El destape… otra vez

¡Anda! Pues igual va a ser verdad lo de la segunda (o nueva, según gustos terminológicos) transición. Como ocurrió en aquella, triunfa el destape. En su versión más cutre y caspurienta, además, la que lleva de serie un mar de babas de salidillos vergonzantes. Sí, y la que resulta impepinablemente eficaz, como demuestran los aumentos consecutivos de audiencia televisiva de las campanadas presentadas por ese trozo de carne apellidado Pedroche.

Lo que nos vamos a descongojar cuando la sujeta, que presume de actuar en uso de su libertad individual y sin que nadie se lo mande —faltaría más—, venga a convencernos de que ella es más que un cuerpo bonito. Un argumento tan original como su propio atuendo de las nocheviejas de autos. Ocurre que otra vez nos falla la memoria histórica, en este caso, la de baja intensidad. Esas transparencias con brillantitos estratégicamente situados son las mismas con las que pregonaban su mercancía hace casi cuarenta años María José Cantudo, Victoria Vera, Bárbara Rey o, entre otras, Ágata Lys, que por cierto, estudió Filosofía y Letras en Valladolid.

No, miren, ya me conocen. Yo no voy a salir con el heteropatriarcado, el imperativo del empoderamiento o demás quincallería verbal retroprogre. Tampoco, como hacen desde enfrente los ensotanados que se ponen verracos por lo bajini, con la milonga de la sociedad enferma y la pérdida de valores. Por descontado, no me haré el escandalizado, porque no veo materia. Me limito a constatar unos hechos que se repiten en bucle cansinamente y a anotar al margen una frase que oigo mucho: en España se vota como se ve la televisión.

Retrato por campanadas

El año empezó con una de esas anécdotas que, en realidad, son categoría, amén de retrato al natural de esta sociedad tan combativa y de este momento tan convulso que cantan los juglares de la nueva era. Ocurrió en Andalucía, cuya televisión pública privó a más de medio millón de espectadores del sagrado ritual de las uvas. Una cantada no se sabe (ni se sabrá) si técnica, humana, o ambas a un tiempo, provocó que se emitieran anuncios publicitarios en lugar de las nueve primeras campanadas. Cuando volvió la señal en directo, poco había que hacer… salvo cogerse un cabreo monumental o, traducido a la terminología de hoy, indignarse.

Un pelo faltó para que en la Bética y la Penibética se adelantara al uno de enero el anunciado cambio de régimen. El pueblo televidente burlado y las hordas de solidarios de guardia echaban las muelas por el penúltimo atropello de la casta —catódica, este caso— contra la eternamente vilipendiada ciudadanía. Pase lo de los EREs, los trapicheos con los cursos de formación y demás mandangas, ¿pero a qué niveles de malvado fascismo hay que llegar para negar a la gente decente el inalienable derecho a atragantarse al ritmo del tolón-tolón en el tránsito de un año a otro? Sencillamente, in-to-le-ra-ble.

Admito que exagero, pero solo lo justo. Muchos de los sulfurosos mensajes iban por ahí: pataleo, pataleo y pataleo. Me acollejarán por escribir esto, pero más que la metedura de pata de Canal Sur, me llama la atención que 517.000 personas se queden mirando como pasmarotes a la pantalla, con lo fácil que hubiera sido echar un vistazo al reloj y tirar de mando a distancia.