Aroma a 155

Uno de los efectos colaterales pero no menores de la sentencia del Procés ha sido confirmar que Pedro Sánchez se ha pasado a la acera de los partidarios del jarabe de palo. Es decir, ha vuelto ahí, pues cualquiera con dos gotas de memoria recordará que en la mismita antevíspera de la inverosímil moción de censura que lo llevó a Moncloa el tipo le sacaba a Rajoy varias traineras en materia de descalificativos hacia el soberanismo. A Torra lo trataba por entonces poco menos que de nazi tocado del ala. Luego, los escaños de ERC y PdeCat se le hicieron de oro en su equilibrismo aritmético, y llegó el tiempo de las mesas de deshielo, el diálogo, la plurinacionalidad megamolona y el catalán hablado en la intimidad.

Todo, pura estrategia pergeñada por su chamán, Iván Redondo, que es el mismo que, después de haber escrutado las vísceras de una gaviota, le ha reconducido a la senda de la garrota contra los disolventes secesionistas. Fíjense que si fuera por motivos realmente ideológicos, hasta resultaría medio respetable. Pero no. Volvemos al cálculo puro y duro. A cuatro semanas de las elecciones del 10 de noviembre, alguien ha creído intuir que el voto mesetario, submesetario y parte del suprasemesetario depende de la firmeza ante el pérfido desafío secesionista.

Ojo, que la jugada no va solo de cosechar sufragios, sino de granjearse la abstención presuntamente desbloqueadora de PP y, si fuera el caso, los restos de serie de Ciudadanos. La funesta noticia para los que creemos en las soluciones políticas es que en esa operación de atraerse a azules y naranjas Sánchez no se va a parar en barras. Empieza a oler a 155.

Puigdemont sí puede

En su haraganería argumentativa de aluvión, la derechaza españolera suele gustar de sacar el comodín de ETA al cargar dialécticamente contra el soberanismo catalán. Lo han hecho, sin ir más lejos, a cuenta de la última operación judicioso-policial que nos han ido novelando los medios de costumbre. Y ante todas esas bocachancladas, nosotros, que somos los justos, los ecuánimes y los buenos, hemos puesto el grito en el cielo. Que si cómo se atreven a utilizar el inmenso dolor de los años del plomo, que si qué vergüenza hacer politiqueo con la sangre derramada, que si no hay derecho a banalizar el terrorismo, y me llevo una.

Reconvenciones todas muy pertinentes, hasta que quien se saca de la sobaquera el paralelismo es el Molt Honorable President expatriado en el modesto queli de Waterloo. Primero en catalán y, después, por si hubiera dudas, en castellano, Carles Puigdemont mostró su fingida extrañeza porque se habla de aplicar a Catalunya el 155 cuando no se hizo en Euskadi en los tiempos en que ETA mató a mil personas. Solo con echarle media neurona, se diría que el tipo atribuye a los gobiernos vascos de entonces connivencia con la banda que se llevó por delante todas esas vidas. Losantos, Tertsch, Marhuenda o Inda en estado puro. O, vamos, Rivera, Casado y Abascal. Pero vayan y cuéntenselo a nuestros bien comidos y bien bebidos procesistas de salón —hablo de los del terruño—, que con alguna honrosa excepción, han salido en bloque a aplaudir al intocable de Flandes y, en el mismo viaje, a ciscarse en el nacionalismo mingafría que no tira de su pueblo hacia el abismo y la frustración. Voy a por mi armadura.

Ahora… 155

Primero fue una insinuación con toques hasta líricos: “Actuaremos con serena firmeza si vuelven a quebrar el Estatut”. Anótese, por cierto, el rostro de alabastro que hay que gastar para soltar eso, militando en el partido que presumió de haber cepillado el texto ahora presuntamente sagrado. Al día siguiente, como en los avisos corleoneses, subió el diapasón: “Que los independentistas no jueguen con fuego”. Y a la tercera, que fue ayer, segundo aniversario del referéndum del 1 de octubre, ya sin medias tintas, se puso nombre, o sea, número, a la amenaza: “Lo hemos estudiado, y un gobierno en funciones puede aplicar el 155 sin problemas”.

La secuencia muestra los retratos fidedignos del autor de las amenazas y de su gurú de cabecera. Esos, exactamente esos, son Pedro Sánchez e Iván Redondo, dos tipos que cambian de discurso como de gayumbos. La diferencia es que lo segundo se hace por higiene y lo otro, lo de pasar de arre a so y viceversa, responde al cálculo de la mandanga que funciona en el mercado en cada momento. Ni siquiera se preocupan en disimularlo, como prueba la elección del eslogan de campaña. “Ahora, España”, reza la martingala, dejando implícito que ayer no tocaba y que mañana ya veremos.

¿Colará? Lo comprobaremos el 10 de noviembre, pero no lo descarten. Como escribí recientemente, juega a su favor la descomunal flaqueza de memoria del personal con derecho a voto. Hágase de nuevas quien quiera. Este Sánchez es el del colosal banderón rojigualdo, el que fue a piñón con el PP en la aplicación del 155 y el que dedicó los epítetos más gruesos a los líderes soberanistas. No ocurrió hace tanto tiempo.

Cien por cien Urkullu

Después de asistir con cierto interés a las declaraciones de los principales testigos del juicio por el procés, me descubro ante la capacidad para el retrato de esa especie de mesa camilla desde la que los interpelados han tenido que responder a las preguntas, no siempre bienintencionadas, de las diferentes partes. Como tituló certeramente Manuel Jabois, en su turno, Mariano Rajoy resultó Marianísimo, es decir, pura esencia de sí mismo. Pero el zigzagueante expresidente español no fue el único. Cabe decir algo muy similar de Soraya Sáenz de Santamaría, que jamás se moja ni bajo el chorro de la ducha, o del cada vez más taimado Artur Mas, que está con y contra o contra y con, según se mire. Ídem de lienzo respecto a Gabriel Rufián, que se autointerpretó con tal precisión que era imposible distinguirlo del original, o sea, de su caricatura.

Y, por lo que nos toca más cerca, la afirmación vale también para el lehendakari, que en ese ínfimo pupitre resultó cien por cien Urkullu en fondo y forma. Con su tono de diario, ese que hace que a los pentagramas les sobren rayas, desgranó concienzuda y minuciosamente los hechos, de modo que la épica de los contendientes soberanistas y unionistas quedó reducida a la casi nada. Medió porque se lo requirieron desde Catalunya, pero también porque se lo solicitaron desde la Moncloa de entonces, al modo rajoyano, sin pedírselo expresamente. Estos y aquellos, por inflamados que estuvieran los discursos, querían evitar encontrarse en el callejón sin salida del enfrentamiento en bucle. Hubo un momento en que casi se consiguió. Pero a alguien le temblaron las piernas. Y se acabó.

21-D, un año

21-D, hace un año también estuve ahí. Recuerdo la interminable caravana desde el aeropuerto del Prat a los estudios de RAC-1 en la Diagonal de Barcelona. El atasco no tenía nada que ver con las elecciones a todo o nada que se celebraban en un territorio intervenido por designio del en aquellas fechas presidente español, Mariano Rajoy, con el apoyo de PSOE —oh, sí— y Ciudadanos. Era lo habitual cualquier día laborable del año a partir de las cinco de la tarde. De hecho, si no fuera por la propaganda que lucían las farolas y las marquesinas de autobús, nada hacía sospechar que a esas horas las urnas recibían unos votos supuestamente decisivos para el futuro de un país que, según se decía y se sigue diciendo, estaba partido en dos.

Tampoco olvido el comienzo del programa especial de Onda Vasca, con una encuesta a pie de urna que, además de vaticinar la pérdida de la mayoría soberanista, señalaba a la Esquerra del ya encarcelado Junqueras como primera fuerza, superando de largo a Junts per Catalunya, la lista del expatriado Puigdemont. Con esos datos, me provoca sonrojo evocar los comentarios de los sabios analistas (incluyendo los míos) y de los portavoces en las sedes de los diferentes partidos. Luego, el recuento real hizo virar los discursos. El independentismo retenía la mayoría absoluta, pero JxC le tomaba la delantera a ERC, con la guinda insospechada de que el (inútil) ganador de los comicios era Ciudadanos.

No negaré que desde entonces hasta hoy han ocurrido unas cuantas cosas, pero buena parte de lo fundamental —cárcel, exilio, procesos judiciales, imposibilidad de encontrar una salida— se mantiene.

¿Agur, Rajoy?

Nostradamus al aparato. Apenas hace cuatro días hablaba de una moción de fogueo, y empieza a darme a la nariz que pronto tendré que apostillar que las carga el diablo. O que donde menos se espera, salta la liebre. En qué cabeza iba a estar hace nada que, después de haber salvado mil y una bolas de partido, a Mariano Rajoy se le acabarían de golpe las existencias de baraka —folla, nata, churro o suerte en castizo— y estaría a cinco minutos de la extrema unción política. Corríjanme porque puedo volver a estar equivocado, pero en el instante en que tecleo, lo más parecido a una salida honrosa (o no excesivamente humillante) es la dimisión.

¿Es exactamente ese el camino que le está mostrando el PNV al Tancredo en horas bajas? Volvemos al terreno del onanismo mental, porque aunque se leen y escuchan muchas cosas, lo cierto es que en Sabin Etxea impera un silencio cartujano, acorde con el tamaño de la papeleta que toca gestionar. Lo de los presupuestos, máxime viendo cómo se ha cumplido el pronóstico del decaimiento por su propio peso del 155, se antoja una menudencia en comparación con lo que se dilucida ahora. Aunque imagino el Potosí que puede estar en juego y me consta la alta posibilidad de salir palmando de esta, no veo el modo de justificar la continuidad al frente del Gobierno de España de quien ha adquirido la condición impepinable de cabeza de turco. Y será verdad que Sánchez como anticipo de Rivera puede ser, andando el tiempo, hacer un pan con unas hostias. Pero la política se juega también en el plazo corto, y mañana no se va a entender que si hay 171 votos para echar a Rajoy no haya 176.

Pasado imperfecto

Qué profunda emoción, recordar el ayer, cuando todo en Las Ramblas me hablaba de amor… a la república que duró un suspiro. Venga, va, pongamos que fueron tres horas. Las que pasaron entre el descorche deslavazado de media docena de botellas de cava y el anuncio en labios marianos de la aplicación del 155 y la consiguiente convocatoria de elecciones. ¡Ay, aquel primer tuit de Rufián diciendo que antes pasaría un camello por el ojo de una aguja que una papeleta soberanista por el aro de los comicios impuestos! La CUP vio la apuesta y la subió a una quedada para comer butifarra el día de las urnas inaceptables. Total, para que al llegar la fecha de autos, ya con políticos encarcelados y expatriados, estuvieran todas las listas a la orden.

Y, miren por dónde, la cosa es que, contra el pronóstico de los convocantes y para su enorme pasmo, volvieron a sumar mayoría de escaños las formaciones que quieren darse el piro de la pérfida España. Lo irrenunciable entonces fue que el president designado fuera Carles Puigdemont. No había marcha atrás. Pero la hubo, y en ese lance, sí o sí, la vara de mando sería para Jordi Sánchez. Pero también hubo que apearse de esas trece, de modo que le llegó el turno a Jordi Turull, igualmente en condición de no negociable. De hecho, ni siquiera fue preciso negociar. El justiciero Llarena volvió a encerrar al tercer candidato, incluso a pesar de su discurso light a ver si colaba. Tras un nuevo intento fallido con Puigdemont, le tocó a Quim Torra, que por fin pudo acceder al cargo, pero puso en su alineación unos nombres vetados. ¿Cómo piensan que puede acabar el episodio?