Nada que ofrecer

¿Mayo de 2001 les decía hace una semana? Tachen, tachen. Me había equivocado por dos décadas o más. Hay que irse a los últimos setenta del pasado siglo, con el bajito de Ferrol todavía a medio pudrir bajo la losa de tonelada y media que le pusieron encima, para encontrar con qué comparar el campañón que se están cascando los progenitores -ahora temporalmente separados- del cambiazo. La diferencia es que entonces los periódicos traían tres asesinatos a la semana y trataban de ocultar con poco éxito, porque todo se sabía, las hazañas sin número de incontrolados uniformados o sin uniformar. En esos años, por algo bautizados como los del plomo, tenía su sentido echar gasolina a los discursos, aunque no fuera más que para estar a la altura del tremebundo contexto. Los brazos armados y los brazos hablados tenían que ir a juego. Para nuestra desgracia y nuestra vergüenza, alcanzaron un conjunción que rozó lo perfecto.

Hoy, sin embargo, mientras vamos desprendiéndonos de caspa y telarañas y aun sabiendo que nos queda un trecho largo para dejar de oler a pólvora y sangre, la farfulla incendiaria se sitúa entre el anacronismo y la soplapollez. ¿No han caído en la cuenta los comunicólogos pepepeseros de que hasta los mítines de los que más decibelios gastaban se han vuelto de comunión diaria? Un par de berridos para satisfacer a la parroquia nostálgica y soltar adrenalina, y poco más. El resto, chapa pura y dura, recitado ritual de las chopecientas doce propuestas maravillosas y el cortecito que hay que echarnos de comer a los plumillas.

¿A qué viene, entonces, que los del traje, la corbata y la micción de colonia se pongan como hidras de siete cabezas y vomiten lo más rancio del repertorio? ¿A estas alturas el asustaviejas de los apellidos vascos y castellanos o las caravanas de emigrantes extremeños saliendo por Pancorbo? ¿No tienen nada mejor que ofrecer? Lo triste, sospecho, es que no.