Obra social (2)

Resumen de la columna anterior: la mejor obra social que pueden hacer las entidades financieras —bajo el nombre blando de caja o el duro de banco— es pagar impuestos para que la administración, a través de los presupuestos, pueda cumplir con las obligaciones que le son exigibles. Si como política promocional, lavado de imagen o incluso por convicción quieren, además, destinar un pequeño pico a buenas causas, pefecto, pero siempre quedando claro que las necesidades básicas deben ser cubiertas por los gobiernos de los diferentes niveles. Se me escapa por qué muchas personas que van con la bandera de lo público en ristre dan por bueno un modelo que, como señalaba ayer, tiene más que ver con la beneficencia que con los derechos.

Sospecho que el error de partida reside en algo que no ha dejado de maravillarme en las distintas fases del proceso que empezó con la fusión (a la fuerza) y culminará con la conversión en fundaciones: hay quien alberga la idea romántica de que un banco puede ser una ONG. Como usuarios (también a la fuerza) que somos todos los integrantes del censo, deberíamos tener las suficientes experiencias para comprender que no hay nada más lejano a la realidad que eso. Independientemente de su carácter (con cierto control institucional, cooperativas o sociedades anónimas puras y duras), no son ni más ni menos que un negocio. Díganme uno solo que no desahucie, que no cobre comisiones hasta por respirar o que no haya limitado ciertos servicios que no le son rentables, como el pago de recibos en ventanilla. Por eso la obra social que les pido es que paguen cuantos más impuestos, mejor.

Obra social

Uno de los grandes caballos de batalla en la bronca/debate sobre Kutxabank —como lo fue en la saga fuga de la CAN— es la obra social. Cuando los promotores de la conversión de las cajas en fundaciones bancarias nos cuentan las bondades de su modelo, remarcan con fosforito que por ese lado no hay nada que temer y nos silabean que, de hecho, lo que se ha pretendido con la discutida fórmula es poner a salvo ese capítulo. Desde enfrente, los que claman contra lo que califican como privatización sitúan en la cúspide de los males del proceso emprendido la pérdida de esas cantidades destinadas al bien común. Unos y otros parecen tener claro que para la defensa de su postura o, lo que es lo mismo, para la venta de su mercancía dialéctica y la consiguiente suma de adhesiones de entre el común, es imprescindible que hagan bandera de la obra social.

Sabiendo que rozo el tabú, me atrevo a pedirles que reflexionen un par de segundos en el concepto. ¿No les suena, aunque sea solo un poquito, a eufemismo para decir beneficencia? ¿No le ven ese toque del capitalismo paternalista de los economatos y el paquete de navidad que dejaba claro quién estaba en condiciones de dar y quién en condiciones de recibir con gratitud? Si bucean en el origen histórico de las entidades, verán que hay bastante de eso. Y si repasan los fines a que se dedican esos pellizquitos del negocio de prestar con interés —¿o estamos hablando de otra cosa?—, comprobarán que se trata de asuntos que deberían estar cubiertos por lo público. Me refiero a lo genuinamente público, o sea, a lo que sale directamente de los impuestos. Ahí lo dejo.

Kutxabank, demasiado tarde

Me alegro de haber vencido la pereza infinita que me provocaba acercar el pinrel al charco de lo que sea que esté pasando en/con Kutxabank. Por primera vez me encontré frente a argumentos razonados y altamente razonables. También con la consabida soba de hostias dialécticas de los que, habiendo nacido ovejas, presuponen que todos tenemos un pastor que nos lleva cañada arriba y abajo. Seguramente estos últimos fueron más en cantidad, pero me quedo con las aportaciones de las lectoras y los lectores que no tiraron de consigna y me ofrecieron su punto de vista crítico. La barrila de la que me quejaba en la columna anterior abría paso al debate.

Un debate, mucho me temo, que llega al humo de las velas, cuando es bien poco lo que se puede hacer, salvo llorar por la leche derramada. No hablo de una demora de unos meses o un par de años. Aunque podamos fechar la puntilla en el momento en que el eje Bruselas-Madrid se sacó de la sobaquera una legislación que, con la excusa de acabar con los saqueos de las cajas españolas, hace pagar a justos por pecadores, la cuestión viene de atrás. Recordemos las dos décadas de intentos de fusión malbaratados porque cada sigla política quería mantener a toda costa su porción del pastel. Aún tengo en la memoria el penúltimo fiasco, celebrado con champán en la sede de algún partido. Entonces no parecía importar demasiado el bien común. El hoy cacareado carácter público se entendía a la remanguillé, es decir, como sinónimo de propiedad privada de esta o la otra bandería. Y como había un cachito para todas, a nadie le pareció mal… hasta que ha sido demasiado tarde.