Lo que debe callarse

Otra de esas realidades incómodas que se tiende a ocultar. O a justificar cuando saltan los setecientos cerrojos impuestos por los tiranuelos que decretan lo que se puede y no se puede contar. Ya sé yo que tras estas líneas llegarán enojadísimas hidras de la moral correcta a gritar, quizá con otras palabras, que es que no se puede ir pidiendo guerra, que hay cosas que pasan y son imposibles de evitar o, como gran comodín, que peor es lo de los corruptos del PP. Me ocurrió cuando escribí sobre los miles de secuestros y violaciones continuadas de niñas en Rothertham o sobre las centenares de agresiones sexuales de Colonia, Hamburgo, Düsseldorf u otras ciudades alemanas.

Vacunado contra los que defienden la intolerancia en nombre —qué asco— de la tolerancia, vuelvo a citar a Marieme-Hélie Lucas, argelina y radicalmente feminista: “La izquierda postlaica tiene miedo de que la tachen de islamófoba”. También cito, porque es de justicia, al autor y medio que publican la noticia. Fue Enric González, nada sospechoso de racista machirulo, espero, quien daba cuenta el viernes en El Mundo de una denuncia firmada por más de 20.000 mujeres —en muy buena parte, musulmanas— que viven o trabajan en las inmediaciones del Boulevar de La Chapelle, en París. Cada día son sometidas a todo tipo de acosos físicos y verbales por parte de los varones que campan a sus anchas en el lugar. “Salope (puta) es lo más bonito que te gritan”, lamenta una de las mujeres que aportan su testimonio en el reportaje. ¿Y no ha habido consecuencias de la denuncia pública? Sí, sus firmantes han sido acusadas de ser del Frente Nacional.

8 de marzo + 1

Hinco humildemente la rodilla para reconocer mi nuevo error. Vaya un columnero de las narices, clamando contra minucias como el silencio, el amparo y la justificación de centenares de agresiones sexuales por la progresía más fetén, cuando hay denuncias mil veces más urgentes. Verbigratia, acabar con el intolerable oprobio del cartel no inclusivo de las cortes españolas, que reza solamente “Congreso de los diputados”, como si dentro no sudaran también la gota gorda las diputadas.

Y miren que ni siquiera se me pedía que me pusiera reivindicativo, pues el espíritu de la jornada permitía también hacer la ola ante los inmensos logros cosechados por la causa de la igualdad. Alguno de alcance sideral, como los semáforos paritarios —¿O son paritorios?— de Valencia, donde el falocrático monigote habitual se alterna con la representación luminosa de una mujer. ¿Y cómo se sabe que es una mujer? Pues porque se ha vestido al icono con una falda. Comentaría que manda muchas pelotas la identificación de lo femenino con tal prenda, pero me voy a ahorrar las collejas de los —¡y las!— bienpensantes, que ya llevo unas cuantas estos días.

Así que, nada, celebro el triunfo y lo sitúo a la altura de la camiseta verde y rosa —juraría que otro topicazo, pero mis labios están sellados— con que el Betis homenajeó el domingo a las mujeres. Como quizá sepan, en la primera plantilla del club están Rubén Castro, presunto maltratador múltiple al que jalea parte de la hinchada, y Rafael Van der Vaart, que golpeó en público a su ex mujer hace tres años. Insignificancias; lo importante es, como siempre, el gesto para el selfie.

1.073 denuncias falsas

8 de marzo otra vez. Conforme a la costumbre, se imponen las maravillosas proclamas, los gestos, las promesas, las campañas, o lo que es lo mismo, y siento mucho decirlo, la casi nada.

Añadan a la vaciedad bienintencionada, si quieren, estas mismas líneas, que también forman parte de la rutina. Solo cambia que cada vuelta de calendario son hijas de una impotencia y un cabreo mayores. Ya no es únicamente la constatación de que la tan mentada educación-en-valores, lastimoso comodín o amuleto que sigue trufando las prédicas reglamentarias, no solo no ha frenado la peste, sino que nos ha provisto de camadas tan o más machistas que en los tiempos de la Enciclopedia Álvarez. A esa maldición que se corrige y se aumenta, sumo lo que llevamos visto desde la madrugada en que nació 2016.

Sí, les hablo de Colonia y de las otras ciudades europeas donde se produjeron en nochevieja centenares de agresiones sexuales coordinadas. Solo en la localidad alemana sumaron 1.073 denuncias. Las primeras reacciones de quienes habitualmente lideran la batalla por la igualdad fueron del silencio bochornoso a la minimización (“Se está haciendo demasiado escándalo por algo que no fue para tanto”), pasando por la contextualización vomitiva (“Es que les mandaban mensajes erróneos a esos hombres”). Dos meses largos después, desde el feminismo de discursos y formas más contundentes, se ha dado un ignominioso paso más: la negación pura y dura. La nueva teoría, que asombrosamente ha hecho fortuna en los sectores progresís de costumbre, es que estamos ante un colosal montaje para provocar el aumento de la xenofobia. Y colará.

El juego de la violación

Silencio, se viola. Absténganse de incomodar, moralistas de tres al cuarto, tocanarices con escrúpulos y demás melindrosos. ¿No ven que se trata de un simple juego? En concreto, el de la violación, o en lengua vernácula, Taharrush gameâ. Verán qué divertido. Se localiza una mujer en medio de una multitud, preferentemente de noche, aunque tampoco es imprescindible. Pueden ser dos, tres, incluso cuatro. Total, siempre habrá superioridad numérica por la parte agresora, que se dispondrá en tres círculos alrededor de la presa o las presas. En el primero, los violadores; en el segundo, los mirones y jaleadores; en el tercero, los guardamokordos, que expulsan a hostias a cualquiera que intente interponerse. Para la siguiente víctima, se cambian las posiciones.

Y así, hasta que el cuerpo aguante, que la madrugada es joven y la impunidad, prácticamente absoluta. Bueno, mejor que eso: una parte considerable de aquellos ¡y aquellas! que en otras circunstancias sacan la pancarta más gorda a paseo se transmutan en imitadores del tristemente célebre juez de la minifalda. La culpa es de ellas, que van pidiendo guerra, proclaman unos (¡y unas!). Son denuncias falsas, porfían otros (¡y otras!). Hay que saber mantener un brazo de distancia, aporta la audaz alcaldesa de uno de los lugares donde ha ocurrido la infamia. Y como resumen y corolario de esta nauseabunda complicidad, los (¡y las!) adalides del discurso de género más contundente se ponen como hidras para dejar claro que lo grave no son los abusos sexuales, sino el malintencionado tratamiento mediático. Ni se imaginan cuánto me gustaría estar exagerando.