Nicolás y otros farsantes

De todas las historias recientes, ninguna me ha subyugado tanto como la de ese truhán semialevín que han dado en llamar el pequeño Nicolás. Al fondo a la izquierda, los ortodoxos me reprochan que me tome a chunga lo que debería indignarme como otra muestra más de la podredumbre hispana. Pero por más que lo intento, soy incapaz de cabrearme con este imberbe con cara de llevahostias que se la ha dado con queso a la crema y la nata de la peperidad y territorios aledaños. Y lo mejor es que lo ha hecho colándose en la cúpula del trueno, practicando un modo de entrismo que deja en aficionados a los teóricos trostkistas que predicaban la infiltración. Lo gracioso del caso es que él mismo profesa la fe política de los pardillos —julas o julais, se dice en la jerga— a los que ha hecho morder el polvo.

Como a la juez que le tomó declaración, no me acaba de cuadrar que un niñato, por muy de Nuevas Generaciones que sea, se la pegue con tan aparente facilidad a consumados maestros de la estafa como la mayoría de sus víctimas. Algo más debe de haber que todavía no se nos ha contado y que probablemente no lleguemos a descubrir, porque como sabemos por timos más pedestres, como la estampita o el tocomocho, los que pican suelen obrar con peor fe que los que los endosan.

Añado el nombre del pollo pera a mi lista de farsantes favoritos. Ahí están Tania Head (o sea, Alicia Esteve), presidenta glorificada de las asociación de víctimas del 11-S sin haber pisado Nueva York el día de autos, o Enric Marco, que durante años provocó llantos con sus historias de Mauthausen, donde jamás había estado. ¿Culpa de los engañadores o de los engañados?

Gracias, Ramiro

Mi novia atravesando tu puerta con una mochila a la espalda. ¿Escribes tú el cuento de la mujer-caracol que llevaba su casa a todas partes o lo escribo yo? Me da, Ramiro, que al final, la historia se quedó inédita. Aunque te negabas a creerme y hasta me publicaste a traición los dos únicos relatos —patéticos, qué bochorno solo al recordarlo— que he escrito en mi vida, lo mío nunca fue la ficción. Y tú, sin embargo, ya tenías suficientes tramas para quince o veinte vidas más.

Si no me falla la memoria, andabas enfangado por entonces no sé si en la segunda o la tercera entrega de Verdes valles, colinas rojas. Guardo entre mis reliquias la recia (auto)edición original de Libropueblo que me regalaste junto a casi todas tus obras anteriores. Quién iba a imaginar, seguro que ni siquiera tú mismo, que dos décadas después, aquel océano de páginas se convertiría en el gran fenómeno narrativo —¡y comercial!— del que todo el mundo se hacía lenguas. Ahí sí que hay otra novela: la del escritor que, sin dejar de serlo ni un solo minuto de su existencia, regresó de un olvido mitad voluntario, mitad impuesto por los caprichos del mercado, para ocupar el sitio que siempre le había correspondido.

Eso ocurrió bastante después de nuestra despedida. Ni apartaste los ojos de la pantalla en blanco y negro del MacIntosh, tan grande era tu decepción por mi abandono. La justa revancha fue borrarme de tu mente. “¿Y dices que trabajaste conmigo cuatro años en la revista? Pues te juro que no caigo”, me soltaste en el que fue el primer y último reencuentro. Otra de tantas enseñanzas que te debo. Gracias por todo, Ramiro.

Prohibido criticar a Podemos

Cualquiera que no le haga la ola a Podemos es asimilado en juicio sumarísimo de una décima de segundo a Marhuenda, Inda, Tertsch, Federico, o el resto de los latigadores cavernarios. La menor insinuación sobre que quizá esta o aquella cosa implican una contradicción en el discurso o merecería el esfuerzo de un matiz convierte a quien la hace en esbirro del capital, colaboracionista del sistema y, al final de la escapada dialéctica, en casta. Diría, arriesgándome a ser objeto de lo que acabo de enunciar, que esos modos y esas maneras son, vaya por Marx, los que han caracterizado la política rancia que se supone que la formación de los círculos viene a superar y combatir. Esa refracción a la crítica, esa comunión obligatoria, esa intolerancia a la discrepancia, esa disposición a tragar con lo que sea, han venido siendo los usos y costumbres de las siglas convencionales. ¿Dónde está lo nuevo? Supongo que por inventar.

Todavía creo que lo que ha aportado la irrupción de una fuerza que ha alborotado el balneario como no se esperaba tiene más valor que las fallas que enumero. Estoy lejos de los profetas interesados que anuncian prematuramente el descenso de la riada o que, amplificando las supuestas divergencias entre los fundadores, pronostican con ansiedad un final de jaula de grillos. Aunque mi bola de cristal es de todo a cien, estaría por asegurar que Podemos va a seguir provocando quebraderos de cabeza y temblores de piernas durante un rato largo. Lo que ya no tengo tan claro es que, andando no mucho tiempo, no nos vaya a parecer un partido tan corriente y moliente como cualquiera de los demás.

Otro aniversario

Se me vino encima el tercer aniversario. Andaba atento a otras cosas, y de repente, ¡pafff!, impactaron contra mi los balances, los titulares, las cronologías y las mil entrevistas de rigor. En realidad, exagero: fueron muchas menos, y de hecho, una de mis primeras composiciones de lugar sobre la efeméride es que el asunto va perdiendo fuelle, si es que alguna vez lo tuvo. No puedo arrancarme la impresión de que ya entonces, cuando interrumpimos la programación y paramos las rotativas, todo fue bastante menos lustroso de lo que nos habíamos imaginado. El día después fue casi otro más, y no digamos los que han ido viniendo al rebufo. La normalidad —bendita o maldita, juzgue cada cual— era esto.

Lo extraño es que siendo así, veo que la mayoría de los interlocutores se abonan al adverbio: todavía esto, todavía lo otro, todavía lo de más allá. Se enumeran las carencias, lo que no ha llegado, con una mezcla de voluntarismo e ingenuidad que produce ternura. Los que no esperábamos nada más que lo esencial nos hemos librado de la decepción. De esa en concreto, la del incumplimiento de expectativas demasiado elevadas. Las otras las arrostramos como buenamente podemos.

Por ejemplo, si bien algo me olía, no entraba en mis cálculos que fuéramos a olvidar tan pronto las consecuencias de la violencia, que otra vez vemos relegitimada hasta por algunos que en los años duros estuvieron en primera línea de denuncia. Palabra que no contaba con esta justificación retrospectiva, y menos, con el poco disimulo, por no decir descaro, con que se deja que ver que lo que conmemoramos no obedeció a convicciones morales.

Teresa y los prepotentes

Guardaba estas líneas en la recámara para el momento en que nos confirmaran que Teresa Romero estaba fuera de peligro. Con todas las precauciones, y aunque quizá le cueste llegar a la recuperación completa, parece que el trance más duro está superado. Soy incapaz de expresar cuánto me alegro, pero también de contener el enfado que he ido acumulando desde que se dio la noticia de su segundo positivo por ébola. Con las llamadas autoridades sanitarias españolas, que le insultaron gravemente en reiteradas ocasiones, sí, pero además, y con dosis de bilis triplicada, con una buena parte de mi profesión. Sería prolijo citar nombres o medios concretos. Cualquiera con un mínimo de humanidad, y sin necesidad de conocer el catón deontológico del periodismo, está en condiciones de identificar el sinnúmero de comportamientos deplorables que se han ido sucediendo en estas dos semanas.

No aguarden, sin embargo, autocrítica. Vivimos instalados en el todo vale, y antes que con el reconocimiento del menor error, se encontrarán con justificaciones chuscas, cuando no con ofendidos colegas que la emprenderán a mamporros con quien les llame a la reflexión. Ocurrió con la vergonzosa foto robada que mostraba, a través de la ventana de su habitación, la cara y los hombros desnudos de la auxiliar mientras recibía los cuidados de sus compañeros. Tomar y publicar esa instantánea tiene el mismo pase que soltarle una patada en la entrepierna al primer viandante que nos topemos en la calle. Es un atropello sin excusa posible. Quisiera creer, por lo menos, que quienes lo cometieron y lo defendieron son conscientes de ello.

Lo impublicable

Si son parroquianos habituales de estas líneas, sabrán que Gregorio Morán es una de mis plumas de referencia, cursilería que él mismo me reprocharía haber puesto negro sobre blanco. Sería interminable la lista de motivos, pero creo poder resumirlos en uno: hay como doscientos asuntos, incluidos los candentes, en los que tenemos una opinión diametralmente opuesta, y aun así, cada sábado acudo devotamente a dejarme morder por su prosa inmisericorde. Les advierto que no es una experiencia para melindrosos. Tengo conocidos progresís que, después de haberse puesto pilongos ante el Morán que llama de todo a Juan Carlos de Borbón, lo tildan de puto facha porque no le ríe las gracias a Pablo Iglesias Bis o retrata a Jordi Évole como el mindundi que fue a entrevistar a Saviano sin haber leído su libro. A mi, sin embargo, me gusta hasta cuando me hace acordarme de su padre despreciando sin piedad algunas de las causas que defiendo.

Con estos antecedentes, comprenderán que esperase con ansiedad de yonki el último libro del indómito asturiano, sugerentemente titulado El cura y los mandarines. Estaba anunciado desde hace semanas, se podía reservar por anticipado, y para terminar de poner los dientes largos a los gregoriófilos irredentos, había aparecido la primera entrevista promocional. Setecientas páginas de vellón para dejar en su sitio a la panda de vividores de la intelectualidad oficial entre el tardofranquismo y el felipismo. ¡Ñam, ñam, y reñam! Pero nos vamos a quedar con las ganas. La editorial Planeta (sí, del mismo dueño que LaSexta) ha decidido que no está el horno para ese suculento bollo.