Ruido de togas

Leo a un jurista poco sospechoso de derrotar por la diestra que la decisión del Tribunal Supremo ordenar la repetición del juicio a Arnaldo Otegi y los otros cuatro de Bateragune no debe ser considerada motivo de escándalo. Sostiene el experto —de nombre, Miquel Pasquau— que tal repetición se deriva directamente de la nulidad del juicio a instancias del Tribunal de Derechos Humanos de la Unión Europea. Si no entiendo mal la explicación, no cabría una condena mayor a la del proceso anterior ni, desde luego, la vuelta a prisión. En el peor de los casos, se dilucidará si los otra vez acusados tienen derecho a ser indemnizados por el tiempo que pasaron en la cárcel y si procede o no la inhabilitación.

Quizá sea exactamente así y lo aceptaría si estuviéramos hablando de una Justicia —y, sobre todo, de unos encargados de administrarla— fuera de dudas. Es evidente que no estamos ni de lejos ante tal supuesto, como prueba la larga bibliografía presentada por el muñidor de la decisión, el magistrado Manuel Marchena. Tampoco es baladí, que gusta decir a los columneros finos, el hecho de que todo esto sea fruto de la petición de una asociación de víctimas vinculada sin tapujos con Vox. Nos preocupamos con razón por el ruido de sables, pero quizá deberíamos estar más acongojados por el ruido de togas.

La lotería de Estrasburgo

Se me aparten, por favor, que vengo con un jarro de agua helada. Y no es por falta de ganas de unirme a la conga de Jalisco, o sea de Estrasburgo, que está celebrando la sentencia de sus ilustrísimas señorías europeas sobre el caso Bateragune. Cenizo con trienios acreditados, me ocurre que no soy capaz de ver los motivos de la algarabía. De entrada, porque, aunque les convenga a mi discurso y a mi tranquilidad de espíritu, no me gusta pasar por alto ciertos hechos incómodos, como que el ahora sacralizado Tribunal de Derechos Humanos es el mismo perpetrador de otras decisiones no precisamente felices. La bendición de la ilegalización de Batasuna, por ejemplo. O la convalidación del mantenimiento de la dispersión penitenciaria. O, anteayer como quien dice, el respaldo a no computar las penas en cárceles francesas. Conclusión: estamos ante una suerte de siniestra lotería judicial.

Para más inri, esta vez ni siquiera es esa pedrea de multar con diez mil eurillos a España por hacer la vista gorda con las torturas. Y mucho menos es el reintegro, que ojalá hubiera modo humano de devolver a los encarcelados los seis años y medio en el trullo. Todo el premio ha consistido en dictaminar lo que hasta el menos simpatizante de Otegi y sus compañeros de viacrucis sabía: que fueron juzgados y encarcelados por la puñetera cara. De acuerdo, ahora eso se recoge en papel con membrete oficial. Lástima que ahí se añada que el mero reconocimiento es sanción suficiente y no cabe ninguna acción para compensar a los damnificados. Vayan preparándose los dirigentes soberanistas catalanes para su futura (¡e inutil!) victoria moral.

El último de Bateragune

Desde estas humildes líneas, me sumo a la iniciativa por la libertad de Rafa Díez Usabiaga. Lo hago enfatizando la pluralidad de quienes la han impulsado. Podrá parecer una anécdota, pero es algo más que una grata sorpresa encontrar a un exgobernador civil de Bizkaia —Daniel Arranz— entre las adhesiones.

Respecto a los motivos, poco que decir. Resulta frustrante explicar lo obvio. Como todos sus compañeros del funesto caso Bateragune que tuvieron que comerse hasta el último día de prisión, Díez Usabiaga es víctima, en el mejor de los casos, de la incapacidad de la Justicia española para reconocer un error clamoroso. El tiempo y los hechos —el jueves se cumplen cinco años del comunicado de cese de las acciones armadas de ETA— han demostrado que fueron condenados por exactamente lo contrario de lo que hicieron. Desde luego, si hubieran sido culpables de lo que se les acusaba, el desenlace habría sido otro. Probablemente, aún seguiríamos lamentando asesinatos.

Y ya digo que esa, la de la equivocación que cabría asumir y rectificar, es la teoría más favorable. La mayoría de ustedes y yo sospechamos, con bastante base, que detrás de este atropello continuado ha habido una clara intencionalidad. No es difícil tampoco poner nombres y caras a los elementos del conglomerado político-judicial que perpetraron la injusticia. Qué menos que recordar al ministro de Interior de aquellos días infames, Alfredo Pérez-Rubalcaba, y al juez que le puso barniz legaloide, un tal Baltasar Garzón Real, hoy honda y profusamente aclamado por cierta progresía como paladín de la Democracia y mártir del Sistema. Gran paradoja.

Otegi y la normalidad

“¡La que se nos viene encima!”, se hacía el preocupado Pedrojota para vender en Twitter la consabida pieza de aluvión de su nuevo periódico digital sobre la puesta en libertad de Arnaldo Otegi. Abundan estos días esas novelitas de a duro que pintan al personaje como una mezcla del Sacamantecas, el Arropiero y Jarabo, solo que en mucho peor. Y me temo que, andando los días, el género truculento seguirá proliferando, bien es cierto que en proporción similar a los cantares de gesta que nos llegan desde la acera de enfrente. La batalla por el relato, le dicen, sin pararse en disimulos al toma y daca. Será muy interesante comprobar hasta qué punto triunfan y dónde esas literaturas exaltadas de lo pésimo o lo superior.

Apoyándome en que nosotros, los de entonces, ya no somos exactamente los mismos, apostaría que, pasada una cierta novedad, y pese al derroche de bombo y platillo de las respectivas claques, la mayoría del personal perderá el interés. No creo pronosticar nada que no haya ocurrido ya. La capacidad digestiva del cuerpo social tiende a infinito. Le bastan tres eructos para despachar lo que le echen y pasar al siguiente bocado.

Así funciona la normalidad, el lugar al que vuelve Otegi después de una tremebunda anormalidad que ha consistido en robarle seis años y medio de su vida —a él y a otras cuatro personas que siempre quedan en penumbra— en un acto de palmaria injusticia, de venganza pura y dura, o de lo uno entreverado de lo otro. Si algo de ese brutal calado no provocó más allá de un puñado protestas y la vida siguió más o menos igual, no parece que ahora vaya a ceder ningún cimiento.

Justicia española, según

Un titular que obliga a mirar al reloj y al calendario: “El Fiscal Superior del País Vasco pide 6 años de cárcel para Hasier Arraiz por integración en ETA”. La letra menuda profundiza la impresión de haber caído en un agujero negro espacio-temporal. Resulta que la cosa viene de octubre de 2007, que en la mente de la mayoría de los ciudadanos de este país es el paleolítico inferior.

Y no, oigan, no estoy abogando por la desmemoria ni por el pelillos a la mar. Pero es que la petición de pena del hiperactivo Calparsoro no se basa ni de lejos en la aparición de pruebas que relacionen al hoy presidente de Sortu con asesinatos o extorsiones. Se trata de su presencia en aquella reunión de dirigentes de la entonces ilegalizada Batasuna en la casa de cultura de Segura que terminó en espectacular redada televisada a mayor gloria del ministro de Interior de la época, a la sazón, Rasputín Pérez Rubalcaba. Era un plazo más del pago diferido del atentado de la T4 y del fracaso de las negociaciones de Loiola. Se vendió —y aún se dilucida así en la Audiencia Nacional— como la reconstrucción del brazo político de una ETA que había vuelto al matarile. Los hechos han demostrado de sobra que si algo se buscaba en ese encuentro y en otras actuaciones que también acabaron en juicios y condenas —Bateragune—  era forzar a la banda al ERE de extinción.

Una vez he dejado claro que para mi esta causa judicial no tiene más sentido que el político, no puedo evitar, sin embargo, plantear una duda existencial: ¿cuándo hay que ciscarse en la malvada Justicia española y cuándo hay que apoyarse en ella para atizar al adversario?

Las miserias de Dívar

Casualidades de la vida o puro signo de los tiempos, el mismo día en que el Tribunal Supremo evacuó la sentencia que dejaba en la cárcel a los encausados en el sumario Bateragune, el presidente del búnker judicioso salía en la zona marrón de los papeles. Un vocal del CGPJ, que no es precisamente el que reparte las cocacolas, había denunciado formalmente a su vuecencia Carlos Dívar por tirar de la Visa pública para gastos personales. No es que un día pasara al despiste, como hacen tantos vivillos de la mamandurria, el ticket de una caña y un pincho de tortilla. La cosa es bastante más fea. Según la documentación aportada por quien destapó la liebre, el santo varón —presume de ser de comunión diaria— se había autosubvencionado 18 fines de semana en un hotel de lujo del marbellí Puerto Banús, incluidas comilonas en restaurantes de postín para él y sus entre cinco y siete escoltas. Subtotal de la broma: unos 18.000 euros, que son los que ha podido acreditar fehacientemente el meticuloso denunciante. Échenle un galgo al resto.

Como los titulares no han sido igual de generosos en tamaño que cuando el protagonista es un malo o un caído en desgracia oficial (digamos, Garzón), es posible que no les haya llegado la curiosa defensa del presunto malversador. En el primer despeje a córner, vino a decir que sus carísimas estancias en la Costa del Sol eran, en realidad, penosos viajes de trabajo que él sobrellevaba con su abnegación cristiana como quien soporta el martirio de San Lorenzo o un golondrino en cada sobaco. Y para rematar la faena, se adornó diciendo —aquí la cita es literal— que la cantidad que se había pulido era “una miseria”.

¿Han visto a alguno de los habituales campeones de la rectitud poniendo el grito en el cielo? Ni lo verán. Apuéstense algo a que el que acaba cayéndose con todo el equipo es el vocal del CGPJ que ha señalado el pastelón. Por meter la nariz donde no debe.

Bateragune, el novelón

Han salido discípulos de Salomón los ilustres togados del Tribunal Supremo (Sala Penal, cuarto sótano a la derecha) que se han sacado de la puñeta la decisión final sobre el caso Bateragune. Ni pa’ ti ni pa’ mi. Ni hablar de absolución, pero para que no se diga, reducción de condena de diez a seis años. Leído el titular al primer bote, hasta parecía que había que soltar un irrintzi agradecido por la grandiosa magnanimidad de los despachadores de justicia a granel. Qué detallazo, marcarse una rebajita como las que hacen en los híper con los lácteos a punto de caducar. La diferencia es que este yogur lleva varios calendarios pasado de fecha. Cada minuto que han permanecido los encausados en la trena ha estado de más. Los mil y pico días de propina a contar desde hoy que les han encalomado son puro ensañamiento con premeditación, alevosía y vaya usted a saber si también nocturnidad.

¿Por qué, pudiendo haberse quitado de la vista un marronazo del quince a cambio de cuatro o cinco ladridos cavernarios, sus señorías han optado por la vieja receta? Probablemente, por el poder simbólico de los condenados —en especial, de Otegi— y por la imperiosa necesidad de demostrar que el Estado de Derecho funcionando a pleno pulmón es el copón de la baraja y no hay quien le tosa. Eso, de saque, pero rascando un milímetro en el fallo, aparece una razón más tosca si cabe: había que sostenella y no enmendalla al precio que fuera.

Desde la primera línea, este sumario es un novelón de cuarta. No hay cabeza en la que quepa que quienes le han hecho una envolvente a ETA para bajarla del monte estaban al servicio de los que querían perpetuarla en los matorrales. El comunicado del 20 de octubre y lo ocurrido hasta y desde entonces disipan cualquier asomo de duda. Salvo para la justicia española, que no puede reconocer que había metido la pata hasta el corvejón o, peor aun, que se lo había inventado todo.