Por qué escribo sobre Podemos

Nadie me preguntó por qué escribí tantas columnas sobre —o sea, contra— el gobierno de Patxi López. Tampoco me piden explicaciones cuando atizo a Barcina, el PSN, la Conferencia Episcopal, el FMI, o Rajoy y su gabinete en pleno. Ídem de lienzo, respecto a las incontables chapas que me he largado sobre normalización, soberanía, pobreza, corruptelas o inmigración. Como es lógico, cuando abordo esos asuntos, puede caerme una porción razonable y hasta razonada de soplamocos que encajo según el despertar que haya tenido. Nada comparable, sin embargo, a la galerna de bilis que se me viene encima cuando se me ocurre dedicar estas líneas a la formación de los circulitos, y no lo hago postrado de hinojos o aplaudiendo con las orejas, únicas actitudes que permiten los believers pablistas, monederistas o errejonistas. Y acompañando las bofetadas, la pregunta que, como les decía, sobraba en las cuestiones que mencionaba en las líneas de arriba: ¿Por qué escribes tanto de Podemos?

La primera tentación del tipo de barrio que soy es contestar que lo hago porque me sale de los pelendengues. Aunque suene procaz, me parece menos violento que tener que aclarar a personas talluditas que esto de la opinión está relacionado, además de con la libertad, con la actualidad. Se opina, mayormente, de las materias que son noticia. Y resulta que Podemos no solo es noticia, sino martingala machacona con serias posibilidades, según ni se sabe cuántos sondeos, de pillar cacho gubernamental en varias instituciones, incluidas algunas muy cercanas. Lo incomprensible y sospechoso sería pasar palabra y silbar a la vía. ¿Estamos?

La espantada de Pablo

Que te cancelen una entrevista de víspera es una faena del quince. Lo he sufrido unas cuantas veces, y por eso sé que repatea todavía más cuando la desconvocatoria va acompañada de excusas de chichinabo como las que puso Iglesias Turrión para hacerle la ele al programa sabatino de Telecinco. Y ante la previsible acometida de furibundos fanboys y fangirls de la cosa morada, aclaro que, efectivamente, no teniendo casi ningún respeto por la cadena de marras, en este caso le concedo más credibilidad a su versión que a los pobres —¡y contradictorios!— pretextos que han ido espolvoreando desde la formación del entrevistado a la fuga.

Como tantas veces, para comprenderlo mejor, esto habría que verlo con otro protagonista. ¿Qué estaríamos diciendo si la espantada la hubieran dado Rajoy, Ken Sánchez, Rosa de Sodupe o cualquiera de los líderes de los partidos supuestamente convencionales? He ahí el quid de la cuestión: que en su meteórica carrera, de unas semanas a esta parte, Podemos se ha vuelto de un convencional que asombraría a sus propios seguidores si conservaran medio gramo de capacidad crítica.

Aparte de haberse dotado de una estructura orgánica tan corriente y moliente como la de la mayoría de los partidos, la deriva hacia la zona gris ha cantado la Traviata en la últimas declaraciones del líder carismático. De tener una solución mágica para todos los problemas, Iglesias ha pasado al “ya veremos”, “tomaremos las medidas oportunas” o, al borde del despiporre, “lo consultaremos con los mejores expertos”. Y él, que es un rato listo, se ha dado cuenta de que se está notando. Por eso ha hecho mutis.

Lotería y unidad nacional

Estas cosas hay que decirlas de un tirón, así que ahí va: no me gusta el anuncio de la lotería de navidad. Vamos, pero ni media gota. Sí, ya sé que anda todo quisque vuelto merengue y haciéndose lenguas sobre la emotividad incontenible de la milonga, los maravillosos valores que difunde y los nobilísimos sentimientos a los que apela. Incluso los que llevan siempre el vitriolo en bandolera se han rendido a la sensiblería estomagante de la pieza. Como demasiado, alcanzan a propagar chistes virales, sospecho que después de haber echado las lagrimitas reglamentarias ante el final radiotelegrafiado de la historieta y su moraleja engañabobos: lo importante no es que te toque, sino compartirlo. “¡Y una leche en vinagre!”, esperaba que contestáramos a coro, pero para mi pasmo, la reacción canónica es el nudo en la garganta y los ojos rojos.

Acepto mi condición de minoría raquítica, y dejo a su discrecionalidad tildarme de perro verde, desalmado o tocapelotas. Creo que mi bilis hirviente no es tanto por el continente —esa historia de ajonjolí— como por el contenido, es decir, la promoción de la filosofía más reaccionaria del mundo, que es la que se oculta tras todos los juegos de azar con premio en general, y la lotería de navidad en particular.

No les falta razón a los cavernarios que sostienen, ironía arriba o abajo, que el sorteo del 22 de diciembre es el penúltimo bastión de la unidad de la nación española. Lo es en lo territorial, porque es difícil encontrar un secesionista que no lleve una participación, pero también en lo ideológico. Rojos, verdes, azules y entreverados jugamos con igual pasión.

De las pobrezas

Una de las mayores desgracias de los pobres es que buena parte de los que se han erigido en sus valedores no han pasado una estrechez en su puñetera vida. Ocurre así que burguesotes bien nutridos y sin mayores preocupaciones que la escasa duración de la batería del iphone se lían a pontificar sobre lo que supone o deja de suponer carecer de lo básico. No dudo que en muchos casos lo hagan con la mejor de las intenciones y hasta con el ánimo verdadero de luchar contra la desigualdad. Sin embargo, basta un vistazo a las tertulias, las columnas y, ¡ay!, los parlamentos, para comprender que la denuncia de la pobreza se ha convertido en un vehículo para el lucimiento dialéctico, cuando no directamente para la demagogia más rastrera.

Para hacer demoledores discursos sobre las tremendas consecuencias de la exclusión, es condición indispensable que haya excluidos, y cuantos más, mejor. He ahí una de las paradojas más perversas de lo que describo, que se une a otra más: nos faltan datos medianamente fidedignos sobre la pobreza en nuestro entorno. Y no será por falta de informes. De un tiempo acá, no dejan de llover estudios sobre la miseria. Cada cual resulta más alarmante que el anterior, pero si alguien se toma la tarea de confrontar cifras entre unos y otros, observa que coinciden más bien poco. Incluso dentro del mismo trabajo se tiende a hacer una sola suma, mezclando personas en situación de extrema necesidad con otras que llegan a fin de mes, aunque sea a duras penas. Quizá ese trato tan flexible de los números atienda a propósitos nobles, pero mentir no ayuda a resolver un brutal problema como este.

Reforma o ruptura

Cuarenta años después, se diría que regresamos al viejo dilema: ¿Reforma o ruptura? Mucho cuidado, porque como entonces, puede tratarse de una trampa. En realidad, la segunda opción jamás se contempló seriamente. Por lo menos, no entre quienes, desde el franquismo y el antifranquismo oficial, manejaron el juego y, a la postre, lo condujeron por los raíles que nos han traído exactamente al punto en el que estamos ahora. Los que albergaron la ilusión de que la muerte del dictador abriría paso a un cambio profundo pronto comprendieron que habían sido unos ingenuos o, simplemente, fueron claudicando y aceptando el cuento de hadas de la modélica Transición. Unos pocos —eso también es cierto— se han pasado estos cuatro decenios ciscándose en lo más barrido por el engaño y lamentando lo que (creen que) pudo haber sido y no fue.

No lloremos por la leche derramada y pensemos en mañana o pasado, que es cuando, a más tardar, nos vendrán otra vez a pedir que elijamos entre peste o cólera. ¿Será la oportunidad para corregir el error histórico de permitir que el régimen perviviera en lo básico a cambio de un puñado de concesiones medianamente democráticas? Quisiera creerlo, pero no las tengo todas conmigo.

Me huele mucho más a reforma de la reforma, a segunda vuelta de tuerca al apaño de 1978, y a tirar millas durante un par o tres de generaciones más. Quizá me haya vuelto conspiranoico, pero empiezo a percibir signos de que ya se está cocinando la nueva farsa. No alcanzo a ver quiénes están alrededor de los fogones, aunque intuyo algunos nombres. Como en el anterior trágala, varios resultarán sorprendentes.

Más paleto que corrupto

Lloriquea el bellotari de vía estrecha, José Antonio Monago, que no es un corrupto, sino la víctima de un terrible complot para quitárselo de en medio. Riámonos de lo segundo, y concedámosle la razón en lo primero. No es un corrupto por un motivo ciertamente simple: no da la talla para serlo. Llega, y justito, a chisgarabís del mangoneo cutre, con el agravante de que cuando lo pillan, en lugar de reconocerlo gallardamente, se hace el ofendido y pretende tomarnos por idiotas. Más incluso que el puñado de euros que el lazarillo de Quintana de la Serena sisó a las arcas públicas, debería rebelarnos que piense que somos tan cortos de mente como para tragarnos que en poco más de un año, un senador por Badajoz viajó 16 veces a Tenerife en comisión de servicio oficial.

No cuela, Monago. Absolutamente nada de oficial tiene ir a contentarse el mango a las que llaman, para disgusto de muchos de sus moradores, islas afortunadas. Qué poco cuesta, por cierto, imaginárselo embarcando con la bragueta alegre, rumbo al desfogue más bien patético de ciertos cuarentones que  se enredan entre el corazón y la ingle.
Desconozco cuánto le queda a su carrera política. Debería ser nada, pero si es más que eso, ya jamás podré verlo como el dirigente de un partido o de una comunidad. Ni siquiera, como decía al principio, como un detestable pero hábil ladrón de guante blanco. Para mi será en adelante el paleto con ínfulas de Casanova que se financiaba sus excursiones lúbrico-sentimentales con cargo al presupuesto del Senado y —lo peor—, que una vez descubierto con el carrito del helado, no tuvo arrestos para reconocerlo.

Acerca del hartazgo

Disgusto, descontento, irritación, ira, indignación, cabreo. No parece haber duda en el diagnóstico: el sulfuro popular alcanza máximos históricos (diría más bien, no recordados; maldita desmemoria), y ya no bastarán las palabras para hacer retornar las aguas a su plácido cauce. Es más, en el punto de ebullición en el que estamos, ni siquiera los hechos serán eficaces. Llegan muy tarde los partidos de la vieja política a soltar lastre podrido o sacrificar a sus ovejas negras a la vista pública. Eso no solo no calmará los ánimos exaltados, sino que será acogido como la confirmación de que durante años se ha consentido, cuando no promovido, el latrocinio sistemático… o sistémico, como tanto gusta decir ahora.

¿Estamos, entonces, a las puertas de la ruptura pendiente desde 1977? Eso es lo que sostienen algunos de mis amigos que siguen firmes en su fe a Marx, Lenin y Gramsci. Y aunque tengo el pálpito de que unas cuantas cosas sí van a cambiar, algo me dice que no será necesariamente en el sentido que ellos y ellas anhelan. Será cuestión de ver cómo discurren los acontecimientos, pero yo no estoy tan seguro de que el creciente ejército de hastiados pretenda alumbrar un nuevo orden basado en los más nobles principios. Mucho me temo, de hecho, que la aspiración mayoritaria no vaya más allá de rebobinar la película hasta aquellos momentos felices en los que el sistema, siendo igual de injusto que ahora, tenía una confortable zona de recreo para los que se soñaron clase media o similar. Al tiempo, si el antídoto para este hartazgo en apariencia incontrolable no es volver a repartir unas migajas.