Catalunya, a trompicones

Catalunya vuelve a la feria de las vanidades y vaciedades que llamamos actualidad. Y está muy bien celebrar que no se han cumplido ciertos negros presagios, pero cualquiera con media gota de realismo sabe que lo del domingo, con ser meritorio, no es para sacar el cava. ¿O es que acaso esto va de salvar los muebles, patadón a seguir y vamos a ver qué pasa? Hasta donde uno recuerda, la primera hoja de ruta ya habría tocado pelo soberanista hace un rato largo. El 9 de noviembre, oigan, fue hace dos años. A mi, que no soy nadie, y al pueblo catalán, que sí lo es, los políticos que tiraban del carro nos aseguraron que, sin la menor duda, la suerte estaba echada.

Me dirán que sigue estándolo, pero en el ínterin, da toda la impresión de que no ocurre absolutamente nada. O peor, que lo que ocurre se parece muy poco a lo previsto y pregonado a grandes voces. Se antoja extraño que alguien hubiera vaticinado el desmoronamiento del partido institucional, la humillación de su líder, un vergonzante cambio de nombre y piel y, de propina, que los enchaquetados y encorbatados sobrevivan al albur de los caprichos de los de las camisetas y las chancletas.

Quizá el asunto tuviera un pase si al otro lado se percibiera algún temblor de rodillas. Lo único que llega del búnker es la sonrisa picaruela de quien ya tiene claro que ha pasado lo peor. En el caso cada vez más probable de unas terceras elecciones, a Rajoy no le viene mal que se le revuelvan un tantín las aguas catalanas. Otro pasito hacia la mayoría necesaria para dejar de estar en funciones. Ahí se las vayan dando todas, pensará, con buen criterio, Mariano.

Durán abandona

La vida no es igual fuera del Palace. Cautivo, desarmado y sucesivamente humillado en las últimas contiendas electorales, Josep Antoni Durán i Lleida echa rodilla a tierra. 29 años después de vivir a cuerpo de sí mismo —ya quisieran algunos reyes— se baja del machito. Casualidad, que lo haga en el preciso instante en que no queda nada por roer del hueso. Habrá que reconocer, con todo, la habilidad para sacar petróleo de algo que no tenía más valor que su nombre. Como aquellos burgueses que se asociaban por vía inguinal con la aristocracia venida a menos para adornarse con un título, la nueva rica Convergència compró en su día la franquicia Unió para darse un barniz de democracia cristiana histórica con toque antifranquista. No salieron mal los adquiridos: siendo cinco o seis, como finalmente ha quedado demostrado, pillaron canonjías a tutiplén… hasta que se rompió el amor —o sea, el interés— de tanto usarlo.  Luego, lo uno llevó a lo otro. El fin de la alianza fue (o lo será, tanto da) el del partido fundado, casi nada, hace 84 años.

Escribo en caliente, así que desconozco las reacciones a la tocata y fuga. Sospecho que habrá alguna que otra encendida loa, como corresponde a un difunto, aunque solo sea político. Siento no poder sumarme. Creo, de hecho, que el mejor retrato del individuo está en una anécdota apócrifa que comparto con ustedes. Se cuenta que allá por los primeros 70, un grupo de catalanistas habían quedado para una reunión en una plaza. Solo faltaba nuestro hombre, que finalmente apareció saliendo de una iglesia. Al verlo, Miquel Roca sentenció: “Ahí viene Durán de engañar a Dios”.

Sobre el suflé catalán

Economizamos en metáforas. La del suflé catalán la acuñó —o la popularizó, por lo menos— Pasqual Maragall hace diez años, en los tiempos de aquel tripartit que, contra pronóstico, levantó más ampollas entre los cavernarios que los dos decenios largos de pujolismo precedentes. Lo curioso es que no aludía a cuestiones directamente identitarias. Se refería a la tremenda bronca que generó su famosa (con ojos de hoy, visionaria) acusación de que los gobiernos de CiU cobraban el 3 por ciento de cada adjudicación pública. Viendo que la cosa había llegado mucho más lejos de lo que había previsto, pidió que se dejara “reposar el suflé”. Al quite y con mala baba, como siempre, los cruzados del centralismo fueron manoseando la comparación hasta despojarla de su sentido original. En pocos meses, la alusión al ligero preparado culinario empezó a remitir a las supuestas características del catalanismo como un pastel de escasa miga y mucho aire. Según su teoría, las leyes de la física hacían que en cuanto adquiría un determinado volumen, comenzaba inexorablemente a desinflarse hasta quedar en no mucho más que un hojaldre fino nada amenazador para el statu quo.

Y en esas volvemos a estar. No hay editorialista o amanuense de los medios de orden que estos días no miente el dichoso suflé en presunto proceso deflactorio. Más que a diagnóstico basado en la observación de la realidad, la formulación canta a autoengaño tranquilizador. ¡Pero, cuidado! También a intento de profecía que se cumple a sí misma. Lo verán cuando pasado mañana las crónicas se ufanen de que en la Diada han participado cuatro y el del tambor.

Catalunya a por todas

Tras la histórica Diada del año pasado, me apunté a la teoría del suflé. Creía, y así lo dejé anotado en estas líneas, que todo lo que sube baja, que los días de mucho suelen ser vísperas de nada y, en fin, que los grandes entusiasmos tienden a marchitarse irremediablemente. Mi escepticismo congénito y el recuerdo nítido de otras explosiones de júbilo que habían terminado en fiasco me llevaron a pensar que era cuestión de tiempo que las aguas catalanas volvieran a su cauce. Compruebo con alegría que estaba en un error.

Tampoco quisiera dejarme arrastrar ahora por un exceso de optimismo y dar por finiquitada la caza de un oso que todavía corre por las praderas. Sin embargo, lo que he ido viendo en estos últimos doce meses y, particularmente, el miércoles pasado, me hace intuir que esta vez el envite va muy pero que muy en serio. Se ha colmado definitivamente el vaso de la paciencia. Y no solo de los que siempre estuvieron por la labor de cortar amarras con España. Aunque estoy a seiscientos kilómetros y seguramente se me escapan muchos detalles, para mi el fenómeno más notable es constatar que personas que no hace tanto pasaban por tibias o indiferentes han cruzado la línea roja. Ya no se conforman con un apañito fiscal. Ni siquiera con una componenda federalista o del pelo. Quieren irse a toda costa y lo antes posible. Mañana mejor que pasado mañana.

Se antoja muy difícil contener un ansia y una determinación así. Esto ya no va de unas siglas o las otras. Las ejecutivas de los partidos, que no tienen manual de instrucciones para una situación como esta, han perdido el control. El ritmo lo marca la ciudadanía y a los dirigentes políticos no les queda más opción que subirse a la ola y aparentar que la gobiernan. Cualquier tentación de echar el freno, y los corren a gorrazos. Artur Mas debe elegir entre ser héroe, aunque sea por accidente, o villano sin paliativos. A ver qué decide.