Hautsi da anphora

Escribo tratando de ser fiel al respeto para Aralar que yo mismo pedía hace un par de columnas. Lo último que quiero es herir a quienes ya imagino que estarán lo suficientemente jodidos como para tener que soportar, encima, moralistas que vengamos a contarles desde la barrera lo que están viviendo en carne propia. Con datos, además, que seguramente son incompletos, porque incluso en las rupturas ante los focos como ha empezado a ser esta, hay una parte que nunca llega ni a los comunicados ni a las declaraciones. Cualquiera que haya pasando por un proceso similar —y en este país llevamos unos cuantos y nos espera alguno más— sabe que los titulares o las explicaciones que quedan para la historia son un pálido reflejo de lo que realmente ha ocurrido. En otras cuestiones, ya veremos; aquí los relatos compartidos son una quimera.

Consciente, pues, de la imposibilidad de acercarme a una versión fidedigna de lo que está sucediendo y dando por descontando que habrá muchas que pretendan serlo, renuncio intencionadamente a la metodología analítica ortodoxa y busco luz en la pluma de Bernardo Atxaga y la voz de Ruper Ordorika. Leyendo el miércoles la fría nota de ultimátum a Ezenarro, Basabe y Erostarbe, se instaló en mi cabeza —y lleva horas sin salir de ahí— la canción “Hi hintzena” y su poderoso verso central, que da título al legendario disco que la contiene: “Hautsi da anphora”.

No se me ocurre mejor forma de expresar lo que acontece en Aralar. Se ha roto el ánfora, multiplicada en mil espejos y no es más que la última imagen borrosa. En el primer bote, la conclusión es demoledora, pero si yo interpreto bien la letra, bajo la conmoción y la desolación iniciales late también una brizna de esperanza. Cuando ya no se puede volver a ser lo que se fue, no queda otra que empezar a ser alguien o algo nuevo. La política, como la misma vida, está hecha de finales que en realidad son principios.

Silencios

El escritor Fernando Aramburu ha pedido perdón a sus colegas de oficio de la irredenta Vasconia por haberlos tachado de pesebreros y cobardes gallinas capitanes de las sardinas. Sería un gesto que lo honraría si no fuera porque [Enlace roto.] era una versión con sacarina de [Enlace roto.]. Para mi extraño gusto, casi con más carga ofensiva, tan lleno como iba el texto de paternalismo autosuficiente y de superioridad moral.

La tesis venía a ser algo así como: “Ay, mis confundidos y caguetas polluelos, ya comprendo que no os quedaba otra que ganaros el maíz con el silencio. Sobre todo, los que escribís en esa lengua que, [Enlace roto.]. ¿Quién os iba a leer si picoteabais la mano que os procuraba el grano”. Y luego, con tono curil, los absolvía de sus pecados de omisión y les imponía como penitencia la que ya arrastran: mantenerse en la estrechez estabularia del idioma canijo que apenas sirve para hacer literatura folclórica y costumbrista.

Cuando nos pongamos a redactar la gran enciclopedia de los relatos compartidos, habrá que dedicar unos cuantos tomos a explicar cuatro o cinco cositas sobre los silencios de los cojones. Los habría cómplices, no digo que no, y no faltaron los que simplemente buscaban no enmerdar más el patio. Pero es mentira y gorda que aquí todo el mundo calló y miró para otro lado. Bernardo Atxaga, Anjel Lertxundi, Ramón Saizarbitoria, Iban Zaldua, Jokin Muñoz, Pako Aristi, Karmele Jaio y decenas más que no me caben en esta columna han hablado alto y claro. En euskera, y por si había dudas, también en un castellano que todos ellos manejan como ya le gustaría a más de un ágrafo que va de cervantino. Lo que no ha hecho ninguno de los citados es utilizar a ETA como cebo promocional ni, mucho menos, como taparrabos para sus vergüenzas literarias.