¡Viva el vino! (Otra vez)

El gobierno español tiene una prodigiosa habilidad para meterse en jardines embarrados. O para provocar estériles grescas de diseño a las que la derecha política, mediática y sociológica entra con indisimulada delectación. Y miren, esta vez no ha sido Alberto Garzón, que andaba el hombre firmando un convenio con la industria juguetera para que se evitara identificar el rosa con los productos destinados a las niñas y se ha librado de los coscorrones correspondientes porque el ministerio de Sanidad había pisado un charco más goloso. Con la torpeza comunicativa habitual, o quizá con intención de globo sonda, que todo es posible, el negociado de Carolina Darias se encaramó a los titulares anteayer no queda muy claro si por haber prohibido o solo recomendado a los hosteleros que eliminaran el vino y la cerveza de los menús del día.

Dirán ustedes, y yo lo suscribo, que la diferencia de matiz entre prohibir y recomendar es decisiva en el caso que nos ocupa. Pero es que, como esto es un juego de pillos en el que todas las partes quieren pescar, no hay modo de saber cuál fue la intención original. Conociendo un poco el paño del gabinete de trileros de la comunicación, sospecho que se trataba de ninguna de las dos cosas y todo al mismo tiempo. Si colaba prohibir, prohibían. Si, como ha sido el caso (y era del todo previsible), se montaba una zapatiesta del quince, entonces se ponía cara de yonofui y se agarraba el comodín de la recomendación al tiempo que se denunciaba no sé qué tergiversación. Todo, como viene pasando desde siempre, por no ser capaz de tomar por los cuernos el toro del alcohol en nuestra sociedad.

Macrobotellones: el problema crece

Ahora que parece que hay datos para confiar de verdad en que nos acercamos al principio del fin de la pandemia, atisbamos también, y con creciente claridad y zozobra, una de sus consecuencias que no fuimos capaces de prever. Porque teníamos constancia de las secuelas físicas y de las psicológicas, del mismo modo que intuíamos que el poso de lo vivido nos acompañaría de forma más o menos inconsciente en los comportamientos individuales y colectivos. Con lo que no creo que contáramos es con el fenómeno de los botellones masivos y violentos protagonizados, ojo, por un tipo de jóvenes que no responde ni remotamente a los perfiles clásicos que identificábamos con nitidez detrás de las conductas agresivas y/o destructivas. Ni son matones procedentes de entornos desestructurados ni chavalería ideologizada o con el coco comido para liarla parda contra el sistema opresor.

Qué va. Son niños y niñas medio bien que quizá no se hayan criado en la opulencia, pero a los que no les ha faltado ni les falta de casi nada. La mayoría, con consola de 400 euros, varios pares de deportivas de marca y, desde luego, móvil chachipiruli con tarifa infinita de datos. Cuentan como aliados con la legión habitual de felicianos que te escupen de partida la melonez del «no hay que criminalizar ni estigmatizar» complementada con la letanía del «es que lo han pasado muy mal» y rematada con las matracas del ocio neoliberal, la falta de alternativas o la razonable pero mal sacada a colación alusión al problema que tenemos con el alcohol. Creo sinceramente que ha llegado la hora de preocuparnos y buscar un modo eficaz de pararlo.

Ocio neoliberal

¿Cómo no habríamos caído en ello? La culpa de las incívicas, insolidarias y reiteradas hasta la náusea grescas alcohólicas de madrugada de los últimos meses es del modelo de ocio neoliberal. Palabra de Arnaldo Otegi, que después de haber hecho sus pinitos como epidemiólogo, salta a un campo que por formación le es más cercano, el de la sociología. Lástima que sea la parda, por no decir directamente la cuñadil, la que se expresa a brochazo limpio a base de consignas más trasnochadas que las propias manifestaciones de violencia etílica alevín a las que estamos asistiendo. Menos da una piedra, esta vez no aplaude a las criaturas que se enfrentan a la Ertzaintza y a las policías locales, pero por aquello del caprino tirando el monte, sí justifica su actitud y pide pelillos a la mar, apelando a los comodines de la precariedad y la falta de perspectivas de futuro. Media docena de malvados con memoria entre los que me cuento sonreímos al evocar al propio Otegi en La pelota vasca de Julio Médem. “El día en que en Lekeitio o en Zubieta se coma en hamburgueserías y se oiga música rock americano y en vez de contemplar los montes se esté en internet, será un mundo tan aburrido que no merecerá la pena”, afirmó en 2003 el ya por entonces líder indiscutible del soberanismo fetén. Ahora sale con lo mismo, añadiendo la sobada alusión al neoliberalismo, como si desde los egipcios para acá los humanos de cualquier parte del globo no se hubieran entregado con denuedo al bebercio intensivo. Incluso, oh sí, en los tiempos de la martxa eta borroka y la juventud alegre y combativa. Menudas cogorzas se agarraban en los gaztetxes.

Otra subida, y van…

Hay cosas que no cambian. Busquen las diferencias entre el Cristóbal Montoro de la mayoría absolutísima y el de los equilibrios aritméticos sobre el alambre. Ninguna. Ahí lo tienen, igual en la opulencia parlamentaria que en las estrecheces, teniendo idénticas ideas, es decir, ocurrencias, para rascar el parné que la madrastra europea le ordena recortar de donde duele.

Digamos de saque que algunos nos acordamos de la reiterada promesa, en labios del patrón Rajoy, del propio Montoro o de su antagonista en el gabinete, De Guindos, de dejar enterrada para siempre la tijera. Pues ya ven. Y también dijeron que no habría subida de impuestos, que es adonde vamos. ¿Acaso no son impuestos los recargos sobre el precio del tabaco, las bebidas alcohólicas o (ahora también) las azucaradas? Metan la mano en los bolsillos de los ciudadanos, pero, por lo menos, no nos traten como a imbéciles.

Por lo demás, se pregunta uno hasta dónde dan de sí el bebercio graduado, el fumercio, los brebajes con el llamado veneno blanco y dulce, o los combustibles, que esta vez se han librado de la subida. Desde su reconquista del poder en 2011, el PP ha usado estos productos supuestamente perversos como surtidor de pasta, juntos o por separado, en más de una docena de ocasiones. En una de ellas apunté la tremenda catástrofe económica que supondría el triunfo de las (hipócritas) campañas para que el personal abandone los malos hábitos. O quizá no, porque conociendo los procesos mentales de los gobernantes, pondrían la diana en las actitudes saludables. Y ya que lo menciono, ¿qué tal un impuesto especial a artículos para runners?

Fumemos, bebamos

Si el Gobierno español fuera medio consecuente —qué cosas pido—, debería dejarse de campañas ñoñas contra el alcohol y el tabaco y empezar a promocionar el bebercio y el fumeque a todo trapo. Canta una barbaridad que después de las moralinas que nos atizan, presuntamente en beneficio de nuestra salud, los primeros bolsillos en que se piensa para restañar las heridas de la caja sean los de quienes le pegan a uno, al otro o a ambos vicios. Cada equis viernes, salen los santurrones Soraya SdeS y Cristobal Montoro, dama mayor y caballero magno de la liga de la decencia y las buenas costumbres, respectivamente, a arrearle un buen tantarantán a la lista de precios de los trujas y las bebidas espirituosas. En la última vuelta de tuerca, 15 céntimos más por cajetilla y 85 por litro; eso sí, dejando exentos el vino y la cerveza, no se nos vayan a enfadar según qué señoritos. A modo de justificación, la armonización europea, esa misma que se pasan por la entrepierna cuando se trata de salarios y no digamos ya de derechos sociales.

Aparte de revelar una creatividad recaudatoria manifiestamente mejorable, el empeño obcecado en acudir impepinablemente a los estancos y los bares para rebañar calderilla es síntoma de una inmensa contradicción. Si un día a la población le diera por atender a rajatabla los llamamientos a adoptar hábitos saludables y a mantener a raya los demonios etílicos y nicotínicos, nos encontraríamos con un colosal problema. De saque, se acabaría la única teta fiscal de chorro sostenido, pero la cosa no quedaría ahí. Veríamos irse al guano, puestos de trabajo incluidos, los multimillonarios negocios basados en la producción y/o distribución legal de las perversas y dañinas sustancias. Con cinismo pero también con cierta razón, un amigo mío dice, pitillo en una mano y chupito en la otra, que sus pulmones ennegrecidos y su hígado castigado son pilares fundamentales de la economía.

Cubatas subvencionados

Hay que ver, con lo tuiteras hasta el hartazgo que son muchas señorías —con Iphone gratis, cualquiera—, qué poquitas han piado sobre sus cubatas subvencionados. Ni a tres euros y medio llega el gintonic de Larios en el bar del Congreso, oigan. Y ya no son solo esos precios con los que no podría competir la tasca más cutre que conozcan; es también la variedad de la oferta espirituosa, propia de Chicote o de Le Cock. Un pelotazo para cada cada ocasión. Del chinchón o el anís Castellana cuando el cuerpo está de jota rojigualda al Jacobet o al Armagnac cuando el culiparlante y bocabebiente se ha levantado cosmopolita. Manolo, ponme un Triple Seco, que hoy toca sesión de control, y échale otro escocés a mi amigo el pepero, a ver si se me ablanda y le arranco una transaccional. ¿Conocen muchos curros en los que el pimple de alta graduación dentro de la jornada laboral esté tolerado y, de propina, financiado? Pues estos gachós y estas gachises, que luego se pasan la vida prohibiéndonos cosas a los demás, tienen lo más parecido a una barra libre que puedan imaginar. Adivinen quién paga las rondas.

¿Que me estoy poniendo demagogo? Conscientemente, además. En realidad, intento escribir en el idioma oficial de las Cortes, a ver si alguien se da por aludido y sale del burladero. De momento, han mandando en avanzadilla a cuatro o cinco moralistas de corps a echarnos la bronca por preocuparnos de estas menudencias, conlaqueestácayendo y me llevo una. Pues de menudencia, nada. Esto no es una anécdota sino una categoría. Esa cantina VIP con aires de economato o viceversa es la reproducción a escala del pudridero en que estamos atrapados. La suerte de los desgraciados a los que no les alcanza para un puñetero chato en el bar de la esquina la deciden tipos que, cobrando un pico público considerable, disfrutan de bebercio y comercio a precio de risa. En el supuesto templo de la democracia, nada menos.