El cliente siempre paga

Vuelvo a estar en minoría absoluta. Si ayer les confesaba que no entendía los motivos para festejar una decisión del Tribunal Europeo de Derechos Humanos que no pasa de palmada en la espalda, hoy les cuento que tampoco alcanzo a comprender el rasgado de vestiduras ritual a cuenta de la yenka del Supremo español con el impuesto de las hipotecas. Me suena, ya siento ser tan directo y seguramente inoportuno, a cabreo programado o a modelo de pataleta para armar.

En todo caso, si hay algo sorprendente, casi misterioso, en el episodio, es la evacuación de la sentencia ahora autocorregida. Resultaba imposible de creer que un órgano judicioso como el que nos ocupa le atizara semejante bofetón a la banca, y más —a ver quién se atreve a reconocerlo— en una cuestión que el común de los mortales, con o sin préstamo hipotecario, daba por hecho que le tocaba apoquinar al firmante. No digo que fuera lo justo. Apunto que es exactamente como está montado el invento este del capitalismo: en el precio del bien o del servicio están repercutidos todos los costes de producción, incluidos los impuestos.

Poca escapatoria hay a ese principio. Y si el gobierno justiciero de Robin Sánchez acaba endiñando por ley el impuesto de marras a las entidades, serán los bolsillos de los clientes los que se resientan. Ese “la banca siempre gana” que ha dado para tanto titular ingenioso es literal. Incluso si sus supremas señorías hubieran mantenido el fallo inicial, no hacía falta ser un lince en materia financiera para tener claro que los paganos finales seríamos de forma alícuota todos los usuarios de los servicios bancarios. Así de triste.

Muerte de un banquero (2)

Releo mi columna de ayer. Es verdad, como me han hecho ver no pocos lectores, que resulta muy dura. ¿Cambiaría algo 24 horas más tarde? Quizá movería esta coma, acortaría aquella frase, afinaría la metáfora de más allá. Respecto al tono y al contenido, sin embargo, me confieso incapaz de tocar nada. He hecho el ejercicio de rescribirla mentalmente, e incluso con otras palabras, el producto sigue siendo igual de áspero, seco, descarnado, frío, quizá más cínico en lo aparente que en lo real.

Entiéndanme. No me alegra la muerte (nada accidental) de Miguel Blesa. Pero tampoco me entristece lo más mínimo. Si rebusco entre mi menaje sentimental, como mucho, llego a una cierta indiferencia resabiada. ¿Falta de respeto? Estaría por jurar que no he pasado esa frontera, aunque sin solución de continuidad, declaro que tampoco me sentiría especialmente incómodo por haberlo hecho. Ya les he anotado aquí mismo con ocasión de otros lutos célebres que abandonar la condición de vivos no nos convierte en mejores seres humanos. En el caso que nos ocupa, este principio va a misa.

Por lo demás, y aunque sé que bordeo la demagogia, me siento mucho más cerca de las miles de personas estafadas impunemente por el difunto y su cuadrilla de mangantes de cuello blanco. De hecho, si algo lamento de verdad de la marcha al otro barrio del individuo, es que no pagará en un tribunal por todo el mal que ha causado con total intención de hacerlo. Claro que tampoco se me escapa que si continuara respirando, seguiría, como hasta el segundo antes de quitarse de en medio por su propia mano, yéndose de rositas. No sé si me explico.

Muerte de un banquero

Tanta gomina derrochada, para acabar espichándola con un tiro de escopeta en el pecho. Tanta arrogancia pulverizada en el ambiente junto al Givenchy reglamentario de 50 pavos el frasco, para reunirse con la parca de un modo tan estúpido. Más patético que épico. Que haya sido su dedo el que apretó el gatillo y que casi nadie lo crea. Que haya sido una mano ajena la que le dio pasaporte y que todo quisque lo encuentre lo más normal del mundo. Que lo festeje, incluso. Unos pocos, porque ya no podrá largar por esa boquita acostumbrada a libar las bebidas espirituosas más caras de la carta. Otros, la mayoría, simplemente, porque le profesaban un asco indecible a fuerza de ver sus maneras de fantoche matasietes. Son, es decir, somos, los que hemos visto un punto de justicia poética en el desenlace de una historia a la que le quedan todavía mil epílogos.

Aun así, confieso que pagaría un par de cervezas, quizá hasta con un platito de aceitunas, a cambio de sus últimos pensamientos. Algo me dice que tanto si se apioló como si le apiolaron, se fue al otro barrio con el mentón enhiesto, convencido de que nos hacía una faena inmensa al condenarnos a vivir el resto de nuestras vidas sin su presencia. Sus palabras postreras, pronunciadas o pensadas, bien pudieron ser algo parecido a “Os jodéis, hijos de puta, ahí os quedáis”. Qué pena que no esté en condiciones de escuchar que de eso, nada. Solo algún melindroso preocupado por el qué dirán ha lamentado en público su muerte. Los demás, ya le digo, la vemos como un entretenimiento estival más que nos soluciona la apertura del informativo o la charleta en la terraza.

Milonga del Popular

Lecciones sobre el (cruel) sistema financiero en un minuto. Aquí hay un banco, ahora ya no. Se lo ha comido, parece que por encargo, un banco mayor. Por un euro, qué pena no haberlo sabido, bromeamos los perplejos simples mortales. Bueno, no todos. A los accionistas no les hace ni puta gracia. Lo han palmado todo. ¿Todo? Hasta el último céntimo que tenían. ¿Y cómo es eso posible? Por lo que anotaba al principio: igual que dicen del fútbol los entrenadores parraplas, el capitalismo es así. Una veces se gana y otras se pierde. Ahora los aguerridos comentaristas de la cosa deben escoger el discurso para espolvorear en los eructaderos sociales. Unos dirán que así se jodan por codiciosos y por jugar a los tiburones. Otros, que es una injusticia que a los pobres les roben sus ahorros de toda la vida. Y los habrá que combinen ambas martingalas, según el público y las ganas de conseguir Likes o Retweets. Una fiesta, en cualquier caso, para esos bufetes de abogados que cada vez se pueden permitir campañas publicitarias más caras. Volvemos al comienzo: de eso justamente va el capitalismo.

Por lo demás, que me aspen si entiendo algo. No hace tanto, los mismos gurús de la bolsa que ahora pontifican que se veía venir juraban que el Popular era el banco ideal para meter una pasta, verla crecer y cobrar un goloso dividendo. Joder con los profetas. Y joder también con los test de estrés. Que Santa Lucía conserve la vista a los examinadores. Fuera de concurso, el ministro español de Economía, que hace un mes aseguraba que la entidad hostiada no tenía problemas de solvencia ni de liquidez. ¿Mentiroso o inepto? Todo.

No le importaba el dinero

Qué vicio tan insólito, la lectura de las mil y una coplas a la muerte de un banquero que, sobre pronóstico, han caído en torrentera tras el óbito del Capo di capi. Será que estoy especialmente receptivo, pero en casi todas, igual en las babosamente laudatorias que en las pasadas de vitriolo, he encontrado alguna enseñanza. Por ejemplo, que buena parte de los prebostes de la cosa financiera (o los amanuenses a los que han desviado el encargo de la glosa de su colega finado) andan justos de gramática y definitivamente ayunos de imaginación. Que si figura clave, que si adelantado a su tiempo, que si hombre hecho a sí mismo, que si afable, sencillo de trato, campechano, amigo de sus amigos… Bien mirado, tampoco nada digno de excesivo reproche en quienes tienen ocupaciones lejanas a la lírica. Menos, cuando los que sí poseen licencia para juntar letras no han demostrado mejor maña. “Relució con luz propia”, se vino arriba (o sea, abajo) todo un académico de la lengua y otrora periodista de postín. Aún no me he quitado de encima la sensación de bochorno.

Paso por alto las diatribas furibundas —unas, de carril y otras, realmente sustanciosas— que, por esas carambolas extrañas, acabarán engrandeciendo la leyenda del despellejado. Acuciado ya por la falta de espacio, aprovecho el que me queda para compartir con ustedes las palabras que más me han dado qué pensar. Jaime Botín Sanz de Sautuola escribe sobre su hermano recién difunto: “No le importaba nada el dinero”. En el juicio final, un testimonio así acarrearía la condena eterna. Pero lo más seguro es que Don Emilio esté ya en el paraíso… fiscal.

Obra social (2)

Resumen de la columna anterior: la mejor obra social que pueden hacer las entidades financieras —bajo el nombre blando de caja o el duro de banco— es pagar impuestos para que la administración, a través de los presupuestos, pueda cumplir con las obligaciones que le son exigibles. Si como política promocional, lavado de imagen o incluso por convicción quieren, además, destinar un pequeño pico a buenas causas, pefecto, pero siempre quedando claro que las necesidades básicas deben ser cubiertas por los gobiernos de los diferentes niveles. Se me escapa por qué muchas personas que van con la bandera de lo público en ristre dan por bueno un modelo que, como señalaba ayer, tiene más que ver con la beneficencia que con los derechos.

Sospecho que el error de partida reside en algo que no ha dejado de maravillarme en las distintas fases del proceso que empezó con la fusión (a la fuerza) y culminará con la conversión en fundaciones: hay quien alberga la idea romántica de que un banco puede ser una ONG. Como usuarios (también a la fuerza) que somos todos los integrantes del censo, deberíamos tener las suficientes experiencias para comprender que no hay nada más lejano a la realidad que eso. Independientemente de su carácter (con cierto control institucional, cooperativas o sociedades anónimas puras y duras), no son ni más ni menos que un negocio. Díganme uno solo que no desahucie, que no cobre comisiones hasta por respirar o que no haya limitado ciertos servicios que no le son rentables, como el pago de recibos en ventanilla. Por eso la obra social que les pido es que paguen cuantos más impuestos, mejor.

La sandalia de David

Primera perplejidad: todo el mundo le está llamando zapato a lo que yo juraría que era una sandalia. Tal vez no tan abierta como las que los guiris de tópico y mi vecino del cuarto complementan con calcetines, pero sandalia, al fin y al cabo. Este verano me compré unas muy parecidas por treinta euros, y por la impresión que me dio, las del diputado de las CUP, David Fernández, no debían de ser mucho más caras. ¿Cuánto costarían los —esos sí— zapatos de Rodrigo Rato, el otro protagonista del episodio que tanto está dando que hablar? Tuiteé ayer que 3.000 euros y quizá exageré, pero les juro que hay mocasines de ese precio. Hará como quince años, Federico Trillo, compañero de partido, gobierno y tropelías del susodicho, presumió de calzarse con unos hechos a mano en Roma que le salían por doscientas y pico mil pesetas el par. Sumen la inflación y no andaré muy lejos. Del Primark no eran, eso seguro.

Luego está la cuestión de los verbos empleados en la narración de lo que ocurrió el pasado martes en el Parlament de Catalunya. Lanzar no es lo mismo que amenazar con lanzar, ni esto último es equiparable a mostrar, que fue a todo lo que llegó el portaveu cupero. Hacia el final de su intervención, se agachó, tomó la —insisto— sandalia, la sujetó sobre la mesa y largó una teórica sobre el simbolismo que tendría la acción en Irak. Ni siquiera golpeó el estrado con ella, al modo de Kruschev en la ONU o Beiras en la cámara gallega, que hay que ver lo que dan de sí —¿Cuestión de fetichismo?— los calcos en sede parlamentaria. Cierto que después mencionó el infierno, le llamó gánster al banquero y se adornó con un “¡Fuera la mafia!”, ya con el micrófono apagado.

Probablemente no fue una conducta ejemplar, pero tampoco me parece especialmente censurable, teniendo en cuenta los hechos acreditados por el que estaba enfrente, que —en eso sí me fijé— no presentaba marcas de esposas en las muñecas.