Espionaje, de mal en peor

Antes de las explicaciones de Pedro Sánchez sobre el escándalo del espionaje, teníamos motivos para estar indignados y preocupados. Después de escuchar al presidente español en el Congreso, hemos avanzado mucho. La indignación se ha multiplicado por diez ante la pachorra exhibida, y la preocupación ha mutado en congoja, por no escribir la palabra que ustedes están pensando. Entre las cabriolas dialécticas, las promesas de humo y los sudores de tinta china del atribulado inquilino de Moncloa, no fue difícil sacar varias conclusiones, a cual más espeluznante.

Primero, se diría que para el sujeto lo sucedido no pasa de ser un accidente menor, cuya gravedad no reside en la ignominia de husmear a dirigentes políticos sino en la repercusión para el mantenimiento de su poltrona. Lo terrible no es la intromisión en la intimidad sino que le pueda costar el puesto. Solo el miedo a tal circunstancia le hizo anunciar vagas modificaciones legales sobre el CNI y, echándole un par de narices, comprometerse a toquitear la ley de secretos oficiales cuya reforma volvió a mandar al cajón no hace ni dos meses.

Claro que lo peor de todo fue la sensación de que, como muchos nos temíamos, el jefe del ejecutivo no tiene pajolera idea de en qué andan los miembros de los servicios de inteligencia. Ya escribí aquí mismo que era muy malo que Sánchez estuviera al cabo de la calle del asunto, pero que la posibilidad verdaderamente funesta consistía en que no controlase a los moradores de las cloacas del Estado. Cada vez hay más indicios de que esté siendo así, y eso sí que no hay ley ni reforma que lo remedie.

¿Entonces, quién espió?

Qué raro, nunca lo hemos visto antes. El Gobierno español lo niega todo. Dice que no tiene nada que ver en el espionaje de 63 políticos soberanistas catalanes y dos vascos a través de sus teléfonos móviles. Ante la evidencia clamorosa de lo publicado en Estados Unidos, con pelos y señales de las personas que sufrieron el pinchazo y durante cuánto tiempo, la respuesta bien podría haber sido más cautelosa. Habría bastado con asegurar que se va a investigar la denuncia caiga quien caiga. Pero no. El ejecutivo de Pedro Sánchez ha sentido la necesitad de exagerar la nota en plan por quién nos toman y no solo ha bramado un desmentido tajante sino que ha cacareado, por labios de su portavoz, Isabel Rodríguez, que no acepta que se ponga en cuestión la calidad democrática de España.

Dejando de lado que tal calidad democrática, de acuerdo a varios estándares internacionales, está en la zona medio baja de la tabla, la hiperventilada respuesta revela que el gobierno tiene un problemón del carajo de vela. Puesto que el espionaje está probado, y dado que la herramienta con la que se llevó a cabo, el tal programa israelí Pegasus, solamente se vende a estamentos gubernamentales, lo que están confesando Rodríguez, Marlaska y Robles es que no controlan a sus subordinados. Vamos, que como ha ocurrido tantas veces, por las cloacas del estado hay incontrolados que siguen campando a sus anchas y cuentan con financiación públicas para extorsionar sin que nadie se lo haya ordenado a los señalados como enemigos de la patria. Y eso multiplica la gravedad intolerable de la intromisión en la intimidad de (que sepamos) 65 referentes políticos.

Villarejo es Villarejo

Nunca dejará de sorprenderme la facultad del infecto ex comisario Villarejo para llevarnos del ronzal. Nos echa un puñadito de maíz, y nos lanzamos a picotearlo con fruición. Sobre todo, claro, cuando la largada del tipejo deja en mal lugar a quienes nos resultan antipáticos o cuando alimentan nuestras tesis. Ocurre así que se le toma como argumento de autoridad si denuncia los marrones del PP o la monarquía, pero si saca trapos sucios de Podemos y su antiguo líder, entonces no procede concederle ningún crédito porque es un cloaquero sin escrúpulos. Y viceversa, por supuesto, en función de la bandería en que se milite.

Con ser siempre así, lo penúltimo ha batido todos los registros. La insinuación, luego matizada por él mismo, de que el CNI no fue diligente para evitar los atentados islamistas de 2017 en Barcelona porque quiso dar un susto al independentismo ha sido tomada más allá de la literalidad. Prácticamente, se está vendiendo la especie de que el organismo de inteligencia español urdió la matanza como escarmiento. Comprendo lo goloso políticamente de un planteamiento así, pero se parece un congo a las teorías conspiranoicas que nos largaron Losantos y Pedro Jota sobre el 11-M. Sí parece, porque eso está documentado y nadie ha sido capaz de desmentirlo, que el Imam de Ripoll, cerebro de la masacre, tenía tratos con el CNI. Era, teóricamente, confidente, aunque a la vista de lo sucedido, queda claro que se la metió doblada a los espías españoles. Esa torpeza y otras deberían investigadas. Pero de oficio, no porque un enredador nauseabundo como Villarejo suelte no sé qué porquería en sede judicial.

Un artista de la mierda

Hasta hace nada, cuando hablábamos sobre algo relacionado con el comisario Villarejo, a los medios de comunicación no nos quedaba más remedio que ilustrar la pieza con las sobadas imágenes en que el príncipe de las tinieblas sépticas aparecía cubriéndose la jeta con una carpeta. En lo sucesivo no vamos a tener ese problema. Todo apunta a que dispondremos de toneladas de material gráfico del individuo que después de tres años años y pico de trullo sin que la Audiencia Nacional haya encontrado por dónde hincarle el diente, ha decidido que si tiene que morir lo hará matando.

Impagables, ese chándal medio de Torrente medio de Chávez, la mascarilla con la rojigualda, la gorra de carlista de opereta y, cómo no, el parche en el ojo izquierdo que lució a la salida de Estremera. Por no hablar de la corbata morada del día siguiente, cuando empezó a largar por esa bocaza en sede judicial. Todo a juego con su verborrea mafiosa, deslizando la putada (literal) que es su libertad para unas decenas de personas. Y como guinda insuperable, su gran frase: “Las cloacas no generan mierda; la limpian”. Solo un tipo absolutamente miserable y amoral puede soltar algo así. Pero no pierdan de vista a los gobernantes de distinto signo y poderosos empresarios, financieros o directores de medios que han contratado sus servicios.

Desde las cloacas con rencor

Las almas atormentadas (o más bien, atormentadoras) de ciertos muertos políticos mal enterrados aparecen de tanto en tanto en la primera línea informativa. Además de variarnos siquiera por un rato el indigesto menú pandémico, nos recuerdan el mecanismo del sonajero del poder en España, que más que de las urnas, emana de unas cloacas kilométricas, enrevesadas y ya definitivamente ingobernables. Tarde o temprano, sus lúgubres moradores acaban ejecutando las hipotecas de los servicios prestados y los morosos son sacados de sus confortables retiros para volver a los titulares.

Y ahí es donde tenemos a Rajoy, Cospedal y Fernández Díaz, señalados como urdidores de una tan siniestra como cutre operación para robar a Bárcenas en su propio domicilio las pruebas de su participación continuada en todas las mangancias del PP desde su fundación. Según se nos cuenta con profusión de detalles a cada cual más chusco, la tripleta mentada montó en compañía de otros un comando de Torrentes al efecto, cuya torpeza supina no solo desbarató la misión, sino que sembró un reguero de indicios que conducían sin duda a los autores del encargo. Por si faltaba confirmación, el despecho de un antiguo número dos de Interior ha puesto la puntilla con un SMS descarnado: “Mi error fue fiarme de esos miserables”. Más palomitas.

El Marlaskazo

Tiene un puntito golfamente divertido que la derecha extrema que idolatró a Grande-Marlaska en su época de espolvoreador de Justicia a granel se le haya terminado lanzando a la yugular con saña por haberle dado la patada al tal Pérez de los Cobos, fallido exterminador de urnas de plástico en la Catalunya irredenta. Y el regodeo alcanza el grado de justicia poética cuando el desencadenante del pifostio ha sido uno de esos informes de corta-pega-colorea de la Guardia Civil a los que el togado no les hacía ascos cuando instruía sus causas épicas. De rebote, resulta igualmente despiporrante que el progrerío de ocasión descubra de golpe y solo porque le ha tocado a uno de los suyos los usos y costumbres de los beneméritos a la hora de hacer dossieres por encargo judicial. Incluso los que no somos ni medio sospechosos de glorificar a los matones llevamos lustros denunciando esas compilaciones de fantasía que condujeron al trullo a más de uno por el artículo 33.

No pretendo llegar a ninguna conclusión edificante. Sospecho, incluso, que no la hay. Todo este psicodrama al que seguramente le quedan capítulos es sin más y sin menos uno de los clásicos ajustes de cuentas en lo más profundo de las cloacas. Toca, pues, tirar de cinismo y hacer acopio de palomitas para disfrutar del espectáculo desde la grada.

Cifuentes canta

Ya tardan Netflix, HBO o la productora de José Luis Moreno en rodar una serie basada en el celérico auge y la vertiginosa caída de Cristina Cifuentes. Y no crean que les saldría caro el invento. Podrían ahorrarse, como poco, los guionistas y la protagonista, porque ella misma se basta y se sobra para interpretarse y escribirse los diálogos más lisérgicos. Lo demostró ayer frente a las cámaras de Telecinco, que haciendo honor a su alcanforado lema de la época de las mamachichos —la cadena amiga—, invitó a la recién imputada de la Púnica a una sesión de desfogue y liberación biliar.

Como era obvio, había ganas de vendetta. Calculen ustedes la mala sangre que habrá acumulado la doña en los 16 meses que han pasado desde su abochornante renuncia tras la difusión del vídeo de las cremas afanadas en un híper. Así que la doliente y dolida Cifuentes entró con todo contra sus todavía compañeros de militancia, que no por nada hablan de ella como cadáver político que lastra el partido. “Mi calvario judicial es producto del fuego amigo”, repitió en varias versiones con leves modificaciones. Su descarnada acusación es que desde que alguien la señaló como recambio de Rajoy, las manos negras de Génova se confabularon con las cloacas del estado para buscarle la ruina.

Lo cierto es que, más allá de la sobreactuación y de la tardanza en la denuncia, sus dardos verbales suenan bastante verosímiles. Es lo que cualquiera que sume dos y dos y conozca los usos y costumbres de la casa imagina que ocurrió. Pero eso no la libra de culpa ni explica los episodios de sus másteres de pega ni su patética resistencia antes de dimitir.