Gestión de las prisiones, no más

De acuerdo al gran mito cavernario repetido desayuno, comida y cena, la asunción de la gestión de las prisiones de la CAV por parte del Gobierno Vasco se traducirá en la inmediata libertad de todos los presos de ETA internos en Zaballa, Basauri y Martutene. Es obvio que no va a ser así… simplemente, porque no puede ser así. Por mucho que se rasguen las vestiduras los tramposos vocingleros, lo que se consumó el pasado viernes —¡con 42 años de retraso; esa debería haber sido la noticia!— no fue el traspaso de la política penitenciaria, qué más quisiéramos, sino el mero control de cada una de las cárceles. Eso implicará, desde luego, un cambio (ojalá a mejor) en el funcionamiento de los centros y, desde luego, en las condiciones de vida de los reclusos. Pero no más. La legislación básica, la que atañe a progresos de grado y periodos de cumplimiento de la condena, seguirá estando, como hasta ahora, en manos del Estado.

Es importante que lo vayamos interiorizando todos. También destacados portavoces de la autotitulada izquierda soberanista vasca que, empatando con el ultramonte hispano en el discurso, andan vendiendo la especie de que de que la consumación de la trasferencia implicará de facto la amnistía automática de “sus” presos. Y recalco lo de “sus” presos para hacer notar que la población reclusa va más allá de los condenados por terrorismo. Es un agravio comparativo indecible olvidarse del resto de los internos, como si solo fueran una especie de secundarios. Pues no. Salvo que nos estemos engañando en el solitario, la gestión de las cárceles por parte del Gobierno Vasco no hará distingos entre los presos.

Los triunfos que eran derrotas

Leo que la decisión de los presos integrados en el EPPK es el paso para “vaciar las cárceles”. Confieso mi perplejidad. Me pregunto sin intención retórica si el enunciado, repetido a modo de consigna pilona en varios medios, es solo una palmadita de ánimo en la espalda para los que, en buena parte, han resultado paganos del nuevo tiempo o si atiende a la literalidad. ¿Alguien está soltando la especie de algo parecido a una amnistía? Si es así, me da que no va a colar. En el mejorcísimo de los casos, la aceptación de las vías legales individuales conduciría a la revisión de alguna pena, con su hipotética influencia en los grados, quizá a alguna puesta en libertad y, si el gobierno español está por la labor, al tan mentado acercamiento a cárceles, en la medida de lo posible, vascas. Pero cárceles al fin y al cabo. Lo de Etxera, mucho me temo, se queda en ambigua metáfora. No está en los planes de casi nadie.

Por lo demás, y al margen de que aplauda el resultado del debate entre los reclusos de ETA —que es, por cierto, lo más tangible que queda de la organización—, no puedo evitar un sentimiento de melancolía. Añado que también de humana comprensión hacia ese 14 por ciento de internos que se han pronunciado en contra. Me los imagino preguntándose si para eso hicieron lo que en sus mentes y sus corazones no deja de ser una guerra, si para ese viaje a prácticamente ninguna parte eran necesarias tan pobres alforjas. Quizá haya quien prefiera engañarse por la épica de garrafón, pero esto que ahora se ha aceptado y se cuenta como triunfo es lo mismo que durante años se ha vendido como derrota y traición.

Quiroga, doble dislate

En una sola mañana, la del viernes pasado, Arantza Quiroga protagonizó dos de las mayores torpezas que se recuerdan en la política vasca, subsección autonómica. ¿Qué tenía en la cabeza la presidenta digital de los Pop cuando le fue al lehendakari con la bronca del documento que le había pasado bajo cuerda a la izquierda abertzale? ¿Acaso pensaba que Urkullu, en su proverbial y a veces autolesiva prudencia, iba a pasar por alto que ella y su jefe genovés tuvieron en sus manos el papel de marras antes incluso que el presidente de Sortu? El zasca fue de antología. Cualquier otro que se hubiera llevado un planchazo así, habría tratado de confundirse con el paisaje, pero vaya usted a saber guiada por qué demonio interior, la abochornada en público volvió a dispararse en el pie. Con postas, además, porque si la primera metedura de gamba delataba su bisoñez, la segunda se adentraba en las palabras mayores de la deslealtad y las malas artes.

Hete aquí que después de que Rajoy exigiera un silencio de hierro sobre la reunión clandestina del martes, va la delegada de la gaviota en Vasconia y se lía a pregonar la materia reservada del encuentro. Ya habría estado suficientemente feo que lo cotorreado respondiera a la verdad, pues si se dice punto en boca, es punto en boca. Lo que roza lo incalificable es que la largada fuera una fantasía animada que parecía directamente dictada por Ángeles Escrivá, fabulista de corps del ex diario de Pedrojota.

¿Amnistía? ¿Medidas de gracia? Ya, y una estatua ecuestre de Otegi en la entrada del Parlamento, no te joroba. Escapa a mis entendederas el porqué del monumental dislate en dos tiempos de Quiroga. Me apena, en cualquier caso, haber tenido que presenciarlo. Siempre he defendido, y me resisto a cambiar de opinión, que más allá de caricaturas facilonas, es una política que está muy por encima de la media de sensatez y valía de la mayoría de sus predecesores.

Queridos torturadores

Triste privilegio de los detenidos hasta bien entrados los años ochenta: sabían el nombre y la jeta que tenían sus torturadores. Sádicos, ególatras y, por supuesto, conscientes de su impunidad, a los matasietes policiales del franquismo y el (eterno) postfranquismo les ponía pilongos que se supiera cómo las gastaban en el cuarto oscuro. Firmaban cada mamporro que calzaban y, arrebatados de chulería, exigían a sus víctimas que propagaran la identidad del que les había tatuado en el cuerpo un mapamundi de moratones. Luego se iban al garito de costumbre a gallear, cubata de Larios en mano, de cómo un rojo de casi dos metros se les había rilado a la tercera patada en los huevos, menudo es el inspector Tal o el comisario Cual.

¿Y nunca pagaron por ello? Al contrario. Buena parte de estos criminales uniformados recibieron condecoraciones, menciones de honor y ascensos en reconocimiento a su abnegación para preservar el orden público. Con la rúbrica del ministro de interior correspondiente, siempre un demócrata de toda la vida. En el peor de los casos, a los que no supieron adaptarse a los nuevos tiempos que exigían maltratar con cierta discreción se les proporcionó una licencia de estanco, una colocación para no hacer nada en cualquier empresa del INI o, si se terciaba, un cheque para abrir un club de alterne. Manteniendo pipa y placa o en esos plácidos retiros, los calendarios se han ido sucediendo sobre ellos sin novedad. Estaban a salvo —no me digan que no es para llorar— gracias a la misma ley de amnistía que en 1977 sacó de la cárcel a algunos de sus martirizados.

Estos días una jueza argentina ha entrado donde jamás quisieron hurgar su colegas españoles. Ha pedido la detención de cuatro de esos psicópatas. Tarde. Dos se fueron tan ricamente al otro barrio. Los otros que aún respiran, el siniestro Billy el niño y el desalmado Capitán Muñecas, saben que no hay pelotas a tocarles un pelo.

Amnistía, amnesia

La palabra amnistía tiene el mismo origen etimológico que amnesia. Conviene señalarlo, porque para unas afrentas nos subimos sin dudar a la parra de la memoria y para otras, reclamamos el olvido tan ricamente.

—Ya, pero en 1977 hubo una.

En efecto, manifiestamente mejorable, promulgada a regañadientes. Y lo fundamental: no se trataba de echar tierra sobre unos delitos que en muy buena parte no eran tales sino, en curiosa paradoja, de perdonar las fechorías que quienes habían detenido, torturado y encarcelado a los que recuperaron una libertad que no debieron haber perdido nunca. La cosa es que a los verdaderos delincuentes les salió bien la jugada. Aunque no se llamó así, esa ley fue de punto final y de pelillos a la mar para la dictadura, según han podido comprobar todos los que han intentado que se investiguen judicialmente los crímenes del franquismo.

—Tal vez, tal vez… Sin embargo, unos años después se dejó ir sin gran escándalo a los polimilis

Escándalo, lo hubo y considerable, con ruido de sables y todo. Ahí están las hemerotecas. Otra cosa es que se haya impuesto la versión oficial edulcorada en sucesivas reescrituras. Por lo demás, no hay demasiados puntos de comparación con la situación actual. Ojalá los hubiera y pudiéramos ver una escena como aquella de las capuchas que daban paso a los rostros descubiertos de hombres y mujeres que habían decidido que hasta ahí habían llegado. Y no digo nada ya sobre lo que sería una declaración basada en una reflexión personal y colectiva que no buscara refugio en los ambages ni resultara sospechosa de tactismo o de haber sido arrancada a empellones. Con la dignidad precisa para que no sonara a humillación pero en el tono exacto que no diera a entender ni por asomo que matar estuvo bien o, en su caso, que fue un mal necesario.

—¿Y si algo parecido volviera a ocurrir?

No lo puedo aventurar, pero amnistía seguiría siendo sinónimo de amnesia.