El error Bielsa

Hace un año y seis días, cuando Bielsa confirmó que continuaría en el Athletic, cometí la insensatez de opinar en Twitter que el rosarino se había equivocado. Me cayeron hostias dialécticas como panes. Sin tiempo para hacerme a un lado, se me echó encima una parte de la talibanada forofogoitia con los 140 caracteres inyectados en sangre a darme el escarmiento merecido por pinchaglobos y tocapelotas. Según sus cálculos de la lechera, por entonces indiscutibles, la primera temporada había sido un frugal aperitivo de lo que traería la segunda. Copa segura, liga ahí-ahí, paseo triunfal en Europa y Champions de calle. Ese era el presupuesto mínimo, al que yo me atreví a oponer uno que me parecía más realista: con quedar hacia la mitad de la tabla, ni tan mal. El diagnóstico de mis encendidos interlocutores fue unánime: “No tienes ni puta idea de fútbol”.

Eso era y sigue siendo rigurosamente cierto. Ocurría, sin embargo, que mi molesto juicio no se basaba en mis conocimientos balompédicos sino en las cuatro o cinco cosas que sé acerca de la condición humana. Sin necesidad de ser capaz de distinguir una falta de un córner, se veía a la legua —y se ha comprobado con extrema crueldad— que el bueno de Marcelo no encaja, no ya en el Athletic, sino en una disciplina que, como él mismo dijo el otro día, cada vez se parece menos al aficionado y más al empresario. Era de cajón que en cuanto al hechizo le saliera media grieta, Bielsa pagaría muy cara su osadía de haber desafiado las leyes de la gravedad pelotera, que son las del negocio puro y duro.

No se puede hacer frente en solitario a la caterva de millonarios prematuros, pisamoquetas advenedizos, tertuliantes de casinillo local, plumillas resentidos y esa cuenta de resultados que es la clasificación al término de cada jornada. Ni siquiera alguien con los arrestos del loco, ni aun en un club que jura no haber dimitido del romanticismo. Por desgracia.

Los Bielsa

Hace ya unos cuantos lustros que el forofo que me habitaba se marchó, creo que a Ipanema, harto de que le pusiera en duda cada penalti que él veía a tres metros del área y hasta la coronilla de mis molestos comentarios sobre lo bien que estaba jugando el contrario. Lo señalo para dejar claro que no vengo a sumarme ni a los tirios ni a los troyanos que, llevados por la querencia que aquí profesamos a las banderías, se han apresurado a hacer causa con o contra. Por una parte, me faltan datos para inclinarme por Bielsa o por el Athletic en este peculiar episodio que nos ha sido regalado para quitarnos de encima la tontera de estar dándole vueltas y vueltas a la prima de riesgo, el rescate y me llevo una. Por otra, me parece irrelevante que haya alguien que tenga o deje de tener la razón en un asunto que, comparado con los mil que nos toca poner en fila india en un informativo o en una portada, es apenas una anécdota o una entretenedera para porfiar en Twitter o en la barra de un bar, que vienen a ser lo mismo.

Dicho todo lo cual, y aun a riesgo de caer en aparente o flagrante contradicción, me declaro bielsista. No de Marcelo en concreto ni de sus métodos para conducir un equipo de fútbol, que no soy quien para evaluar, sino de todas las personas que, no apellidándose como el rosarino, pertenecen a su estirpe. En un mundo donde se estilan, y cada vez más, la indolencia, la sonrisa de cartón piedra y el desvío de la mirada como estándar de relación social, los Bielsa —grandísimos cronopios, diría Cortázar— están abocados a perder siempre.

Su condena es tal que ni siquiera pueden disfrutar de sus éxitos porque no los cifran en lo mismo que cualquier común y conformista mortal. Y ahí es donde se produce la gran colisión, cuando un cero más a la derecha en un cheque se revela incapaz de comprarlos. No buscan dinero. Sólo que se hagan las cosas tan bien como intentan hacerlas ellos.