Sigo con la Universidad

Me dicen, bien es cierto que cariñosamente, que no jorobe con la Universidad, y yo comprendo el sentimiento que mueve a mis interlocutores. Como los aprecio y respeto una barbaridad, les paso por alto su incapacidad instintiva para la autocrítica en esta materia concreta. O, como ya anoté en la anterior columna, la distorsión mental que les hace ver en su amada institución apenas tres o cuatro gajes del oficio o alguna que otra menudencia que no va a ninguna parte. Lo gracioso es que son estas mismas personas las que, en otros contextos, despotrican y no paran sobre los mil y un males de la Enseñanza Superior. Los achacables a los pérfidos gobiernos, por supuesto, pero también los debidos a su fauna diversa, igual docentes que educandos, personal administrativo, o moradores circunstanciales de los Campus.

Cuando no se están quejando de la burocracia que acompaña (y frustra) cada mínimo intento por hacer algo, echan pestes del casi nulo interés de los alumnos por cualquier iniciativa que trascienda la consecución de la nota requerida. Y, en confianza, hablan de esa tesis que es una chufa pero que saldrá airosa gracias a los padrinos y/o las madrinas de rigor. O de ese seminario de amiguetes para amiguetes. O quizá de no sé qué postgrado esotérico —de Homeopatía, sin ir más lejos—, de la cátedra que le cae a una ágrafa que no hace la o con un canuto y no a un peso pesado de la investigación (Edurne Uriarte versus Pako Letamendia), de los patéticos librúsculos cuyos desvergonzados autores obligan a comprar a los pobres diablos matriculados en su asignatura… Quisiera saber si me he inventado algo.

Odiada amada Europa

Resultan enternecedoras las conmemoraciones y/o celebraciones [táchese lo que no proceda] del Día de Europa. Igual las abiertamente encomiásticas que las biliosas sin matices. Incluso las pretendidamente escépticas, como esta que están ustedes leyendo. Les confieso, de hecho, que mi idea era sacar el zurriago y unirme a las fuerzas del apocalipsis de boquilla que se pegaron toda la jornada echando pestes de la cosa. Cambié de idea escuchando al sabio Juanjo Álvarez en Euskadi Hoy de Onda Vasca. Tras glosar las mil y una fallas de la actual Unión, sin pasar por alto las decididamente sangrantes, nos pidió a los presentes que reflexionáramos en los costes de la no Europa. Y concluyó: “Estaríamos mucho peor. Me quedo con nuestro modelo, que está hecho jirones por muchas cosas, pero que merece la pena defenderlo desde un pesimismo constructivo”.

Quizá esa sea la actitud. Me sumo a ella desde una visión diferente a la de Juanjo. Mientras él sostiene —y argumentos no le faltan, lo reconozco— que el proyecto nació del idealismo y de las convicciones éticas, yo más bien tengo la impresión de que el impulso inicial de la alianza de estados fue principalmente económica. Añado que ese espíritu se ha mantenido a lo largo de estas casi siete décadas y que durante la mayor parte de ellas ha sido compatible con el desarrollo y la promoción de unos mínimos valores morales. Sin embargo, tras la carrera de ampliaciones sucesivas sin ton ni son y la creación de un entramado burocrático diabólico y, para colmo, ineficaz, el dinero se ha quedado al mando en solitario. Que eso cambie será cuestión de la ciudadanía.

¿Funcionarios no vitalicios?

Con el recién devenido en supertodo Alfredo Pérez Rubalcaba como inquietante testigo, el baranda de Mango y presidente del Instituto de Empresa Familiar, Isak Andic, propuso anteayer que los nuevos funcionarios no lo sean de por vida. Por suerte para los todavía miles y miles de opositores que hincan codos para acceder al Nirvana de las catorce pagas anuales garantizadas (trienios, quinquenios y demás regalías aparte) para el resto de su apacible existencia, por muy ricacho que sea, el tal Andik no es Amancio Ortega, y sus palabras se han quedado en una noticia de seis parrafitos perdida en las páginas de economía de los diarios. De hecho, si no llega a ser por la morbosa presencia del flamante vicepresidente del Gobierno español, nadie las habría recogido.

Sin embargo, no se las prometan demasiado felices los devoradores de tochos editados por ese emporio llamado Mad. Todavía de una forma tímida, sí, porque hay cascabeles muy difíciles de endiñar a según qué gatos, pero se va abriendo el debate sobre si la sociedad que nos viene se puede o se debe permitir seguir engordando el ejército de burócratas vitalicios. Tenemos el ejemplo cercano del pomposo Plan Moderna del Gobierno de Navarra, que contemplaba meter el cuchillo a ese melón, si bien -o si mal- finalmente se tuvo que retirar la propuesta porque chocaba contra el sacrosanto Estatuto Básico de la Función Pública, sobre el que la Comunidad Foral no tiene competencias.

A prueba de EREs

Es cuestión de tiempo que salte ese cerrojo. Me sorprende que todos tengamos más o menos asumido que es altamente probable que no cobremos las pensiones por las que estamos cotizando y, sin embargo, demos por hecho que, como el famoso dinosaurio del cuento de Monterroso, los funcionarios siempre van a estar ahí. Como baño de realismo, tal vez deberíamos mirar al Reino Unido, donde se acaba de anunciar que se van a suprimir de un plumazo, y todo apunta a que sin gran contestación social, medio millón de empleos públicos. No se librará -atenta la compañía- ni la intocable BBC.

Por aquí abajo, mientras, seguimos sin novedad. Un atracón de páginas memorizadas sin digerir, tres gramos de suerte o, por qué no, un padrino o una madrina, son el pasaporte hacia un futuro blindado contra EREs y otras contingencias. Los modernos charlatanes de feria nos venden el prodigio de una Administración ágil, dinámica, abierta, sin telarañas, pero cuando llegas a la ventanilla con tu impreso relleno en letras de molde, siempre te faltan dos fotocopìas compulsadas.