Nuestro máster

Seguramente no nos lo convalidarán, pero los que de verdad estamos haciendo un máster somos los ciudadanos. Gracias a los pufos académicos de Cifuentes, Casado y Montón (más los que no sabemos todavía), estamos profundizando un congo sobre la condición humana en general y la de algunos políticos en particular… que quisiera uno que no fueran la mayoría, aunque lo visto no invita a albergar grandes esperanzas.

De estos casos en concreto, además del tremebundo apego al cargo demostrado por las dos dimisionarias y no digamos por el que no se va ni con agua caliente, me maravilla la capacidad para negar las clamorosas evidencias que iban apareciendo. No sé si es cuestión de brutal autoestima, de convicción de impunidad absoluta, de certidumbre de que el resto del mundo somos tontos de baba o de pura ceguera, pero hace falta un cuajo especial para hacerse el ofendido o la víctima cuando el renuncio en el que te han cazado no se lo salta Sergei Bubka. Por ir a lo más reciente, ahí tienen a Montón galleando de conducta ejemplar, cuando acababa de probarse que en su presunto trabajo de fin de máster había fusilado hasta la Wikipedia. Eso, por no citar la inconmensurable deslealtad de no haberle confesado la falta ni siquiera a quien le había otorgado su confianza, Pedro Sánchez, que iba a ser al cabo el pagador de la factura.

Y todo el desaguisado, he aquí la tristísima moraleja, por una menudencia tan ridícula como un apunte tontorrón para el Currículum Vitae. Qué inmensa desazón provoca pensar que una ministra de Sanidad que lo estaba haciendo razonablemente bien acabe en la cuneta política a manos de su propio ego.

Dimitir tarde y mal

He ahí el precio de la palabra de Pedro Sánchez Pérez-Castejón. “Está haciendo un gran trabajo y lo va a seguir haciendo”, porfiaba con contundencia el presidente de los cien días y pico apenas tres horas antes de que Carmen Montón, cautiva, desarmada y pillada en un marrón de pantalón largo, cumpliera con su destino manifiesto y anunciara su dimisión como ministra de Sanidad. Tardaremos medio teleberri en estar al cabo de la calle de la intrahistoria —así se dice en fino— de este triste final a la altura del patetismo de todo el episodio, pero basta conocer una migaja el paño para tener la certeza de que en el momento de proclamar la continuidad de la atribulada miembro de su gabinete, Sánchez ya sabía que la mengana era un fiambre político. Caray con el campeón sideral de la pulcritud y la transparencia, menudo retrato.

Y respecto a la dimisionaria por la fuerza, casi mejor corremos un tupido velo. Sin tiempo para conocerla por sus obras —ni casi por su nombre, confiésenlo—, Montón se ha hecho una celebridad del esperpento político. Cada uno de sus balbuceos sobre su máster fulero de la Universidad Rey Juan Carlos provocaba más bochorno y estupefacción que el anterior. Algún día ella misma se escuchará diciendo que no sabía dónde se impartían las clases porque iba en taxi, y querrá que se la trague la tierra. Claro que antes tendrá que sincerarse ante el espejo y admitir que lo suyo fue un Cifuentes o un Casado de manual, lo que seguía negando con obstinación en el instante mismo de echar pie a tierra. Vaya tomando nota, por cierto, el o la siguiente del Consejo de Ministros. No suele haber dos sin tres.