Distraerse en el cine

Me confieso sin rubor un paleto cósmico en doce millones de materias. En la audiovisual, por ejemplo, que ya no sé si es séptimo arte, octavo o ni llega a entresuelo desde que la gran pantalla se ha dejado comer la tostada por las medianas, las pequeñas y las ultracanijas. Fíjense qué ignorancia la mía, que hasta anteayer no tuve conocimiento de la existencia de un astro del firmamento cinematográfico-televisivo-platafórmico que atiende por Luca Guadagnino. “Hombre, Vizcaíno, no me joda que no conoce al insigne autor de esa ambrosía para los sentidos titulada Call me by your name”, se mesarán los cabellos los lectores más puestos. Y servidor contestará que no, y que de hecho, le importa media higa, especialmente después de haber leído en un diario de la acera de enfrente una entrevista al susodicho, que a la sazón es presidente del jurado de la actual edición del Zinemaldia.

Definitivamente, entre ese tipo y yo hay, como cantaba Serrat, algo personal. “El cine debe crear en el público emoción y una necesidad incómoda y permanente de cambiar de ideas, no entiendo a la gente que dice ir al cine para distraerse”, proclama el señorito, tomándonos por escoria a los que más de una y más de quince veces nos repanchingamos en la butaca esperando olvidar por un ratito que casi todo es una mierda. Un respeto.

El discurso de Jesús

Fíjense que este año tenía el firme propósito de dejar pasar de largo esos Oscar de regional preferente que llevan el nombre —nunca he acabado de entender por qué— de un reputado pintor español. Pero el columnero propone y el azar, disfrazado de machaque por tierra, mar, y aire desde todos y cada uno de los medios patrios, dispone. Ni arrancándose los ojos y las meninges habría sido posible escapar del bombardeo de chafardadas, donde se mezclaban, curiosa paradoja, los mensajes de género más contundentes con chismorreos heteropatriarcales del quince sobre los trapitos y los complementos que lucían las asistentes a la gala. De acuerdo, y también un poquito los asistentes, que es verdad que vi a Paco León presumir de que no sé qué chuchería que llevaba en la solapa costaba 26.000 euros del ala. Y vale, que no es suyo, que se lo prestan y bla, bla, bla, pero es un poco descuajeringante que un tipo que se atiza en la pechera ese pastizal luego nos adoctrine sobre la pobreza.

Claro que para incoherencia supina, la reacción de los catequistas de rigor ante el merecido gran protagonista de la noche, que como ya sabrán de sobra fue el actor Jesús Vidal. De su impecable y emocionante discurso, cada quien escogerá su frase. Yo me quedo con esta: “Queridos padres, a mí sí me gustaría tener un hijo como yo porque tengo unos padres como vosotros”. Han pasado ya más de 48 horas y me da que los que más han aplaudido y repicado esas palabras son los que más motivos tienen para sentirse incómodos por la tremenda acusación que contienen hacia ellas y ellos. Pero vayan a explicárselo a los campeones siderales del paternalismo.

Me quedo con OT

Los retratos sociales son así. La gala de los Goya, en comodón sábado noche de temporal en toda la península, tuvo la peor audiencia del último decenio. La final de Operación Triunfo, en jodidísima madrugada de lunes a martes —la victoria de Amaia Romero se certificó a la 1.39—, batió su récord de espectadores, casi cuatro millones. De la repercusión en redes sociales y de la diferencia del tono de los mensajes, crítico hasta lo cáustico en el reparto de premios del cine y entusiasta sin matices en el concurso musical, mejor no hablamos.

Y no saben cómo me alegro. Sí, yo, que hasta horas después del momento de autos apenas había visto de refilón a la recién encumbrada supernova navarra, y sigo desconociendo el aspecto que tiene el tal Alfred y no digamos el resto de los participantes de la cosa. Por no mentar que, con mi dureza de tímpano, las canciones versionadas me suenan a aquellas cintas de gasolinera ejecutadas por meritorios que no tenían derecho ni a nombre en la carátula diseñada para que picasen los incautos.

Pero me da igual. Por ajeno que me resulte el fenómeno, celebro el sano júbilo de sus variopintos seguidores, lo mismo milenials con los dientes aún de leche que cuarentones y cincuentones sin complejos. Y festejo más si cabe el crujir de dientes de los campeones mundiales de la superioridad moral, venga y dale con la murga de la malvada industria musical que en lo sucesivo esclavizará a la inocente víctima de Mendillorri. Cuánto intenso, y yo qué viejo para tomarme en serio los secuestros de las buenas causas a la mayor gloria del ego y el caché de reivindicarores profesionales.

Ocho apellidos

Perdí la cuenta de las veces que en Ocho apellidos vascos se hace una chanza sobre el peinado de la protagonista femenina. No se me pasó por alto, sin embargo, que en cada una de ellas, la respuesta de la sala abarrotada fue una estentórea carcajada, acompañada con hipidos, palmas, y en el caso del ser humano que tenía a mi izquierda, puñetazos en el reposabrazos de la butaca. Y así, con absolutamente todas las guasas requetesobadas que espolvorean el guion —por llamarlo de alguna manera— de la película que, conforme a lo previsto, ha reventado las taquillas en el primer fin de semana de su estreno y que gracias al boca a oreja y a la promoción salvaje lo seguirá haciendo en las próximas fechas.

¿Es ahora cuando me pongo estupendo y les aconsejo que, si no lo han hecho ya, no pierdan ni su tiempo ni su dinero echándose a la retina una amalgama de chirigotas que se sabrán de memoria a nada que hayan visto media docena de sketches de Vaya Semanita? Pues miren, no me da el ego para tanto. De las seiscientas bulliciosas almas que llenaban el cine, la única que al encenderse las luces tenía cara de sota era la mía. Sé cuándo estoy en abrumadora minoría, del mismo modo que soy capaz de reconocer que en caso de tan aplastante desequilibrio, lo más probable es que el equivocado sea yo.

Confieso, además, que todo lo que no me reí frente a la pantalla lo estoy compensando con el despiporre que me provocan ciertas lecturas sobre el presunto mensaje de la cinta. Es intolerable que echen sacarina a la ETA, claman unos. Indignante burla al pueblo vasco, se encabritan otros. Un poco de chiste sí somos.

Consumo selectivo

Con unas prisas y un triunfalismo que cantaban La Traviata, un medio de comunicación nada neutral en la guerra de las descargas echaba a volar las campanas el lunes. Según ululaba en lugar destacado de su portada digital, durante el primer fin de semana tras el cierre de ese antro de vicio y perdición que era Megaupload, a la peña le habían entrado unas ganas irrefrenables de ir al cine pagando. Tanto, que en Estados Unidos (donde, dicho sea de paso, lo de bajarse cosas no es una compulsión muy extendida) se había recaudado el triple que hace un año y en España la peli de Clooney había roto la pana, lo que se daba por síntoma de un subidón de escándalo.
Pronto las redes sociales, que son muy puñeteras, demostraron que esas cifras eran tan dignas de crédito como los presupuestos de la Comunidad Valenciana, por no citar otros más cercanos. Ayer los que miden en serio el furor cinéfilo terminaron de triturar la trola: en las taquillas de la piel de toro se recaudaron casi dos millones de euros menos que la semana anterior y cinco menos que hace exactamente un año. Un vivillo podía haber deducido, con la misma premura que los otros, que lo que hace daño de verdad al cine es chapar los abrevaderos gratuitos de farlopa audivisual, pero el bando pro-copieteo anduvo más prudente.
De este ruido sin nueces la única conclusión posible es, justamente, que es muy pronto para sacarlas. Habrá que ver unas cuantas tablas de ingresos antes de liarse a establecer causas-efectos de mesa camilla. Cortado el suministro, nadie sabe cómo se enfrentarán al monazo los enganchados al libre albedrío de archivos. Lo más probable es que, como ocurrió en el anterior fin del mundo —el cierre de Napster—, en unas semanas tengan listo un centro de abastos alternativo. A mi me encantaría, sin embargo, que se hiciera de la necesidad virtud y se probara de una vez el consumo selectivo. Eso sí cambiaría las cosas.

Patéticos Goya

Confesé en su día sin ruborizarme que cada nochebuena me inyectaba en vena el discurso del Borbón. De perdidos a la acequia, me acuso también y además sin propósito de enmienda de castigarme todos los años por estas fechas con la gala de los premios Goya. Una de las diferencias entre ambos autoflagelos es que la chapa real no llega a diez minutos, mientras que el pestiño de la academia del cine español puede pasar tan ricamente de las tres horas. Eso, claro, sin contar los estomagantes previos paletos de la alfombra roja, que este año incluían como figurantes a unos gamberretes enmascarados que se pretenden guerrilleros y encuentran muy gracioso y muy revolucionario tirar páginas web porque ellos lo valen. No dejan de ser, por tanto, la versión del otro lado de la acera de su tan odiada ministra Sinde, sólo que ellos –Anonymous se autodenominan- gozan de mejor prensa y pasan por héroes para esa facción de internautas que cree a pies juntillas que los trabajos creativos ajenos les pertenecen por su banda ancha bonita. Tal vez me los tome en serio cuando los vea afanar de las estanterías los smartphones de cuatrocientos euros que gastan o cuando demuestren que también le hacen el sin-pa a las compañías telefónicas.

Vergüenza ajena… y propia

Ahí estaban, en cualquier caso, sirviendo de atrezzo a la gala más patética y casposa de cuantas recuerdo haberme echado a las pupilas desde aquella -año 1998- en que el entonces presidente de la academia, el sobrevalorado (opino) José Luis Borau, levantó sus palmas blancas para alborozo de algunas almas negras. Si algo demostró la llamada familia del cine español es que no necesita oposición externa. Se bastan y se sobran sus miembros para echar por los suelos su propia imagen. Guion de función de fin de curso de primero de ESO, interpretaciones ruborizantes sobre las tablas, caras de no haberse tomado el Álmax en el patio de butacas y, como guinda, un palmarés que apenas olía a vendetta o, como poco, a decisión salomónica. Hasta la irrupción del tonto del haba de la barretina encajó como un guante en el ridículo global de la noche.

Sólo se salvó -no creo que nadie lo dude a estas alturas- Álex de la Iglesia, que no tiene ni un solo motivo para lamentar haberse desmarcado por la banda de sus adocenados colegas. Pudo haberlos mandado a todos a cascarla a Ampuero, pero se conformó con un contenido discurso lleno de puntos sobre íes pronunciado, eso sí, con más vehemencia de la que en él es habitual. De poco sirvió. Nueve de cada diez no sabían de qué hablaba.