Muerte de un banquero (2)

Releo mi columna de ayer. Es verdad, como me han hecho ver no pocos lectores, que resulta muy dura. ¿Cambiaría algo 24 horas más tarde? Quizá movería esta coma, acortaría aquella frase, afinaría la metáfora de más allá. Respecto al tono y al contenido, sin embargo, me confieso incapaz de tocar nada. He hecho el ejercicio de rescribirla mentalmente, e incluso con otras palabras, el producto sigue siendo igual de áspero, seco, descarnado, frío, quizá más cínico en lo aparente que en lo real.

Entiéndanme. No me alegra la muerte (nada accidental) de Miguel Blesa. Pero tampoco me entristece lo más mínimo. Si rebusco entre mi menaje sentimental, como mucho, llego a una cierta indiferencia resabiada. ¿Falta de respeto? Estaría por jurar que no he pasado esa frontera, aunque sin solución de continuidad, declaro que tampoco me sentiría especialmente incómodo por haberlo hecho. Ya les he anotado aquí mismo con ocasión de otros lutos célebres que abandonar la condición de vivos no nos convierte en mejores seres humanos. En el caso que nos ocupa, este principio va a misa.

Por lo demás, y aunque sé que bordeo la demagogia, me siento mucho más cerca de las miles de personas estafadas impunemente por el difunto y su cuadrilla de mangantes de cuello blanco. De hecho, si algo lamento de verdad de la marcha al otro barrio del individuo, es que no pagará en un tribunal por todo el mal que ha causado con total intención de hacerlo. Claro que tampoco se me escapa que si continuara respirando, seguiría, como hasta el segundo antes de quitarse de en medio por su propia mano, yéndose de rositas. No sé si me explico.

Muerte de un banquero

Tanta gomina derrochada, para acabar espichándola con un tiro de escopeta en el pecho. Tanta arrogancia pulverizada en el ambiente junto al Givenchy reglamentario de 50 pavos el frasco, para reunirse con la parca de un modo tan estúpido. Más patético que épico. Que haya sido su dedo el que apretó el gatillo y que casi nadie lo crea. Que haya sido una mano ajena la que le dio pasaporte y que todo quisque lo encuentre lo más normal del mundo. Que lo festeje, incluso. Unos pocos, porque ya no podrá largar por esa boquita acostumbrada a libar las bebidas espirituosas más caras de la carta. Otros, la mayoría, simplemente, porque le profesaban un asco indecible a fuerza de ver sus maneras de fantoche matasietes. Son, es decir, somos, los que hemos visto un punto de justicia poética en el desenlace de una historia a la que le quedan todavía mil epílogos.

Aun así, confieso que pagaría un par de cervezas, quizá hasta con un platito de aceitunas, a cambio de sus últimos pensamientos. Algo me dice que tanto si se apioló como si le apiolaron, se fue al otro barrio con el mentón enhiesto, convencido de que nos hacía una faena inmensa al condenarnos a vivir el resto de nuestras vidas sin su presencia. Sus palabras postreras, pronunciadas o pensadas, bien pudieron ser algo parecido a “Os jodéis, hijos de puta, ahí os quedáis”. Qué pena que no esté en condiciones de escuchar que de eso, nada. Solo algún melindroso preocupado por el qué dirán ha lamentado en público su muerte. Los demás, ya le digo, la vemos como un entretenimiento estival más que nos soluciona la apertura del informativo o la charleta en la terraza.