Y a pesar de todo

Parece que al final no fue para tanto. Nadie que votara el domingo puede decir que se expusiera a un peligro mayor que entrar al súper —no pongo el ejemplo del vermú, que los guardianes de lo correcto me crujen— a comprar un paquete de macarrones. Pena de desmemoria impetuosa, muy pronto habremos olvidado los quintales de guano en que estuvieron envueltas nuestras primeras (y espero que últimas) elecciones de la pandemia. Al punto de que los campeones galácticos de la democracia hicieron todo lo posible primero por impedirlas, y después, por propagar el pánico para que la gente menos militante se quedara en casa. Eso último, para nuestra pena y nuestra vergüenza, lo consiguieron.

Se diría incluso que a alguna de las banderías que jugó tal baza le salió bien la vaina. O, bueno, medio bien, que aunque últimamente se haya convertido en moda celebrar los meritorios subcampeonatos, el algodón no engaña. Todavía, 100.000 votos de diferencia, con la peste, Zaldibar, Osakidetza, De Miguel, la muerte de Manolete y lo que te rondaré, moreno. Yo sí me acuerdo de cuando la hegemonía era pan comido en 2014. Eso, sin pasar por alto las paradojas o quizá las parajodas de las urnas. De qué te vale un resultado extraordinario si enfrente hay, salvo chaladura inmensa, una mayoría absoluta que te hace prescindible.

Se vota hoy

Me perdonarán la obviedad del título, pero espero que lo entiendan. Llevamos ni sé las elecciones cuyos resultados provocan un cabreo tardío, literalmente póstumo, del personal, acompañado incluso de tan aguerridas como inútiles manifestaciones de protesta al día siguiente de la cita con las urnas. O simplemente de lamentos y rechinares de dientes por un desenlace escasamente agradable del escrutinio. Lo tremendo es que no pocas veces, quienes más disgusto manifiestan fuera de plazo son tipos y tipas que tuvieron a bien (o sea, a mal) pasar un kilo de acercarse a su colegio electoral.

No permitan que eso vuelva a pasar. No lloren mañana lo que pudieron evitar la víspera. Voten hoy. A la opción que entiendan que es la mejor o, siquiera, la menos mala. Tomando, desde luego, todas las precauciones en medio de esta peste que se empeña en no irse. Pero voten. Dejen con dos palmos de narices a los presuntos demócratas —algunos, hasta con autotítulo de antifascistas— que, meándose a chorros en la soberanía popular a la que tanto y tan en falso apelan, jugaron primero a impedir el ejercicio del derecho a sufragio y después, a tirar por los suelos la participación con mensajes apocalípticos. Si siempre nos sobrepusimos al voto del miedo, hoy debemos hacer lo propio con la abstención del pánico interesado.

Un dilema soberano

¿Facilitar o no facilitar la investidura de un gobierno con Pedro Sánchez como presidente y Pablo Iglesias como vicepresidente? He ahí el dilema del soberanismo catalán que —dejémonos de bobadas— es quien tiene los votos necesarios, incluso en forma de abstención, para que el pacto de los Picapiedra pase del par de folios con la firma de los susodichos a la realidad. Fíjense que lo que tras el 28 de abril parecía empresa factible ahora se ha puesto muy cuesta arriba. Y no será porque no se advirtió hasta la náusea durante el flirteo impostado del verano de que tras la sentencia del Procés el asunto se tornaría endiablado.

Por si eso no hubiera sido suficiente por sí solo, el Sánchez de la campaña electoral prometiendo trullo para los convocantes de referendos o presumiendo de que a un chasquido de sus dedos la fiscalía traería a Puigdemont engrillado ha elevado el precio del trato. Como poco, cabría exigir que el aspirante a dejar de estar en funciones se retractara de sus bravatas. No parece que vaya a ocurrir y aunque así fuera, tampoco se puede asegurar que serviría de algo cuando llevamos cuatro semanas de bronca sin tregua en las calles.

Ahí es donde Esquerra tiene que tomar aire y andar con pies de plomo. Será muy complicado explicar a los que llevan en el costillar una buena colección de porrazos que se va a permitir un ejecutivo liderado por el que ordenó a los uniformados actuar sin miramientos. Ya hemos visto a Rufián tratado de traidor y abandonando con la testuz gacha una movilización a la que acudió pensando que lo pasearían a hombros. No va a ser nada sencillo escoger entre lo malo y lo peor.

Gran coalición light

Desde el primer acto de esta campaña express interminable, Pedro Sánchez anda prometiendo desayuno, comida, merienda y cena que no habrá Gran coalición. Para los que andamos bien de fósforo y estamos avecindados en la demarcación autonómica vasca, es imposible que no nos acuda a la mente el recuerdo de Patxi López hace diez años y pico jurando (o sea, perjurando) que no pactaría con el PP.

Y bien, tampoco exageremos. Aunque en la política lo hemos visto ya casi todo, en el instante actual resulta altamente improbable que se acabe consumando un gobierno formado a pachas o semipachas por las dos siglas que siguen siendo puntales del bipartidismo. De saque, porque ni a ferracenses ni a genoveses les conviene una coyunda pública de semejante envergadura. Pero es que, además, seguramente no va a ser necesario embarcarse en la aventura de compartir gabinete. Bastaría con una abstención patriótica que evitara un nuevo bloqueo.

Quizá es que nos estamos volviendo todos conspiranoicos, pero esa eventualidad explicaría la repetición electoral como el paso imprescindible para crear el contexto en que pudiera resultar entendible un acuerdo que se vendería en nombre del bien común, la responsabilidad y blablablá. El PP de un Casado al que todavía le falta medio hervor para aspirar a dormir en La Moncloa ganaría puntos por su sentido del Estado y, a poco hábil que estuviera, se aseguraría atar por los pelendegues al PSOE en el correspondiente contrato prenupcial. Claro que, conociendo al gurú de cabecera de Sánchez, tampoco es descartable que todo sea una pantomima para terminar haciendo hincar la rodilla a Pablo Iglesias.

¿No votar?

La mejor aliada de los irresponsables políticos que nos han llevado a la repetición electoral del 10 de noviembre es la desmemoria de la mayoría de los que votamos. Y hago precio de amigo, porque tal vez sería más atinado hablar de la indolencia, de la dejadez o, más en llano, de la pachorra del personal. Quiero yo ver en el momento de contar las papeletas en qué queda toda esa indignación sulfúrica que se exhibe en barras de bar, colas de carnicerías y no digamos en Twitter, Facebook y los tremebundos grupos de guasap.

¿De verdad alguien cree que la forma de castigar a unos tipos a los que se la refanfinfla todo es no presentarse ante las urnas el día de autos? Sin pensar en a quién le vendría de perlas y para quién sería el roto, ya habrán escuchado a esa mediocridad venida a mucho más que atiende por José Luis Ábalos. “No hay ningún miedo a la abstención”, se jacta el palafrenero de Sánchez ante cada alcachofa que le ponen delante, dejando claro que para él, su jefe y el iluminado que le susurra a su jefe, la ciudadanía es un rebaño de mansas ovejas. Lo triste es que los hechos pueden darles la razón.

En resumen, tengan cuidado con a quien votan, pero también con a quién no votan. Como apunté aquí mismo hace unos días, en nuestros terruños tenemos el pequeño consuelo de que hay, por lo menos, dos siglas a las que no podemos achacar esta inmensa tomadura de flequillo de la que hemos sido —¡y seguimos siendo!— víctimas. Cierto es también que con eso solo avanzaremos si los hados quieren, como ha ocurrido con cierta frecuencia, que estos escaños resulten determinantes para conseguir la mayoría buena. Así sea.

Y dos huevos duros

Al humo de las velas, Napoleoncito Rivera sale de su modorrón postelectoral y propone lo que anteayer mismo juraba que no haría jamás de lo jamases: una abstención a cambio de que Pedro Sánchez le chupe la punta de los mocasines. Dice el figurín figurón que le bastan como condiciones, de menor a mayor, una bajada de impuestos, el compromiso de no indultar a los malotes del Procés y, como guinda, que Sánchez ordene a Chivite romper el gobierno de coalición de Navarra y entregarle la vara de mando a Navarra Suma. Y dos huevos duros, quedaría por redondear la carta a Olentzero (perdón, a los Reyes Magos) del cuervo amamantado por el ahora parece que un tanto arrepentido Ibex 35.

Hasta el menos ducho en análisis políticos es capaz de ver que esta postrera aparición del jefecillo de Ciudadanos no tiene más objetivo que sacudirse las culpas de la repetición electoral que todo quisque damos por hecha. A los naranjitos les canta el sobaco a UPyD que es un primor, y temen que una vuelta a las urnas les divida por equis la representación actual. Qué menos que intentar disimular a ver si cuela y se evita la sangría augurada en las encuestas publicadas e inéditas.

Con todo, y a horas de que sepamos si volvemos a votar en noviembre, confieso que no me atrevo a asegurar que este numerito de Rivera vaya quedarse en petardo bufado. De momento, y aunque sea a cambio de cuestiones no cumplibles, pone en el centro del tablero la posibilidad de una abstención que se descartaba. Eso, sin contar que la sola propuesta podría hacer que a Unidas Podemos le entrara el tembleque y se aviniera a investir a Sánchez por la jeró. Veremos.

¿Y la abstención?

En la terminología al uso, lo que Pedro Sánchez está haciendo con Pablo Iglesias se denomina troleo. Del nueve largo, además, porque el eterno presidente en funciones arrea en las partes más expuestas de su atribulado adversario. ¿No era Iglesias el que no hace tanto exigía negociaciones en streaming, o sea, transmitidas en directo? Pues ahí se va Sánchez a la televisión pública a anunciar urbi et orbi que cuando tenga un rato le va a llamar por teléfono para proponerle la penúltima ocurrencia de su hechicero, que básicamente consiste en marear la perdiz. Todo lo que le quedó al líder de Podemos, que andaba ante otra alcahofa, fue decir que no son formas, pero que bueno, que vale, y que ya procurará tener el móvil con batería. Todo, para que a media tarde, el inquilino interino de La Moncloa corriera a tuitear que ya había llamado a Pablo y que este pasa un kilo, jo qu péna.

Esa es la política en tiempos de Twitter. Como dicen que dijo aquel torero, lo importante no es hacerlo sino contar que lo has hecho. Y para que a cada capítulo no le falte su novedad, mientras sigue la trama pimpinelesca, se suelta la especie, a lo Gila, de que en las sesiones de investidura “pasarán cosas”. ¿Qué cosas? Pues, por ejemplo, que el Partido Popular se abstenga. De momento, no es más que un asustapardillos, pero si yo fuera el Iván Redondo de Pablo Casado, le animaría a darle una vuelta. De saque, quedaría como generoso hombre de estado que piensa antes en la estabilidad de la Nación que en su propio interés. A partir de ahí, tendría un gobierno débil cabreado con su sostén natural al que atizar hasta en el cielo de la boca.