Huida de Génova, 13

Adiós a Génova, 13 del Percebe. Lo ha anunciado el desnortado y cada vez más autocaricaturesco Pablo Casado. “No podemos seguir en un edificio cuya reforma se está investigando”, ha lanzado al aire en lo que resulta una confesión de parte del tamaño de la propia sede que ahora se abandona al galope. Eso, y de propina, la demostración del infantilismo del personaje, que cree que huyendo del escenario de los (presuntos) delitos dará esquinazo al pestilente historial del partido que preside. Vaya abandonando toda esperanza el coleccionista de másteres dudosos: el pasado se mudará también al que escojan como nuevo hogar.

No basta con cerrar los ojos muy fuerte y desear en voz alta que desaparezcan los fantasmas que lo cercan. La herencia marrón le perseguirá allá donde vaya. Y tampoco servirá como exorcismo la otra melonada que anunció, lo de no volver a hablar de sus predecesores y padrinos bajo el estrafalario argumento de que no pueden permitírselo “con el calendario judicial que se avecina”. No se cansa el hombre de señalarse como depositario de un legado podrido.

¿Y una migaja de reflexión crítica ante la enésima bofetada en Catalunya? Hasta ahí podíamos llegar. La culpa del vergonzante sorpasso de Vox ha sido de Bárcenas y del empedrado. Pero con el cambio de domicilio social no volverá a pasar.

Catalunya, ¿cuántos bloques?

Sonrío con resignación al escuchar una y otra vez la eterna martingala de los dos bloques perfectamente definidos en Catalunya. El propio desarrollo de los acontecimientos en los últimos meses y, más concretamente, la foto post electoral del domingo debería servir para desmentir el falso mito del independentismo y el unionismo, o en su versión alternativa, del soberanismo y el constitucionalismo. Empezando por estos últimos, quizá hubo un tiempo en que cabía considerar como amalgama más o menos compacta a todos los que se dejaron ver en francachelas rojigualdas como las que se convocaban en Colón o Urquinaona. Hoy es evidente que el PSC —por lo menos, hasta nueva orden— no compartiría esa foto y por lo tanto, queda fuera de la imaginaria suma españolista del supuesto 50 por ciento.

En cuanto a los que aspiran a tener una nación propia, quizá sí podamos encontrar cierta homogeneidad. Otra cosa es que su unidad de acción sea fruto de la necesidad y tenga que sortear cada vez más serios y profundos desencuentros. Con todo, la inercia y la certeza de saber que por separado se iría al carajo el objetivo mantienen a ERC y Junts (la CUP es otra historia) en una alianza que no termina de quebrarse. Y la prueba es que, pese a todo lo que se tienen dicho y hecho, parecen dispuestos a seguir de la mano.

Y el ‘procés’ sigue ahí

Cuando he contado en mi entorno que esta noche haré la cobertura en directo de las elecciones catalanas en las webs del Grupo Noticias, he recibido miradas de compasión, higiénicas y cómplices palmaditas en la espalda y, sobre todo, pésames de choteo. Se ve que entre mis congéneres, incluyendo a los que comparten gremio conmigo y muchos que en sus día monitorizaron al segundo cada latido del llamado Procés, no se considera un plan nada atractivo el seguimiento de unos comicios que se nos han presentado —cuándo no— como decisivos del copón y medio. ¿Tal desinterés, es decir, apatía cósmica, se debe solo a que la pandemia relativiza todo lo demás? Diría yo que no. Me temo que tres años y pico después de los grandes fuegos artificiales que llevaron a nada entre dos platos, a setecientos kilómetros de Palafrullel, el asunto produce un mezcla de pereza y fastidio. No digamos ya en otros lares menos sensibles a las causas de las naciones sin estado.

Por lo demás, y yendo al meollo de lo que se ventila en las urnas, lo único de fuste reside en ver cuál de las dos formaciones soberanistas mayoritarias obtiene más representación. La cacareada victoria de Illa, si es que se consuma, puede ser tan inútil como la de Arrimadas en diciembre de 2017. Esto vuelve a ir, como entonces, de Junqueras o Puigdemont… aunque no sean sus nombres los que encabezan las planchas.

Torra, ahora mártir

Aires de fiesta, parapapá, en el ultramonte hispanistaní. Se celebra con estrépito la inhabilitación de una de las principales bestias negras de los recios cavernarios. Por obra y gracia del Tribunal Supremo español, el president (bien es verdad que accidental) de la Generalitat, Quim Torra, ha sido desposeído de su cetro y enviado a la cuneta institucional. Menuda sorpresa, ¿verdad? Los jueces y parte cumplen su propia autoprofecía. Hasta el que reparte las cocacolas sabía cómo acabaría esta película desde el mismo instante en que el entusiasta testaferro de Puigdemont Primero de Waterloo se negó a retirar los famosos lazos amarillos en pleno fregado electoral.

Fíjense que hubiera sido fácil evitar el desenlace impepinable. Habría bastado una migaja de pragmatismo o de mera inteligencia política. No hay que ponérselo fácil al enemigo. Menos, cuando, como es el caso, quien está enfrente carece del menor principio ético. Al succionador regio Lesmes y a sus mariachis hace mucho que dejaron de importarles las apariencias. Si había que condenar a la muerte civil a Torra por una chorrada, lo harían y, de propina, revestirían el acto de épica, como si fueran el último dique de contención contra el secesionismo, incluso al precio de convertir en mártir a un personaje menor. Bien mirado, unos y otros ganan.

Diario del covid-19 (26)

Al guionista de la telesierie se le ha ido definitivamente la cabeza. En el último episodio, el predecesor del actual presidente del Gobierno español se saltaba el confinamiento para darse un rule de media hora. Uno de los acólitos vascongados del egregio infractor, de nombre Iñaki Oyarzábal, clamaba en Twitter que qué vergüenza darle pábulo en los medios a la fechoría de su exjefe, y pedía un duro castigo… ¡para quien grabó al incontenible andarín de Pontevedra!

Apenas unas escenas antes, el conseller de Interior de Catalunya montaba un pifostio del nueve largo porque desde España les habían mandado 1.714.000 mascarillas desechables, lo que según el tipo, era una clara y fea alusión al año 1.714, cuando los ejércitos borbónicos tomaron Barcelona, dando comienzo al yugo español. Hasta Gabriel Rufián, que no es sospechoso de rojigualdismo, terció espantado por una situación que le pareció sacada del programa de humor de TV3 Polònia.

Como remate, uno de los milicos de las ruedas de prensa oficiales —no sé si el mismo que el sábado apelaba al refranero español y anteayer llamaba “nuestro querido virus” al bicho que ustedes saben— anunciaba como enorme hito en la lucha contra el covid-19 la detención de unos paisanos que habían robado treinta kilos de naranjas y limones. Se lo juro.

Trapero, héroe caído

Estuve en Barcelona durante dos de los días que asombraron —o así— al mundo. El 1 de octubre de 2017 asistí al referéndum que se celebró contra la furia de las porras de la Guardia Civil y la Policía Nacional. El 27 del mismo mes, tras la ciaboga meteórica de Puigdemont a cuenta de las 155 monedas de plata de Rufián y los gritos de un puñado de universitarios, presencié la escasamente heroica declaración unilateral de independencia, celebrada por un millar de personas mal contadas en las inmediaciones del Parlament.

Además de la brutalidad sañuda de los piolines el domingo de urnas de plástico y de la falta casi total de épica de la proclamación de la república catalana cuatro semanas después, mi mayor motivo de sorpresa fue la exquisitez en el trato de los soberanistas a los Mossos D’Esquadra. Allá donde se cruzasen, había guiños cómplices, carantoñas, besos al aire y hasta vítores hacia los uniformados locales, que algunos parecían tener como la punta de lanza de las fuerzas armadas de la Catalunya naciente.

Muy poco tenía que ver todo aquel almíbar con las desmedidas actuaciones que yo había visto protagonizar a la policía del terruño. Pero decirlo en voz alta era de mala nota. Por entonces, el cuerpo gozaba de un prestigio indecible entre los partidarios de la secesión, que tenían entre sus grandes personajes de culto al Major Josep Lluis Trapero. Palabra que vi camisetas con su atractivo y aún barbado rostro serigrafiado. Cómo me gustaría saber qué ha sido de esas prendas ahora que el héroe ha devenido en villano y anda por esos juzgados de Dios proclamando que a él el procés le parece una barbaridad.

Borbón en off

Redacción: La vaca. La vaca tiene cuernos. La vaca come hierba. La vaca da leche. La vaca hace muuuu. Felices fiestas, eguberri on, bon nadal, boas pascuas.

Como sé que muchos de ustedes son más de poteo previo de nochebuena que de echarse caspa a los ojos o, directamente, que no se atizarían un Bourbon on the rocks ni por todo el oro del mundo, me he permitido resumirles arriba el discurso que expelió anteanoche el actual titular de la corona española. Sí, seguro que han leído o escuchado que dijo otras cosas. Pero no se dejen confundir. Las interpretaciones a medida del consumidor ideológico forman parte de la coreografía que sigue a la emisión del mensaje. En general, la charleta gusta a los de siempre y disgusta a los otros de siempre. Cada cual se cuelga de esta o aquella frase para verter opiniones que ya tenía precocinadas desde antes de que sonara el chuntachunta que abre paso a la conexión en falso directo —esta vez de 24 horas— con el casuplón del Preparao.

En el caso que nos ocupa, ni siquiera cabe ese ejercicio de equilibrismo argumental. El texto que recitó el tipo estaba específicamente construido para llenar los diez minutos de rigor. Fueron seis folios de topicazos de cuarta regional que sirven lo mismo para un roto que para un descosido. De traca fue que mentara Catalunya como de pasada en una enumeración de preocupaciones que incluía las consecuencias de la revolución tecnológica (sic) sobre la cohesión social o la desconfianza de algunos (sic) ciudadanos en las instituciones. Le faltó añadir la decepcionante trayectoria en la liga de su Atlético de Madrid. En resumen, no dijo nada de nada.