada en vigor de un artefacto judicioso-legaloide que atiende por Ley de Seguridad Ciudadana. Para más de uno, empezando por el que suscribe, se ha inaugurado la era de la incertidumbre absoluta. Si hasta ahora había que medir cada palabra y hasta tachar unas cuantas en evitación de males mayores, en lo sucesivo uno no sabrá qué coma o qué punto y aparte le pueden conducir, quizá esposado, a dar cuentas a la autoridad competente. Menudas cuentas, por cierto: las penas van desde los 100 euritos por menudencias como no llevar la documentación encima hasta los 600.000 por —apriétense los bigudíes— participar en una manifestación no comunicada “ante infraestructuras críticas”, que seguramente serán todas las que le salgan de la sobaquera al uniformado de turno.

Como habrán leído u oído, en total son 44 conductas sancionables con un tiento al bolsillo. No les voy a negar que algunas de ellas son comportamientos delictivos de manual. De hecho, ahí está el truco, en inventariarlas en la misma hoja de tarifas como si fuera igual fabricar explosivos que tuitear la foto de un antidisturbios pateando a un mengano o, simplemente, la negativa a identificarse ante un policía que tampoco se ha identificado ante ti. Claro que lo peor de todo es el océano de arbitrariedad que empapa el articulado a modo de aviso a navegantes, es decir, de represión preventiva. El resumen final es que todos podríamos ser culpables, incluso aunque fuéramos capaces de demostrar lo contrario.

Nepotismo

El nepotismo es una práctica tan antigua como la humanidad. Los filólogos no se ponen de acuerdo en el verdadero origen de la palabra. Hay fuentes que nombran al penúltimo emperador Romano, Julio Nepote, como inspirador del término. Podría ser, aunque, dado que la práctica de favorecer a familiares con cargos y prebendas venía de muchísimo antes, resulta más factible que el vocablo proceda de Nepos, que en latín —no he llegado a descubrir si también en griego; probablemente algún lector me ayude— significa sobrino.

Viene este introito etimológico a cuenta del último par de presuntos casos de nepotismo que hemos conocido. Su característica común es que afectan a las candidaturas de confluencia de izquierda —con el permiso de Iglesias Turrión, que de un tiempo acá es reacio a ese concepto— que se han hecho con el poder en Madrid y Barcelona. Así, a la alcaldesa de la villa y corte, Manuela Carmena, se le acusa de haber enchufado a un sobrino político como jefe de gabinete. Por su parte, Ada Colau habría facilitado la contratación de su pareja como asesor de su partido, Barcelona en Comú.

Si somos honestos, ni uno ni otro caso deberían llamar a escándalo. Hablamos de cargos de libre designación. Es perfectamente natural que Carmena o Colau escojan a personas próximas, máxime si entienden que son aptas para el puesto que van a desempeñar. De haber problema, está en la eterna doble vara y en la inevitable tentación demagógica. Bien sabemos que si los protagonistas de las contrataciones correspondieran a otras siglas, ahora mismo estarían denunciando el desafuero exactamente los mismos que lo niegan.

Salga lo que salga (2)

Con la democracia nos pasa que le echamos demasiada lírica grandilocuente, y cuando le vemos el sobaco sin depilar o escuchamos sus estentóreas ventosidades, nos sentimos descolocados. Y no será por las veces que nos han repetido la martingala del gran tunante (y cosas peores) Winston Churchill, que sostuvo ante la Cámara de los Comunes que es la peor forma de gobierno, exceptuando todas las demás que se han probado.

A ese adagio me remitía, sin nombrarlo, en la columna de ayer sobre el referéndum griego. Mi única intención era recordar el mecanismo del sonajero, que lo es para lo bueno, para lo malo y para lo regular. No voy a decir que no las esperaba, pero sí que me han resultado dignas de mención —y de escribir esta secuela— las refutaciones a mis argumentos, que básicamente se resumían en una: el pueblo no sabe de todo y puede equivocarse. Varios de mis interlocutores, muy bien armados intelectualmente, me citaban como prueba decisiones tomadas en unas urnas que terminaron en catástrofe.

Hay que tener mucho cuidado con ese razonamiento. O más bien, con su continuación. Si la ciudadanía no está preparada para pronunciarse sobre ciertas cuestiones, ¿quién debe asumir esa responsabilidad? Se dirá que el gobierno de turno, que para eso ha sido elegido. ¿Por quién? Ahí es donde nos damos de morros con la paradoja: por las mismas personas de las que, en conjunto, se dice que no están capacitadas para opinar sobre según qué asuntos. ¿Quién nos asegura que sí lo están para la elección de sus representantes? Mejor detenerse en este punto. Lo siguiente es admitir que la democracia no es tan buena.

Salga lo que salga

A ese punto hemos llegado: la convocatoria de un referéndum provoca una tremenda zapatiesta entre quienes se pasan la vida dando lecciones de democracia al por mayor. Que es un suicidio, llegó a mentar la soga en casa del ahorcado Jean Claude Juncker, el tipo al que hicieron presidente de la Comisión Europea (premio a quien sepa para qué sirve tal cosa) en uno de los cambalaches de costumbre. ¿Y qué si lo fuera? Los pueblos también son —o deberían serlo, vamos— libres de irse por el despeñadero abajo.

Se ponen unas urnas, se cuentan los sufragios y, acto seguido, se asumen las consecuencias. Doy por hecho que en la otra bancada, la de los cantores de aleluyas a la soberanía popular, se tiene claro que su ejercicio implica esta última parte. Si sí, sí, y si no, no. Después no vale llamarse andanas, pedir revancha o silbar a la vía para aplazar la ejecución de lo que hayan dicho las papeletas, por jodido que pueda parecer. Pasaron los tiempos de las prórrogas. Ni siquiera estamos en los penaltis, sino en el cara o cruz, con la parte levemente positiva de que, en lugar del azar, decidirá la ciudadanía griega.

Hay quien sostiene, y no sin lógica, que la semana que va a mediar entre la convocatoria y la celebración del plebiscito es un periodo demasiado corto como para tomar una determinación de tal magnitud. Ocurre que no hay mejores opciones. Ya van suficientemente forzados (e incluso rebasados) los plazos como para retrasarlo más. El domingo es el gran día. A 3.500 kilómetros de distancia, me declaro incapaz siquiera de intuir cuál de las opciones es la menos mala. Aplaudiré la que salga.