Otra agresión porque sí

La violencia gratuita sigue campando a sus anchas. El último botón de muestra, que puede ser el penúltimo a estas horas, lo hemos tenido en la localidad vizcaína de Amorebieta. En la madrugada del pasado domingo una piara de energúmenos veinteañeros la emprendió a golpes con un chaval de su edad que acabó en el hospital en estado muy grave. Fue una agresión salvaje porque sí. Tan injusta, condenable y penalmente perseguible como cuando hay otras motivaciones que encuentran mejor acomodo en los titulares y en los tuits de denuncia al por mayor. El odio puede adoptar miles de caras, a ver si nos entra en la cabeza ante la tentación de hacer clasificaciones sobre los linchamientos. Que dé un paso al frente el politiscatro de tres al cuarto que sostenga que se criminaliza a los criminales solo porque son jóvenes. Bonita forma de retratarse siempre al lado de los matones. Nada sorprendente, por otro lado.

Y luego está la matraca de la educación, que también mentaron en sus rasgados de vestiduras algunos representantes políticos. No, estimado Eneko Andueza (entre otros), con los desalmados agresores de Amorebieta ya no hay educación que valga. De hecho, la que hubo, la que recibieron, no ha servido para absolutamente nada. Desde luego, no ha evitado que patearan a un semejante hasta dejarlo entre la vida y la muerte. Va siendo hora de que aprendamos, a la vista de la reiteración tozuda de este tipo de episodios, que la realidad no se cambia cerrando los ojos muy fuerte y deseando que pase lo que queremos que pase. ¿Y si probamos haciendo que sepan que los actos tienen consecuencias?

«¡Maricón de mierda!»

No se me ocurre qué puede haber en la cabeza de trece veinteañeros para darle una brutal paliza a un chaval de su misma edad al grito de “¡Maricón de mierda!”. Para nuestro pasmo y, en mi caso, profunda vergüenza y asco indecible, esto ha ocurrido en Basauri, a apenas veinte kilómetros de donde vivo yo. Por supuesto que no caeré en la milonga facilona de achacar a toda la sociedad lo que obviamente es responsabilidad única de los descerebrados e inhumanos agresores. Pero estimo muy necesario poner el dedo en esta dolorosa llaga para que no caigamos en el vicio autocomplaciente de creer que estas cosas no pasan entre nosotros. Pues sí: pasan, como puede acreditar Ekain, el joven que acabó en el hospital simplemente porque a los ojos de los trogloditas que se cruzaron en su camino su opción afectiva es merecedora de un escarmiento. Mi escepticismo congénito me hace pensar que será muy difícil acabar con este tipo de comportamientos. Pero eso no quiere decir que haya que dar la batalla por perdida. Al contrario: tenemos que pasar a la acción. Y no solo de boquilla. Son muy bienvenidos los comunicados unánimes (esta vez, sí; menos mal) de condena, las concentraciones de apoyo a la víctima y cualquier otra demostración de repugnancia y rabia. Sin embargo, lo que de verdad procede es pasar de las palabras a los hechos. Si decimos que estas actitudes son intolerables, demostremos que de verdad no las toleramos. Hay trece fulanos, trece matones, trece hijos de la peor entraña, sobre los que debe caer no solo nuestra indignación sino todo el peso de la ley. De manera inmediata y sin contemplaciones.

Guerra de vacunas

Era lo penúltimo que nos faltaba por ver, una guerra por el modo de aplicar las vacunas. ¡Y con premios y castigos, oigan, decididos caprichosamente por el paternalista gobierno español! Zanahoria y sobadita en el lomo para las comunidades que se liaron la manta a la cabeza y se pusieron a dispensar viales como si no hubiera mañana, es decir, como si no fuera necesaria otra dosis. Pescozón, afeamiento de la conducta y reducción del suministro a las que, como la demarcación autonómica, prefirieron pecar de prudentes y administraron solo las dosis que garantizaban la segunda e imprescindible vuelta.

Se actuó así a riesgo de que el cuñadismo, igual el ilustrado que el sin desasnar, empeñado en convertir la inmunización en carrera de pinchazos al por mayor, despotricara contra las autoridades sanitarias por ser farolillo rojo. Luego el tiempo, o sea, la realidad de la producción de algo que todavía está en puñeteras mantillas, demostró que la cautela tenía razón de ser. A la todopoderosa Pfizer se le cruzaron los hechos tozudos, y tuvo que anunciar que echaba el freno en la distribución. Lo lógico y, desde luego, lo justo habría sido que las comunidades derrochadoras pagasen su desparpajo competidor. Pero Sánchez, Illa y Simón han decidido, conforme a sus caracteres, castigar a las que actuaron con mesura.

¿No votar?

La mejor aliada de los irresponsables políticos que nos han llevado a la repetición electoral del 10 de noviembre es la desmemoria de la mayoría de los que votamos. Y hago precio de amigo, porque tal vez sería más atinado hablar de la indolencia, de la dejadez o, más en llano, de la pachorra del personal. Quiero yo ver en el momento de contar las papeletas en qué queda toda esa indignación sulfúrica que se exhibe en barras de bar, colas de carnicerías y no digamos en Twitter, Facebook y los tremebundos grupos de guasap.

¿De verdad alguien cree que la forma de castigar a unos tipos a los que se la refanfinfla todo es no presentarse ante las urnas el día de autos? Sin pensar en a quién le vendría de perlas y para quién sería el roto, ya habrán escuchado a esa mediocridad venida a mucho más que atiende por José Luis Ábalos. “No hay ningún miedo a la abstención”, se jacta el palafrenero de Sánchez ante cada alcachofa que le ponen delante, dejando claro que para él, su jefe y el iluminado que le susurra a su jefe, la ciudadanía es un rebaño de mansas ovejas. Lo triste es que los hechos pueden darles la razón.

En resumen, tengan cuidado con a quien votan, pero también con a quién no votan. Como apunté aquí mismo hace unos días, en nuestros terruños tenemos el pequeño consuelo de que hay, por lo menos, dos siglas a las que no podemos achacar esta inmensa tomadura de flequillo de la que hemos sido —¡y seguimos siendo!— víctimas. Cierto es también que con eso solo avanzaremos si los hados quieren, como ha ocurrido con cierta frecuencia, que estos escaños resulten determinantes para conseguir la mayoría buena. Así sea.

Como poco, respeto

No me avergüenza confesar que mi argumento más sólido contra la prisión permanente revisable es el hecho de que su aplicación depende de la Justicia española. Me fío entre poco y nada del modo en que se puede utilizar la traída y llevada figura penal en un sistema que, de saque, contempla más años de cárcel para los jóvenes de Altsasu que para asesinos sin sentimientos como José Bretón. Por lo demás, después de haber visto cómo se retuerce la legislación —o se incumple sin ningún disimulo— de acuerdo con intereses políticos, como vemos con los presos de ETA o con los dirigentes del Procés encarcelados preventivamente, resulta difícil no sospechar de un uso a discreción de semejante herramienta para el escarmiento.

Me uno, por lo tanto, a la petición de derogación, no sin dejar de señalar, a riesgo de escandalizar a la concurrencia, que comprendo perfectamente muchas de las razones que aportan quienes solicitan mantenerla. Incluso aunque no fuera así, les aseguro que no perdería de vista que se trata de una evidente mayoría social, tanto en España como en Euskal Herria. Eso, como poco, merece un respeto que está brillando por su ausencia entre los que, curiosamente, se presentan como la releche en verso del progreso, la equidad, la democracia y me llevo una. Es un insulto inadmisible tratar como una turbamulta inculta y pastoreable a personas —millones, insisto— que tienen a bien pensar que además de la cacareada reinserción, el fin de una temporada entre rejas también es pagar por un acto que no debió cometerse. Sobra, una vez más, la estomagante superioridad moral de los castos, puros y justos.