Lo que debe callarse

Otra de esas realidades incómodas que se tiende a ocultar. O a justificar cuando saltan los setecientos cerrojos impuestos por los tiranuelos que decretan lo que se puede y no se puede contar. Ya sé yo que tras estas líneas llegarán enojadísimas hidras de la moral correcta a gritar, quizá con otras palabras, que es que no se puede ir pidiendo guerra, que hay cosas que pasan y son imposibles de evitar o, como gran comodín, que peor es lo de los corruptos del PP. Me ocurrió cuando escribí sobre los miles de secuestros y violaciones continuadas de niñas en Rothertham o sobre las centenares de agresiones sexuales de Colonia, Hamburgo, Düsseldorf u otras ciudades alemanas.

Vacunado contra los que defienden la intolerancia en nombre —qué asco— de la tolerancia, vuelvo a citar a Marieme-Hélie Lucas, argelina y radicalmente feminista: “La izquierda postlaica tiene miedo de que la tachen de islamófoba”. También cito, porque es de justicia, al autor y medio que publican la noticia. Fue Enric González, nada sospechoso de racista machirulo, espero, quien daba cuenta el viernes en El Mundo de una denuncia firmada por más de 20.000 mujeres —en muy buena parte, musulmanas— que viven o trabajan en las inmediaciones del Boulevar de La Chapelle, en París. Cada día son sometidas a todo tipo de acosos físicos y verbales por parte de los varones que campan a sus anchas en el lugar. “Salope (puta) es lo más bonito que te gritan”, lamenta una de las mujeres que aportan su testimonio en el reportaje. ¿Y no ha habido consecuencias de la denuncia pública? Sí, sus firmantes han sido acusadas de ser del Frente Nacional.

Justicia, ¿para quién?

Sanfermines 2014, concretamente, 8.37 de la mañana del 13 de julio en la calle Estafeta. Un baboso se abalanza sobre una joven que le ha dejado bien claro que no quiere nada con él. La sobetea por todo el cuerpo e intenta besarla, mientras ella tiembla, llora, le suplica que la deje en paz y grita el nombre de su novio. Cuando llega este, que venía de correr el encierro, le larga al agresor sexual un puñetazo en la cara que le hace caer al suelo, chocando con la cabeza en el adoquinado. A consecuencia del golpe, el tipo es operado, pasa 28 días hospitalizado y más de 200 de baja.

Dos años más tarde, y cuando aún duran los ecos de otras fiestas de Iruña empañadas por numerosos ataques a mujeres, llega la llamada Justicia a dictar sentencia y, en el mismo viaje, a mostrarnos el mecanismo del sonajero. Para el agresor sexual, al que deja en simple abusador, y le aplica la atenuante de embriaguez, una condena de un año —que seguramente no llegará a cumplir— y una ridícula indemnización a la víctima de 3.000 euros. Pero eso es solo la avanzadilla de la ola de estupor, rabia y asco que provoca la otra parte de la decisión judicial. Al novio de la joven le caen nueve meses de prisión, y se le obliga a indemnizar con 91.500 euros al que estaba forzando a la mujer y con otros 60.430 a la Sanidad navarra por los gastos de atención al tipejo. Como fulero argumento, los de la toga sostienen que había otras alternativas al puñetazo. Ténganlo en cuenta por si se ven en la tesitura de la joven o de su novio. La Audiencia Provincial de Navarra les viene a decir que impedir la agresión les puede salir muy caro.

¿Rechazar y qué más?

Sin duda, reconforta la participación masiva en las concentraciones contra las agresiones sexuales en Iruña. El riesgo es que acaben convirtiéndose en parte del programa de Sanfermines. Por tremendo que suene, se diría que vamos camino de ello. Y hasta me da en la nariz que lo aceptamos con una extraña mezcla de estupor, resignación y autocomplacencia.

Comprendo que les choque lo último. No debería tener el menor sentido hablando de lo que hablamos, y sin embargo, basta observar ciertas actitudes y prestar atención a determinadas declaraciones, para tener la incómoda sensación de que las manifestaciones de rechazo operan como una suerte de bálsamo para las conciencias atribuladas. Asistir, casi fichar, provoca el alivio de pensar que ya se ha hecho todo lo que cabía. Eso, en los casos más encomiables o menos dignos de reproche. No creo que les descubra nada si menciono a los profesionales de la más enérgica repulsa de lo que sea. Excuso detallar cuánto aborrezco a esos tipos y a esas tipas que hacen de cada violación una ocasión para el lucimiento personal a través de encendidas proclamas de repertorio.

Espero con ansiedad el momento en que nos demos cuenta de que los destinatarios de los exabruptos ortopédicos —Aski da, joder!, ¡Ni una más!, etc— pasan kilo y medio de tanta palabrería, y empecemos a cambiar de estrategia. Claro que para eso sería necesaria una determinación sin fisuras a no pasar ni un solo ataque sexual. Por desgracia, este mismo año hemos visto ejemplos cercanos y no tanto de una desvergonzada disposición a callar, disculpar, justificar o amparar según qué agresiones a mujeres.

¿Tolerancia cero?

Otra concentración modélica. Todo perfecto. La multitudinaria asistencia y su plural representación política incluyendo a la nueva autoridad municipal. Las pancartas, las consignas, los folletos esgrimidos como un (inútil) detente-bala. Ni una agresión sexual más, basta ya, no es no, aski da. Palabras, una vez más, al viento. Muy bonitas y muy sentidas en los titulares, pero al cabo, apenas una conjura para la impotencia o unas gotas de árnica para la conciencia. Necesitamos pensar que hacemos algo, que no nos resignamos, que no aceptamos y ya. Y está muy bien, oigan, salir a la calle y gritar muy alto, aunque se sepa —porque se sabe, ¿verdad?— que el mensaje jamás les va a llegar a los destinatarios, o que si les llega, por un oído les entra y por el otro les sale.

No es la primera vez que pregunto, y en cada ocasión lo hago con mayor desazón, si una vez comprobado que somos la rehostia mostrando nuestra repulsa, no habrá llegado el momento de trasladar esa pericia a evitar los ataques. Con algo más que bienintencionadas campañas de concienciación, quiero decir. O con planes de actuación que vayan más allá de clausurar los lugares donde estadísticamente se producen las agresiones o de invitar a las posibles víctimas a no pasar por aquí, por allá o por acullá, no sea que les vaya a tocar a ellas.

¿Qué tal si empezamos a perseguir en serio y sin miramientos todas las conductas de sometimiento heteropatriarcal y no solo las políticamente correctas? ¿Y si nos conjuramos para que “Tolerancia cero” pase de ser un resultón deseo expresado en voz alta a un principio que se demuestra a través de los hechos?

Rotherham y los canallas

Rotherham, ¿les suena? Es bastante probable que no, a pesar de que lo que se ha sabido que ocurrió en esta ciudad inglesa durante 16 años constituye una inconmensurable ignominia que, en condiciones (medio) normales, habría sido noticia de apertura prolongada y material de abasto prioritario para tertulias y columnas. Estamos hablando —es decir, deberíamos estar hablando— de 1.400 menores sistemáticamente violadas, secuestradas, prostituidas, torturadas y vendidas por un puñado de libras. En un lugar del presunto primer mundo, en la llamada sociedad de la información, y prácticamente a la vista pública. Pero ni las autoridades políticas, ni la policía, ni los servicios sociales movieron un dedo. Tampoco, oh sorpresa, las beatíficas ONGs. Las víctimas que, venciendo el pánico, se atrevieron a denunciar lo que les habían hecho fueron tratadas de busconas o, en el mejor de los casos, de adolescentes fantasiosas. Las mandaban a casa advirtiéndoles sobre las consecuencias que podría tener abrir la boca. A las amenazas de sus extorsionadores se unían las de los representantes del sistema que supuestamente velaba por ellas.

Si no tenían conocimiento previo de la tremebunda historia, se estarán preguntando dónde estaban los —¡y las!— apóstoles del discurso de género, con su soniquete del empoderamiento y sus diatribas de la sociedad heteropatriarcal. Se lo desvelo: estaban y están echando tierra a todo esto. Aunque las víctimas pertenecían a la comunidad paquistaní, sus victimarios, también. Compréndanlos, no querían pasar por racistas. Era (y es) preferible guardar silencio. Cómplice, naturalmente.

Si condenas, no toleres

No me cansaré de repetir que somos la releche a la hora de condenar la violencia machista y una chufa cuando se trata de evitarla. A ver cuándo narices equilibramos las balanzas y conseguimos que las concentraciones y las declaraciones de rechazo tan lucidas tengan su contrapartida en una actuación eficaz frente a maltratadores, asesinos y violadores. En el camino me conformaría, siquiera, con dejar de ver a pie de pancarta o de micrófono a muchísimas de las personas que están contribuyendo a perpetuar lo mismo que luego denuncian con palabrería rimbombante y afectación de cartón piedra.

¿Me refiero, quizá, a las autoridades? Pobrecitas, esas ni saben por dónde les da el aire. Jamás van a salir del manual: convocatoria de pleno de urgencia y comunicado hablando de los valores, la importancia de la educación (sí, ya estamos viendo los resultados), el trabajo que queda por hacer y bla, bla, requeteblá. Qué va, esta vez me dirijo a los detentadores y detentadoras de la conciencia social, esos y esas que llevan permanentemente en bandolera su más enérgica repulsa y que lo solucionan todo a base de repertorio. Menos venirse arriba echando una culpa nebulosa a la sociedad heteropatriarcal y más señalar las responsabilidades individuales tasables, medibles y concretas. Todas y cada una de ellas, no según convenga o quede bonito en los discursos.

Dicho de un modo más llano: basta ya de amparar, ocultar, contextualizar o directamente negar las agresiones. ¿Pero de verdad hay quien hace eso? ¿A esos niveles de hipocresía hemos llegado? No se me hagan de nuevas, saben tan bien como yo que es así.

Magreos sanfermineros

Cosas de la globalización y las armas de difusión de masiva: fundamos tradiciones de un rato para otro. Si en tiempos de la alpargata y el boca a oreja se necesitaban años para que un comportamiento equis se incorporase al acervo popular, ahora en un par de temporadas cualquier ocurrencia, por estúpida o garrula que sea, puede convertirse en moda y, sin solución de continuidad, en uso y costumbre. Una vez instalado y sacralizado el hábito, vaya usted y pelee contra el espíritu gregario para convencer al rebaño de que ese presunto ritual del que cree ser partícipe no es más que una gañanada.

Los Sanfermines, como tantas otras fiestas, son terreno abonado para la generación de estos ceremoniales bizarros. Habría incluso quien citaría entre ellos su ingrediente más representativo, pero por no liarla, será suficiente mencionar el encierro de la Villavesa, los saltos suicidas desde la fuente de la Navarrería o el de más reciente adquisición, que es el que ha inspirado estas líneas: el magreo multitudinario de pechos femeninos al aire.

Seguramente empezó como anécdota. Muchedumbre, calor, alcohol, desinhibición, jijí, jajá, una cámara captando el instante y el efecto multiplicador de internet, donde es literalmente cierto que dos tetas tiran más que cien carretas, como pueden atestiguar los índices de visionado de las imágenes que muestran carne. La imitación ha hecho el resto en tiempo récord. En las últimas versiones, ya hemos visto cómo las exploraciones corporales han descendido sin freno hacia el sur de la anatomía. Las guías más actualizadas pronto tentarán a los visitantes, mayormente a los de género machirulo, con la posibilidad de tomar parte en estos tocamientos colectivos en un ambiente de sana algarabía y sin temor a las consecuencias.

Llámenme vinagre, Rottenmeyer o trasnochado, pero yo no le encuentro la menor gracia a esta suerte de agresión sexual tumultuosa y pública.