Un debate político

Qué desastre de comunicador estoy hecho. Resulta que en el debate que humildemente moderé ayer en Euskadi Hoy de Onda Vasca no hubo cachivaches en la mesa, ni tipos sobreexcitados instando a los demás a que no se pusieran nerviosos, ni gráficos de chicha y nabo, ni intercambio de libros estrambóticos. Esperaba, qué sé yo, que alguien pidiera que se escuchara el silencio, se descuajeringase de la risa ante las alusiones, me birlase el papel de árbitro o me propiciase un momento para demostrar que soy el tipo más incisivo del orbe y que reparto comentarios cortantes de perdonavidas a los contendientes.

Ni modo. Todo fue de comunión diaria, con un guión de bloques mondos y lirondos que se respetó por encima de mis expectativas. Temas menores, por demás, como las propuestas sociales y económicas, las visiones sobre el encaje territorial y el autogobierno vasco o las preferencias de pactos electorales. ¿Se podrán creer que los cinco portavoces de las principales fuerzas vascas intercambiaron sus opiniones con la debida contundencia pero sin caer ni una sola vez en la tentación del golpe bajo, pese a que hubo ocasiones propicias?

Pues fue así. De hecho, lo más reseñable pasó fuera de antena. Los gestos cordiales, incluso cariñosos, entre los invitados. Oskar Matute diciéndome que estaba muy elegante con mi camisa a rayas. Las bromas a Roberto Uriarte, que vino el día anterior por equivocación. El lapsus de Aitor Esteban rebautizándome como Lapitz. La espontaneidad de Bea Fanjul y Julia Liberal hablando de su diferencia de edad. Lo demás fue, no sé cómo decirles… un debate político. Soy la vergüenza de mi gremio.

¿Y qué opina Alonso?

Si lo piensan, tampoco es tan extraño que el petimetre Pablo Casado, un tipo que se merca másteres de Harvard en Aravaca y que cree que Getxo está en Gipuzkoa, vaya por ahí expandiendo la idea de que la Ertzaintza es una especie de policía de la señorita Pepis. Este humilde columnero que les canta las mañanas ni se molestó en indignarse ante la penúltima soplagaitez del ahijado putativo de Aznar. Me limité a sonreír con resignación cuando le escuché vomitar que si llega a Moncloa, hará que la Policía Nacional y la Guardia Civil, presunta Benemérita, tengan prevalencia sobre el resto de los cuerpos de orden público.

Qué santa paciencia, la de Aitor Esteban al contestarle lo obvio: que el Estatuto de Gernika, incluso en la parte más o menos cumplida y creíamos que asumida por todos, deja claro el carácter de la Ertzaintza como policía integral. Es más, si hay algo sujeto a debate es la negativa reiterada a replegar a los de los uniformes azules y verde oliva. Como sostuvo el portavoz de Lakua, Josu Erkoreka, la memez del chisgarabís palentino entra en la categoría de agresión a ese Estatuto que tan fariseicamente festejado. Y aquí es donde uno se acuerda de Alfonso Alonso, nominalmente responsable del PP vasco o, según me decía el otro día una lengua viperina, el encargado de ventas de la zona norte. Tengo la certeza de que ni de lejos comparte la demasía de su jefe y que en su fuero interno está que fuma en pipa, pero algo me dice que no saldrá a enmendarle la plana. Bajará la testuz y, como las veces anteriores, dirá que estamos haciendo una “lectura nacionalista” de las palabras de Casado. Apuesten algo.

Despolítica

Miércoles triste, muy triste, en el Congreso de los Diputados. ¿Es que ha ocurrido algo especial, algo diferente, algo que no hayamos visto u oído decenas de veces? No, y en buena parte, esa es la causa de la tristeza, que empieza a estar veteada de impotencia, desgana, resignación y, medio diapasón más allá, pura y dura frustración. Eso, claro, para los que nos pillaba mirando. El resto, que me temo es la inmensa mayoría, pasa kilo y pico del espectáculo ramplón. Con suerte, cazará de refilón un trozo escogido en el telediario o en la tertulia efectista de turno y lo tragará sin digerir o, casi peor, a través de sus prejuicios ideológicos.

Tampoco me engaño ni les engaño. Yo actúo del mismo modo al comentárselo. Tal vez por eso, el aire melancólico de lo que voy escribiendo me lo contagió el que muchos que prescinden de orejeras, han coincidido en destacar como casi el único discurso que huyó de la pirotecnia demagógica. “Vienen tiempos oscuros”, advirtió Aitor Esteban a todas las banderías del hemiciclo, incluyendo la suya, antes de pedir a tirios, troyanos y aliados cruzados que se parasen un poco a pensar si la razón les acompañaba en todo y, desde luego, que rebajaran el octanaje del combustible dialéctico.

El intento del portavoz del PNV fue en vano. Los titulares de la sesión han vuelto a hablar de golpistas, falangistas, amenazas con la intervención del autogobierno o de intensificar la confrontación en la calle. Ruido y más ruido, bravatas enarcedidas que no solo no sirven para solucionar los problemas —en plural; ojalá fuera uno solo—, sino que los agravan en la espiral infinita de la despolítica.

Y fueron 176 votos

Después de algún pronóstico pifiado, permítanme que empiece celebrando que lo que escribí ayer ha acabado pareciéndose bastante a la realidad: si había 171 escaños para echar a Rajoy, habría 176, que en realidad son 180. Ahora, los que tienen que dar alguna que otra explicación son los Rappeles de lance que andaban jurando de buena tinta que el PNV sería el báculo del próximo desahuciado de Moncloa. De miccionar y no echar gota, oigan, la teoría de no sé qué inmenso error. Eso, después de ver cómo lo del 155 autoliquidado por el soberanismo catalán se cumplía al milímietro y de escuchar con sus rudos oídos de amianto cómo Aitor Esteban anunciaba el sí a la moción de censura.

Me apresuro a confesar, en todo caso, que contengo la respiración hasta ver el certificado de defunción política del mengano. Y más que el suyo, para qué voy a negarlo, los de Zoido, Catalá o Cospedal, que han demostrado una maldad indecible. Pongo velas para que a nadie se le vaya el dedo al botón que no es o para que no volvamos a vivir una reedición del Tamayazo. Ni sé las veces que he repetido que hasta el rabo todo es toro.

Por lo demás, y a falta de un análisis más sosegado, mi primera reflexión es sobre los lisérgicos vericuetos de la política. Manda bemoles que fueran los soberanistas catalanes los que, haciendo lo que tenían que hacer para desactivar el 155, pusieron en las manos de Rajoy el arma con el que se ha volado la sesera. Eso, por no mencionar que han acabado haciendo presidente al tipo que, además de llamar de todo al president Quim Torra, pedía leyes más duras contra los que quieren romper la unidad de España. ¡Y lo que habremos de ver!

Nada cambia (parece)

¡Y después de día y medio de pressing catch parlamentario, el ganador es…! El que cada cual tenía en mente mucho antes de que los contendientes subieran al cuadrilátero de las Cortes. He ahí la primera enseñanza de la tercera moción de censura desde que justo hoy hace 40 años se volvió a la más o menos sana costumbre de votar. La iniciativa no parece haber cambiado nada ni a favor ni en contra. Las opiniones están donde estaban. Iba decir “exactamente donde estaban”, pero ni eso. Siguiendo los usos habituales, las posturas se han cerrilizado un par de grados. Los de Pablo son más de Pablo. Los de Mariano, más de Mariano. Y los otros, entre los que me incluyo, somos más de tener la sensación de inmensa pérdida de tiempo y de haber asistido a un show a mayor gloria del que se proponía como candidato alternativo sabiendo que no le daban los números ni por casualidad. A todos se nos ha cumplido la autoprofecía.

Claro que si hay que ser sincero, habrá que reconocer que el espectáculo estuvo orlado de una docena de destellos. Por lo que nos toca más de cerca, y para que vean lo ecléctico o lo bienqueda que soy, me gustaron mucho las intervenciones de Marian Beitialarrangoitia y Aitor Esteban, defendiendo el sí condicionadísimo en el primer caso y la abstención porque no hay más bemoles en el segundo. En el lado opuesto, el vocero por turno de UPN, Iñigo Alli, traspasó los límites de lo patético rebozando su “no” sumiso con las habituales alusiones a ETA y los pérfidos vascones que en su comunidad les han quitado el juguete de gobernar. Y luego, sí, el señor ese del PSOE tan encantado de conocerse.

La tercera está al caer

Todo muy pulcro y democráticamente aseado. Su excelencia el jefe del Estado larga quince minutejos en nochebuena, y al día siguiente, los viejos y nuevos políticos se ejercitan en el arte del canutazo. Mayormente, no nos engañemos, para llenar los telediarios, que solo con gachupinadas navideñas, catástrofes aéreas y óbitos de artistas no llega. Ahí aparecen unos cortesanos aplaudiendo con las orejas —pongan PP, PSOE y Ciudadanos— haya dicho lo que haya dicho el piador con corona. Novedad de un tiempo a esta parte, salen luego los tibios morados a dar sin dar o no dar dando, nunca se sabe. Y cierran el ritual los republicanos con trienios, categoría que incluye a soberanistas de aquí y allá, impepinablemente disconformes con el mensaje del huésped de Zarzuela.

“El día de la marmota”, sentenció, no sin razón, Aitor Esteban. El año que viene, otra de lo mismo. El siguiente, igual, y así hasta… ¿cuándo? Cuidado, que la respuesta puede ser incómoda, pero contiene la esencia de lo que venía a contarles. Aquí lo de menos es el blablablá del preparado y las consiguientes reacciones a favor, en contra o entreveradas. Los sustantivo es que la monarquía española sigue ahí, marchando contra la lógica de la Historia viento en popa a toda vela. Si tuviéramos la mitad de memoria de lo que pronunciamos tal palabra, recordaríamos que apenas anteayer, en época del Borbón que ha pasado a la reserva activa, parecía que a la institución le quedaban cuatro padrenuestros. Blandiendo encuestas y titulares escandalosos, se anunciaba sin dejar lugar a dudas que la tercera estaba al caer.  Un siglo de estos, tal vez.

Deshelando, que es gerundio

Después de cinco años —los cuatro reglamentarios más el de propina en funciones— de rodillo y tentetieso, los heraldos anuncian el final de la glaciación mariana en lo que toca a las relaciones del glorioso centro con la pecaminosa periferia vascongada. “El deshielo”, lo bautizó Aitor Esteban, y la expresión ha prendido entre los que nos dedicamos al blablablá de mediana y baja intensidad. No en vano es lo suficientemente gráfica como para que sobren más explicaciones respecto a su significado. Otra cosa es que cada cual lo cuente a su modo. Dirán unos, elevando el tono de disgusto y sin ahorrar exabruptos contra la flexibilidad jeltzale, que volvemos a los tiempos del intercambio de cromos. Enfrente o al lado, los habrá más pragmáticos y por eso mismo cínicos (o viceversa) que simplemente describirán el fenómeno como la normalidad política.

Sin demasiado rubor, aun sabiendo lo poco popular de la postura, confieso que estoy censado más cerca de los últimos. A estas altura de la liga —duodécima legislatura en las cortes españolas, undécima en el parlamento vasco y novena en el de Navarra—, no me voy a rasgar las vestiduras por asistir a la coreografía del dame y te daré.

Y ahora que ya tengo escandalizados a buena parte de los lectores, añadiré que lo único que pido y espero es que los negociadores locales le saquen los higadillos al PP. ¿Retirar los recursos? Eso ni se discute; condición número cero. A partir de ahí, cupo al decimal más alto, pasta para esta y aquella infraestructura, el fin del tarifazo energético y como guinda, una transferencia de las lustrosas. ¿No vale todo eso cinco votos?